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jueves, 21 de marzo de 2013

El escultor y la estatua del vigilante

Era tan majestuoso aquel bloque de mármol grisáceo que un escultor de cuyo nombre no quiero acordarme, lo compró y llevó a su taller. Varios días estuvo dúdando qué haría con él: ¿bancos? ¿lavatorios? ¿un mostrador? ¿un tigre?...
-"¡No, señor: será un vigilante, un agente de policía, un celador, un mataperros o como se llame!", dijo por fin el ar­tista dándose un cachetazo en la frente. "Y hasta quiero que empuñe la batuta, garrote, talero, terror de vagos, perros, y pi­lluelos. ¡Temblad, patoteros, vagamundos, raboneros, carteris­tas !Os va a llegar vuestro san Martín para el onve de No­viembre y para todo el año".
Efectivamente, tanto y tan bien trabajo nuestro conato de Miguel Angel, expresó tan al vivo el vigilante de 1899 y el de nuestros días que ¡vamos! solo le faltaba al mataperros la palabra... y aun se dice que el escultor, fuera de sí al con­templar su obra maestra, díjole como Buonarrotti a su impo­nente Moisés, dándole con un mazo en la nuca: "¡Habla!”.
Y le sucedió algo peor o mejor que a Miguel Ángel, el cual era sobrio y penitente, repartiendo entre las familias ne­cesitadas su dinero; le sucedió a nuestro escultor que volvien­do de noche a su taller, después de un día de esparcimiento por las islas del Delta paranaense (donde hubo asaz de liba­ciones) al entrar en su morada y vislumbrar por él claro de Luna el Vigilante con su cachiporra, comenzó a temblar, dió media vuelta, y se fué a dormir sobre un banco de la plaza. Por fortuna era en los días capricornianos de Enero.
Así el niño, el hombre indocto, el supersticioso, así el vul­go, van forjando a mazo y escoplo con su imaginación los fan­tasmas, los duendes, el cuco, el jettatore y otras entelequias cuya cólera teme.
No en vano pesan sobre la humanidad largos siglos de ignorancia, idolatría, materialismo ateo, y otras lepras del es­píritu que le oscurecen, atormentan y debilitan. El corazón, por su parte, ¿qué puede hacer sino guiarse por la luz o las tinie­blas del espíritu?
Así es como el hombre trueca en realidades tangibles sus sueños y desvaríos, y se aferra él mismo del cuello como Har­pagón, gritando: "¡Al ladrón!”.
La verdad austera, la religión del Espíritu predicada por el Evangelio, la vida profundamente interior, nos dejan indi­ferentes. Las teorías superficiales, el error brillante, los dog­mas epicúreos nos arrebatan. Se ve que apenas emergemos del limo de la tierra...
"¡Bueno! pero ¿y el Vigilante?" rugirá el lector enfa­dado.
El vigilante, firme siempre en su puesto, blandiendo su ta­lero. He consultado sobre el asunto a varios autores graves y, a lo que parece, el jurado artístico que enfrentó la obra maes­tra decidió que el mataperros era demasiado realista y podía provocar reacciones peligrosas en la gente maleante: que su lu­gar estaba en un gabinete reservado del Museo Cubista. Ra­zón por la cual se dice de él hasta el día de hoy lo que del Ave-Fénix:

Che vi sia, ciascún, lo dice,
Dove sia, nessun lo sa.

Sospecho yo mucho que, fuera del escultor y el jurado, nadie verá jamás al Vigilante.
Siempre será un susto menos en la vida, que bastante tiene ¡caramba!

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El duende casero

De las selvas del Ganges a la nieves de Noruega y Groenlandia, de las estepas de la Tartaria a las praderas de América, del Miño al Danubio, del Támesis al Volga, La superstición popular cree en los trasgos, duendos, diablillos caseros. En ciertos países hasta admiten que tales entes se ocupan de la limpieza de la casa, arreglo del mueblaje, y aun de cocinar. Sólo hay que tener un cuidado: no entrometerse en lo que ellos hacen, pasa no echar a perder su labor.
Cierta familia de Libia se vió favorecida por uno de estos  duendes que les cuidaba el jardín con primor, sin molestar, en silencio. Si el gnomo amaba a los dueños de su casa y su jardín los Céfiros, Flora y Neptuno  le mimaban.
Sin verse más que en las obras, los dueños y el trasgo se querían entrañablemente.  Por fin, este diablillo (que no era burlón) decidió quedarse “pa in sécula sinfinito” en casa de estas buenas gentes. Cabalmente el día que formó esta resolución, le vino ­la orden de migrar al Norte e irse a vivir a la isla de Spitzberg, bajo las chozas de hielo, trocándolo de duende africano en duende polar y de árabe en lapón. El trasgo comunicó a sus huespédes la próxima partida por ests palabras:
-“Ignoro por qué, pero tengo recibida la orden de partir al Septentión; quedaré unos días aún para cumplir vuestros anhelos. Puedo cumplir tres tan sólo; con que, pensarlo bien, y manifestár-melos”.
Desear, aspirar, anhelar, ambicionar non cosas inaiditas en el hombre, ni que exijan gran ciencia: basta el instinto profunfo de la conciencia.
Nuestro matrimonio líbico pide sin titubear la abundancia en los campos, en las viñas, en el huerto, en el jardín... y en las talegas. Dicho y hecho. Los graneros resultan pequeños, la bodega angosta, la despensa hasta los topes, el jardín hecho un colosal ramillete y la talegas reventando de oro por los costurones.
Laa servidumbre no se daba manos a registrar y almace­nar tanto bien, y los patrones se veían abrumados por tal po­sesión. Nada hubiera sido eso: los beduinos del desierto co­menzaron a merodear lo silos, los galpones, los corrales; los jeques o caciques les pedían prestado hacienda y dinero; el go­bernador les impuso el impuesto a la renta... En fin, que la vida se había complicado de tal suerte que se les hizo pesada.
Nuestra gente acude a realizar el segundo anhelo.
-"¡Duende bueno, sácanos de encima toda esta balumba de bienes cargantes, váyae el oro al infierno! Preferimos la dichosa medianía, hermana de la paz y del sosiego".
Dicho y hecho. Desaparecieron las vendimias, las cosechas, los repletos cofres... y todo quedó como antes.
Recobraron los dueños, como el Zapatero remendón, su alegría, sus cantos y se vieron libres de tasas, ladrones y ca­ciques, riéndose a carcajada limpia con el diablillo de las gen­tes que dejan el bien que poseen para buscar el infierno que estaba lejos.
El duende debía vola ese mismo día a la isla de Spitzberg y, como quedaba aun por realizarse el tercer anhelo, los pru­dentes patrones pidieron, como unos Salomones, el amor de la sabiduría.
Con ella pasaron la edad madura y la vejez larga en un banquete espiritual que no tenía término; unos días eran la Escritura y la Teología, otros la Filosofía y las Letras, des­pués las Ciencias físicas naturales, la Agiografía, la Música, el Canto.
Coronándolas todas, la Mística Divina, "conocimiento ex­perimental de la Deidad', que todo cristiano, todo pensador recto, toda alma noble debe esforzarse por alcanzar, internán­dose heroicamente en la Noche Oscura del Olma.

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El desesperado, el avaro y el tesoro

Harto de luchar contra la mala fortuna, reducido a la mi­seria, cargado de deudas, perseguido por sus acreedores, con­denado a morir de hambre, que es "muerte adminícula y pési­ma", como rugía Sancho Panza, defendiéndose contra el doctor de la ínsula, Pedro Recio Agüero de Tirteafuera, resolvió un mercachifle dar fin a sus días, ahorcándose. Debía comprar la soga, y esto le hizo sonreír amargamente porque recordó, al re­visar su bolsa, una farsa de que había sido víctima, can otros muchos, en la feria de Uleaborg.
Un charlatán afirmaba que mostraría el diablo a todo el mundo; naturalmente, hasta los gatos y los perros acudieron a la sesión, deseosos de verle la cara a Mandinga. Una hora antes de empezar, la plaza estaba que ya no cabía en ella ni un alfiler más. Sobre una plataforma de cuatro metros de alto y de lado, peroraba largo y tendido el artista y, por fin, sacando a relucir una talega descomunal de ancha y de honda, la despliega, la abre, y pregunta a los más cercanos :
"¿No veis algo ahí dentro?".
Todos abrían desmesuradamente los ojos, se los frotaban, volvían a mirar, prestábanse mutuamente las gafas y ¡nada!... no veían absolutamente nada.
Si esto les pasaba a los vecinos del artista ¡imaginarse a los que estaban a una cuadra del bolsón! Por fin, un porfiado, amigo de las ideas claras como Descartes, trajo una lupa de gran aumento, la paseó concienzudamente de arriba abajo, y de derecha a izquierda, y concluyó bramando:
-"¡Aquí no hay absolutamente nada! Lo que se llama na­da ¡cuartajo!".
-"¡Y ahí es el diablo, cabalmente, abrir la talega y no ver absolutamente nada dentro!” replicó el de la plataforma.
Nuestro Desesperado, pues, llevando el diablo en su bolsa, se marchó derecho a un galpón, pidió prestados una soga, un martillo y un clavo ganchudo de a cuarta, ganó una casucha en ruinas en mitad del campo, y trepando sobre un montón de escombros comenzó a dar martillazos en el clavo del que pen­saba colgarse. No había asestado ocho golpes cuandrrla pared, vieja y resquebrajada, se desmorona sordamente, descubriendo an cofrecillo repleto de monedas, y no des cobre ni niquel.
-"¡Cuerpo de un oso blanco!” exclama fuera de sí el conato de suicida, "¿sueño o estoy despierto?".
Y palpando el cofre con ambas manos, lo sopesaba, tomaba un puñado de piezas y las dejaba caer como catarata , de oro. Después de pellizcarse, sacudirse un torniscón en la cabeza, y atracar un puñetazo a la pared para obtener una noción clara de su estado psicológico, una evidencia cartesiana de su yo, abrázase con el mueblecico y sale volando para su buhardilla.

Una hora después, llega a las ruinas el dueño del tesoro, pariente lejano quizás del Enterrador que ya conocemos, y se percata del desastre sobrevenido en pocas horas.
Párasele mortal el rostro al avaro miserable, cubre de súbi­to su frente frío sudor, agítanse en temblor convulsivo sus miembros, verdean sus lívidos y entreabiertos labios con la hiel que le sube de la vesícula biliar y, por fin, estallando, ruge:
-"¡Ladrones! ¡Asesinos! ¿Creen que viviré sin mi teso­ro, criminales? No se pierde tanto dinero sin morir ¡canallas!".
Tendió la enloquecida mirada por los escombros, vió mar­tillo, soga y clavo... Se apodera de ellos... y diez minutos después era cadáver.

Una vez más se cumplía la trágica observación del inmor­tal cantor de la Noche Oscura del Alma, hablando de los que se entregan a sus desordenadas pasiones: "De este último grado son también todos aquellos miserables que estanlo tan enamo­rados de los bienes, los tienen tan por su dios, que no dudan de sacrificarles sus vidas cuando ven que este su dios recibe alguna mengua temporal, desperándose y dándose ellos la muerte por miserables fines, mostrando ellos mismos por sus manos el des­dichado galardón que de tal dios se consigue".

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El delfín y el macaco

En la antigüedad había más democracia que hoy para via­jar por mar y tierra. Antaño uno se embarcaba con perros ga­tos, loros, micos y urracas, si le daba la real gana; hogaño no se permite subir a bordo ni en tren ni en tranvía a nadie que lleve bicho viviente, así sea el más vistoso y charlista de los guacamayos o el más gracioso de los titís. Se me dirá que hay baques y trenes de carga para los animales en pie. ¡Sin duda! Pero no es lo mismo. Lo que quiero subrayar es que ya no podemos viajar democráticamente, en medio de -nuestros gatos, monos, canarios, osos, cotorras, hurones y perros. ¡Después ha­blarán de Democracia! Triste es comprobarlo: nos hemos vuel­to'todos unos insoportables aristócratas, a pesar de la Sociedad Protectora de Animales, y miramos por encima del hombro y de soslayo a los humildes y serviciales compañeros de nuestra vida prosaica. En cambio, ellos, más humanos que muchos que visten levita y chaqué, siguen invariables en su afecto por el hombre...

Hay en el mar un cetáceo que, desde la más remota edad, pasa por un gran amigo del hombre: es el Delfín. Plinio el An­tiguo„enseña en el libro IX, cap. VIII de su Historia Natural que el delfín ha salvado muchas veces a los náufragos, por la costumbre que tiene de acercarse a los navíos y seguir a zaga de los buques que navegan, llevando a lomo los mareantes que se tiran de cabeza al agua o quedan flotando, rari nantes in gurgite vasto, después de zozobrada la cáscara de nuez que los llevaba.
Griegos y romanos creían que el Delfín transportaba sobre las ondas amargas los espíritus que iban en demanda de las Islas Afortunadas.
En la Catacumbas se ve todavía el Delfín, personificando al Salvador de las almas a quien nuestros padres en la Fe lla­maban en lenguaje esotérico Jesus (Pez) por ofrecer esa pala­bra helénica las iniciales de "Jesu-Cristo, Hijo de Dios, Sal­vador", constituyendo así un anagrama inofensivo que no podía despertar la sospecha de los perseguidores.

Volviendo al cuento, Esopo nos refiere que una nave de pasajeros, algunos de los cuales iban can sus animales domés­ticos, naufragó en las costas del Pireo, cerca de Atenas.
Los delfines acudieron luego en cardúmen a salvar el. pasaje: hombres, mujeres y niños.
Entre los toneles, sillas y canastos que la marea hacía bai­lotear encontróse un macaco que, tiritando de frío y castañe­teando no sé qué improperios contra su amo, buscaba cómo llegar a la playa. Vióle un delfín y acudió presuroso en su ayuda. Hácele sentar sobre su lomo, cual otro Arión de Lesbos, y emprende la duodécima vuelta a la cercana costa. Estaban por llegar, cuando el Delfín, por irn súbito movimiento de curiosi­dad, le preguntó:
-"Es usted de la gran ciudad de Atenas?"
-"Exactamente", responde el macaco (que era de Car­tago); soy muy conocido en la alta sociedad. Si en algo le puedo servir, estoy a sus órdenes. Uno de mis hermanos es concejal, y otro, diputado por Beocia.
-"¡Muchas gracias!" responde el cetáceo remwndo y apro­ximán-dose cada vez más al desembarcadero. "Dígame, señor (y perdone la curiosidad), ¿sin duda conoce también El Pireo?”
-«¡Y cómo si lo conozco!" responde el macaco acomodán­dose más y mejor en el lomo del Delfín: "El Pireo es mi amigo particular desde la infancia..."
El cuadrumano embustero había tomado el nombre de un puerto por el de una persona de carne y hueso.
El delfín se rió a las calladas del quiproquo, miró por sobre la aleta dorsal al náufrago, y comprobó, fastidiado, que no lle­vaba un hombre sino un mono. Pica inmediatamente para ga­nar en profundidad, deja el macaco flotando a merced de las olas, y se va a toda máquina en busca de algún ser humano que necesite su ayuda.

"Abundan los micos con saco y pantalones que toman el Chimborazo por un mar, el Sol por un disco, la cochinilla por un árbol, y a Napoleón el Grande por un capitán de Ciarlo­magno. Hablan de todo, sentencian a trochemoche, critican lo que no conocen ni por las tapas... ¡parque son doctores!"

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El berrugo y el mono

¿Es en Sotileza? ¿En La Móntálvez? ¿En De tal palo, tal astilla? ¿En El Buey suelto...?¿En Peñas Arriba? ¿En El sabor de la tierruca? ¿En Nubes de estío? No lo recuerdo a punto fijo, pero en una de las inmortales novelas de José María de Pereda es donde se halla el repulsivo Berrugo (debe de ser en La Puchera). El inimitable escritor santaderino, cuyo per­sonaje, forjado a martillo y cincel, eclipsa casi al de Moliére, y compite con el de Ernesto Hello en "Ludovic" de Contes Extra­ordinaires, inflige al avaro miserable el merecido castigo.
En la fábula presente lo veremos bajo otros aspectos. Trá­tase de un avaro que vive en compañía de un mono, de quienes nos hablan Cento Novelle antiche, Nicolás de Pérgamo, Mor­lini, Straparole y Tristán l'Ermite. Pudo ser próximo pariente de aquellos otros atesoradores que conocemos por las narracio­nes de El Avaro robado, El Enterrador y su Compadre, El Cazador y el Puma, El Avara y sus Mozos, El Desesperado, el Avaro y el Tesoro, y algunas otras análogas.
Nuestro desdichado y repelente Berrugo acumulaba con furor onzas peluconas marengos, napoleones, luises, esterlinas, argen-tinos, cóndores, soles... y cobres.
Como el peñón que fascinaba al avaro de Pereda y fué el instrumento de su trágico fin, nuestro Berrugo había escogido la cueva de un islote desierto para confiarle su tesoro. La ca­leta era sólo frecuentada por el avaro y su mono que nunca despertaron sospechas en los cacos, por su astroso aspecto. Allí se pasaba las horas muertas el Harpagón de nuevo cuño a la lumbre incierta de una vela de sebo contando, calculando, haciendo sumas y restas que volvía a verificar a la luz del sol, restando, sumando, calculando, contando sin fin; a ratos go­zando con sonrisa ancha, rascándose otras precipitadamente con entrambas huesosas manos las dos docenas de pelos que le quedaban en el occipucio... De súbito se ponía de pie, daba un puñetazo en el tablón rústico que le servía de mostrador y bu­fete, corría al hueco de la roca, sacaba otra lata repleta de mo­nedas, y volvía a las cuatro operaciones. El resultado final era un bramido:
-"¿Quién me saca dinero ¡cascajo! Faltan dos esterlinas ¡recontra! Y el otro día desaparecieron también cuatro doblo­nes... !que desaparecidos vea yo en los profundos infiernos y nadando en sus llamas al criminal que así me mata!".
Es el caso que el Berrugo tenía la pueril costumbre de arrojar peladillas, galetes y guijarros al mar, para desentu­mecerse después de las sesiones largas en la húmeda y sombría caverna. El mono, viéndose alguna vez solo, lo imitaba, natu­ralmente, en tal ejercicio, pero más de cuatro veces se sirvió de las monedas confundiéndolas con guijarros. Razón por la cual el Berrugo, aunque más se despistojaba en sus cálculos, nunca, llegaba a la suma cabal.
Extremó entonces sus precauciones y, en las horas que él no podía estarse cabe su teroso, amarraba el macaco en la cue­va, e iba a sus menesteres.
Un buen día, el cuadrumano, sea que hubiese visto pasar a Anfitrite o a Neptuno, sea que alguna Nereida, o algún Del­fín, o alguna Oceánida ¡vaya usted a saber! lo hubiesen provo­cado, el caso es que comenzó a ejercitarse en el tiro a la palo­ma, digo, a la corvina, con las pilas de marengos, esterlinas, onzas y doblones. Comenzaron éstos a salir por la ventanilla, casi a rás del mar, silbando, rozaban en dos o tres puntos el agua haciéndola chispear, y se hundían hasta dar fondo a cua­renta brazas de la superficie. Entusismado con el cinegético ejercicio, el cuadrumano quiso probar hasta donde llegaban su destreza y vigor de brazos: tomó de a tres en cada mano an­terior las monedas y aquello fué una verdadera lluvia de oro en la ensenada.
Cuando, una hora más tarde, el ruído de la llave en la ce­rradura, le indicó la llegada del amo, arrojó de prisa los últi­mos cóñdores y argentinos que restaban aun del tesoro, y se tumbó sobre el bfete fingiendo dormir. Pero su maniobra ha­bía sido descubierta tres minutos antes por el avaro, que llega­ba enloquecido, aunque sin sospechar toda la magnitud del desastre.
Cuando comprobó que quedaban sólo algunos cobres de lo que, había sido una pingüe fortuna, soltó un alarido bestial y, arremetiendo al mono, no dudara en hacerlo pedazos, si éste no lo madrugara dándole tan feroz mordisco que le llevó la mitad del rostro.
Saltó fuera de la caverna el cuadrumano desapareciendo, y cayó de bruces el avaro, fulminado de una apoplejía.

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El baturro y la sierpe

Aquel Toribío que se topó en un monte ralo con una gran víbora de cascabel a la que ultimó contra el parecer de varios árbitros, tenía un primo en las Asturias de Oviedo.
Un día blanquecino de Invierno salió este primo de su casuca para dirigirse al bosque cercano; la nieve todo lo cu­bría, una neblina espesa sólo permitía ver diez metros a la redonda.
De súbito, al borde del sendero nevado percibe, ¡nmóvil, una sierpe de gran tamaño; el reptil, transido de frío, casi ina­nimado, no podía llegar a soterrarse para invernar, y su muer­te era cuestión de tiempo.
El baturro, compasivo con los animales, como pide la So­ciedad Protectora, posterga su corte de leña, carga con el ser­pentón amodorrado y lo lleva con gentil compás de pies a su hogar. El fuego ardía bajo la campana de la chimenea, alimentado por los zoquetes de encina que sostenían los morillos; de la renegrida cadena colgaba el cobrizo caldero casi repleto de carne, legumbres y hortalizas.
Con sumo cuidado deposita el huésped su culebrón a dis­creta distancia del fogón chisporroteante, y se sienta para co­mer cuatro castañas y beber un trago, mientras el "insecto" como lo denomina La Fontaíne, vuelve en sí desde el dintel del reino, de las sombras.
Un cuarto de hora no ha transcurrido y ya el calor vivifi­cante recorre como un estremecimiento la verdinegra maroma ofidia; poco después abre los ojos la sierpe como quien des­pierta a nueva e ínesperada vida; luego, ensaya desenrollar el anillado cuerpo; finalmente, acuciada por el fuego, se yergue colérica, bambolea la cabeza, esgrime la acelerada lengua y hace oír el temeroso silbo... De súbito se encoge, formando un arco y va a saltar sobre Pafnucio (por lo menos así lo cuenta él; otros opinan que la sierpe quería sencillamente alejarse del fuego. Cuestiones y problemas quizás insolubles).
El baturro, echando más fuego por sus ojos que el fogón por la chirnenea, enarboló el hacha, da un salto a retaguardia y cuando el culebrón toca nuevamente tierra, de dos mandobles lo corta en tres: cabeza, tronco y cola.
-"¡Desagradecida bestia! ¿Es manera esa de pagarme el servicio de haberte salvado la vida? ¿Quitarla al bienhechor? ¡Muere tú, sierpe maldita!"
Esto lo rugía encarándose con los tres pedazos de culebra que brincoteabxn por el suelo entre las sombras y los destellos color sangre que la hoguera reflejaba en aquel cuadro de Rem­brandt.

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El avaro y sus mozos

Erase un sórdido tejedor de Issacar con dos muchachos tan listos que, al decir de gravísimos autores, las propias Parcas, Cloto, Laquesis y Atropos, hiladoras de los mismos infiernos, hubieran hecho mediocre figura a su lado: eran sus hilos y he­bras un primor de pulcritud y de matemática precisión.
El patrón, por su parte, era un cronómetro en lo de no des­perdiciar un minuto, un tercio, de tiempo y de luz para hacer funcionar tornos y husos; dormía con los ojos abiertos como liebre, y apenas la Alborada teñía de albayalde el pórtico de Aurora, y Tétis, consorte de Océanus, ponía en fuga la cuadriga de Febo, esto es, (hablando en cristiano), apenas amanecía, cuando ya comenzaba la labor hilandera.
Dale que dale al torno, gira que gira el huso, rueda que rueda la máquina del telar, era aquello un ajetreo que duraba de sol a sol, y en nada se parecía ni a "Las Hilanderas" de Meldelssohn, ni al "Coro delle Filatrici" del Buque Fantasma de R. Wágner, ni a ninguna de esas composiciones característi­cas de los maestros de la música descriptiva de hoy que dan la ilusión de una fábrica de tejidos, de una herrería, de un mer­cado, y de un manicomio... ¡oh manes de Palestrina, Bach, Beethoven y Verdi!
Apenas, pues amanecía Dios, estaba el viejo Esaú de pie echándose a cuestas algunos guiñapos grasientos y agujerea­dos; encendía luego un cabo de vela de sebo renegrido que apestaba y echaba más humo que llama, y corría a zamarrear a los dos mancebos que dormían a puño cerrado a una legua de profundidad del dintel de la conciencia de este mundo y sus bellaquerías.
Ahora bien, es de saber que el patrón arremetía diaria­menie a sus mozos en el preciso instante en que un gallo viejo soltaba su marcial tonada, anunciando la próxima llegada del nuevo día. Acercábase el vejote a los mozos:
-"¡Arriba, marmotas!" berreaba. "Ya está el sol alto (y faltaban dos horas para su salida) y los días son cortos, dema­siado cortos (en pleno verano). ¡Arriba he dicho!" Y sacudía los catres con remesones de terremoto. Gruñía un mozo, en­treabría los ojos; sacaba el otro un brazo mascullando no sé qué; seguía bramando el patrón y, de súbito, la voz taladrante del gallote ensordeciendo nuevamente a los vecinos.
Sentábanse en los catres los amodorrados mancebos comi­dos de furor y saña, lanzando entre dientes docenas de pésetes al tiempo veloz, cientos de reniegos contra Esaú, y millares de maldiciones al inconsciente gallo...
"¡Morirás, miserable majadero, gritón de satanás, que ni duermes ni dejas dormir.., morirás!
Como era por milésima vez que formulaban tal amenaza, la misma noche que siguió al terremoto lo buscaron, lo pillaron, le torcieron el pescuezo, lo desplumaron en seco, lo hicieron her­vir cuatro horas para ablandarlo siquiera un poco, lo trincha­ron, lo masticaron enérgicamente y lo engulleron, rociándolo, por las dudas, con sendos litros de vino trapiche. Después de lo cual anduvieron en trapicheos, repitiendo chistes y diciendo do­naires acerca de la repentina muerte del despertador cuya cuerda, estambre y piolín de la vida había cortado la Parca cruel.
Súpolo Esaú, y pensó volverse loca; pero luego, reponién­dose, dijo:
"Para todo hay remedio, si no es para la muerte", como decía Sancho Panza, vecino de un mi tatarabuelo en la aldea de Don Quijote. Y pues otros dicen: "a rey muerto, rey puesto", yo añado que "a gallo difunto, sereno bisunto", y ese sereno seré yo, dado que de noche todos los gatos son pardos y nadie me verá.
Efectivamente, cuando los dos mozos, apenas acostados, y muy creídos que podrían dormir en paz, se forjaban una felici­dad digna de Morfeo, cátate al viejo, velita en mano, recorrien­do casa y taller como un duende a toda hora, por temor de que se le pasase el minuto matemático de hacerlos saltar del catre.
-"¡Por cien mil pares de tornos, la hemos hecho buena!" gruñó una de los mancebos. "¡Hombre, si es peor el remedio que la enfermedad, cuartajo!" rugió el compañero.
-"Conste, responde el patrón que llega con sardónica risita, conste que no tengo yo la culpa de que hayan caído en las fauces de Seila por huir del antro de Caribdis".

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El anciano y los jovenzuelos

Desde su adolescencia había labrado la tierra y cuidado sus frutales, y ahora en la ancianidad más avanzada, seguía plantando árboles cuya fruta casi seguramente no probaría...
-"¡Pero, abuelito, cómo se imagina que esas plantitas de ciruelo, de nogal, de cerezo, de peral y manzano, que con tanto trabajo va ingiriendo en el suelo remojado, van a crecer, echar flores y dar fruto sazonado en un año o dos, que serán, a lo sumo, los que le quedan aún por vivir! ¡Pase todavía que plan­te jazmines, rosales, jacintos, siemprevivas, camelias, o si le san preferibles, cebollas, arvejas, alcauciles, zanahorias, gar­banzos... pero frutales! ¿No sería también mejor añadir un alero a la casona? En unas cuantas semanas ¡listo el pollo! Pe­ro esos frutales... tendría usted que ser un Matusalén ¡ca­ramba! para abrigar la esperanza de comer su fruto. Menos mal que sus nietos los aprovecharán... y nosotros con ellos".
-"Eso serás¡ Dios quisiere, muchachos: en el campo san­to hay centenares de niños, adolescentes, jóvenes y hombres maduros que yo acompañé a su última morada entonando el Cantate pueri para unos, y el Miserere para otros. Me diréis que eso pudo ser antaño, pero que hogaño las cosas han cam­biado mucho para mí, y añadiréis que ni los cuidados del por­venir, ni tampoco las grandes empresas, son para mis años. Pero ¿estáis seguros de que convienen más a vuestra edad? No olvidéis el refrán que dice: "tan pronto se va el cordero como el carnero"; no olvidéis que la rueda de la vida es como la de la fortuna que anda más lista que una rueda de molino y los que ayer estaban en pinganitos, hoy están por los suelos; pero ¿quién piensa,en eso? Como reza la copla:

"Desde el día que nacemos
A la muerte, eaminamos :
No hay cosa que más se olvide
Y que más cierta tengamos".

"Yo no me olvido, jóvenes, y sin dejar de recordar las pa­sadas ilusianes, los errores ¡ay! cometidos, prosigo mis traba­jos, gozando desde ya del placer que mis biznietos tendrán sa­boreando las manzanas quejo, quizás, no veré. ¿Estáis seguros vosotros de hartaros con ellas, después de haberme acompañado a mi última mansión? ¿Es acaso imposible que yo os sobrevi­va? Nadie nos lo puede asegurar, pero es lo cierto que la pró­rroga que nos conceden las parcas a vosotros y a mí se aseme­jan por su brevedad... Como canta el poeta:

"En un ínstante saltamos
Lo que en años no anduvimos;
En un mundo nos dormimos
Y en otro nos despertamos".

-"¡Sabe mucho usted, abuelito! La juventud es poco ex­perimentada, y cree muchas cosas; su homilía es de primera, y dudamos que el cura rector le pueda echar el pie delante, aunque es doctor por Roma, pero en fin, y para que vea que también nosotros sabemos echar coplas como buñuelos, dejemos esto aquí...

"Y no entremos
En más apreciaciones;
Ya pasó la Cuaresma
Para sermones".

Y se alejaron bulliciosamente, pensando muy de veras que el pobre anciano debía de estar reblandecido por la edad y los achaques.
En poco más de un año los tres mozalbetes habían dejado de existir: uno se ahogó cierta tarde de verano mientras se chanceaba con otros compañeros sobre la; chochez de los viejos; el segundo sentó plaza de soldado, y en un reencuentro perdió la vida; el último, que había permanecido en la aldea, cayó de un árbol cierto día de invierno y se descalabró.
El anciano labriego los acompañó al cementerio cantando el Miserere, lloró sobre los tres desaparecidos, y con la venia del párroco, escribió en el Libro de los Difuntos el infausto suceso.

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Cuento del mayordomo

Aquí empieza el cuento del mayordomo

Por Trumpington, no lejos de Cambridge, pasa un riachuelo, y sobre éste hay un puente; junto al arroyo se ve un molino. Y. cuenta que todo que os digo es la verdad misma. Hacía mucho tiempo que lo habitaba un molinero, que era orgulloso y lascivo como un pavo real. Sabía tocar la gaita, pescar, componer redes, tornear vasijas, luchar y tirar bien con el arco. Llevaba en su cinturón un largo cuchillo y una espada con la hoja muy afilada; en la faltriquera un lindo puñalito, y en sus calzas una navaja de Sheffield. No había hombre alguno que se atreviera a tocarle de miedo. Su cara era redonda, y chata su nariz. Tenía la cabeza tan pelada como un mono. Era un completo jaque de plazuela. Nadie se aventuraba a poner la mano sobre él, pues al punto juraba se las habría de pagar, no tardando. Era, en  realidad, un ladrón de grano y harina, astuto avezado al robo. Le llamaban Simoncín [1]  el desdeñoso. Tenía una mujer de ilustre origen, pues su padre era el cura de la ciudad. Con el objeto de que Simoncín se uniera a su linaje, ofrecióle aquél al mismo tiempo que su hija, gran cantidad de vajilla de bronce. Se había educado ella en un convento de monjas; porque era lo que decía Simoncín: yo no quiero por esposa sino a una doncella de buena crianza, capaz de mantener su condición de hacendada. Era orgullosa y atrevida como una picaza. Ambos ofrecían hermoso espectáculo: los días de fiesta iba él delante con su esclavina prendida alrededor del cuello, y ella le seguía con traje encarnado, llevando Simoncín unas calzas de lo mismo. Nadie se atrevía llamarla sino «señora». Ninguno había tan osado que, al ir por su camino, se atreviera a retozar o bromear con ella tan sólo una vez, a no ser que pretendiera morir bajo el cuchillo, el puñal o la daga de Simoncín..Porque los hombres celosos son peligrosos siempre; a lo menos quieren que sus mujeres lo crean así. Por otra parte, a causa de estar ella algún tanto manchada en su reputación, era tan repulsiva como el agua estancada, y llena de insolencia y desdén en su conducta. Pensaba que toda señora debía ceder ante ella, en vista de su linaje y de la educación que había recibido en el convento.
Ambos tenían sólo una hija de veinte años y un niño de seis meses, hermoso muchacho de cuna. La moza, fuerte y bien desarrollada, tenía la nariz roma y los ojos grises como el vidrio, anchas las cadera y los pechos redondos y abultados; sus cabellos eran realmente muy hermosos.
En vista de su belleza, el cura de la ciudad formó el propósito de instituirla heredera, tanto de sus bienes como de su casa, mostrándose exigente para su matrimonio. Su deseo era colocarla en elevada clase, uniéndola a sangre digna y de buena alcurnia; porque los bienes de la santa Iglesia deben ser empleados en la sangre que de ella desciende. Por consiguiente, él quería honrar su santa sangre aunque hubiera de devorar a la santa Iglesia.
El molinero tenía, sin duda, buenos derechos de molienda con el trigo y la cebada de todas las tierras del contorno. Había, particular-mente, un gran colegio en Cambridge, que se llamaba Soler-Hall, cuya cebada y cuyo trigo se llevaban a moler allí. Cierto día sucedió que el ecónomo.se puso enfermo de repente con un mal que le dio, llegándose a creer que moriría de seguro, por lo cual el molinero robó harina y grano al mismo tiempo, y cien veces más que antes, pues si bien en un principio robaba con miramiento, ahora, en cambio, era ladrón desaforado, por cuyo motivo el director le reprendía y le amenazaba. Pero al molinero no le importaba un comino [2]  y decía y juraba descaradamente en alta voz que eso no era cierto.
En el colegio del que os acabo de hablar residían en aquella ocasión dos jóvenes estudiantes pobres. Eran decididos y amigos de divertirse, y sólo por buen humor y por jarana rogaron con insistencia al director les diese permiso, no más que por breve tiempo, para ir al molino y presenciar la molienda del grano; y con valor se atrevieron a poner su cuello a que el molinero no les robaría media cuartilla de grano, ni con astucia ni por la fuerza. El director, por fin, les concedió licencia. Juan se llamaba el uno y Alano el otro: ambos habían nacido en, una ciudad denominada Strother, allá en el Norte, no sé en qué lugar.
Alano preparó todos los arreos, y colocó en seguida el saco en un caballo, e inmediatamente partieron los dos estudiantes, llevando buena espada y adarga al flanco. Juan sabía el camino; así que no necesitaron guía, y al llegar al molino descargó el saco. Alano fue el primero que habló.
-«¡Salud, Simón! ¿Cómo. están tu hermosa hija y tu mujer?»
-«¡Bien venido, Alano, por mi vida! -dijo Simoncín, y Juan también. ¿Qué bueno os trae ahora por aquí? »
-«Por Dios, Simón dijo Juan-, no hay nada como la necesidad; preciso es que se sirva a sí mismo el que no tiene criado, o de otro modo es un loco, como dicen los doctos. Nuestro ecónomo me temo que muera: de tal modo le están doliendo siempre las muelas. Por esta razón venimos Alano y y yo, para moler nuestro grano y llevarlo a casa de nuevo. Te ruego nos despaches cuanto antes. »
-«Así se hará, a fe mía -respondió Simoncín.
¿Y qué vais a hacer vosotros mientras se termina?»
-«¡Por Dios -dijo Juan, yo me pondré muy cerca de la tolva, para ver cómo entra el grano; pues, por mi padre, aun no he visto el vaivén de aquélla.» Y Alano dijo:
-Si tú quieres hacer eso, Juan, entonces yo y ¡por la coronilla de mi cabeza¡, me colocaré debajo, y veré cómo cae en el dornajo la harina; esa será mi diversión. Porque créeme, Juan, estoy como tú estás, y soy tan mal molinero como tú.
El molinero sonrió al ver su simplicidad, y pensó: «Todo esto no es sino artificio; ellos imaginan que nadie puede engañarles; pero, con todo, si me sale bien, yo ofuscaré su vista, a pesar de todos los planes de su filosofía. Cuanto más peregrinas sean las  invenciones que ellos pongan por obra, tanto más robaré yo cuando cobre. En vez de harina les voy a dar salvado. «Los mejores escolares no son los hombres más sabios», como en otro tiempo dijo la yegua al lobo, «y a toda su arte no le doy el valor de una simiente de cizaña.»
Cuando le pareció tiempo oportuno, salió afuera muy callada y secretamente; miró por una y otra parte, hasta que dio con el caballo. de los estudiantes que estaba atado detrás del molino, bajo un emparrado, y hacia él se encaminó alegre Y decidido. Despojóle rápidamente de la brida, y apenas el caballo se vio libre echó a andar en dirección a la laguna, por donde corren las yeguas salvajes, y se alejó relinchando a través de los descampados y de la espesura.
El molinero volvió y no dijo una sola palabra, sino que concluyó su tarea y se puso a bromear Con los estudiantes, hasta que su grano estuvo bien y perfectamente molido. Y luego que hubo metido la harina en el saco y atado éste, salió Juan; mas al ver que su caballo se había escapado, empezó a gritar:
-«¡Auxilio! ¡Ay de mí! ¡Nuestro caballo,se ha perdido! ¡Alano, por los huesos de Dios, anda, hombre, adelántate en seguida¡ ¡Ay, nuestro director ha perdido su corcel»
Alano olvidó por completo el grano y la harina su economía se le fue de la imaginación.
-«Pero ¿qué camino ha tomado?» -gritó.
La mujer llegó jadeando en una carrera, y exclamó:
-«¡Eh, vuestro caballo se ha ido al pantano con las yeguas salvajes, tan deprisa como ha podido! ¡Maldita la mano que le ató de esa manera y que pudo haber anudado mejor la rienda¡
-«¡Ay de mi! -dijo Juan-. ¡Alano, por la pasión de Cristo, quítate la espada, que yo me desprenderé también de la mía¡ Bien sabe Dios que soy tan ligero como un corzo. ¡Por el corazón de Dios, no se nos escapará¡ ¿Por qué no llevaste la jaca al granero? ¡Qué mala suerte, por Dios! ¡Alano, eres un idiota!»
Los inocentes estudiantes Alano y Juan echaron a correr muy deprisa hacia la laguna. Y cuando el molinero vio que habían desaparecido, cogió media fanega de su harina y mandó a su mujer que amasara con ella una torta, añadiendo: «Me parece que los estudiantes estaban recelosos; sin embargo, un  molinero puede hacer la barba a un estudiante, a pesar de toda su malicia. Déjales ahora que sigan su camino. Mira por donde van ellos. Sí, que se diviertan los niños. No lo recuperan tan fácilmente, ¡por mi coronilla!»
Los pobres estudiantes corrían en todas direcciones, gritando: «¡Cuidado, cuidado¡ ¡Quieto, quietos ¡Por aquí abajo! ¡Atención por detrás! ¡Ve y silba tú, que yo lo aguardaré aquí!-En resumen: aunque ellos hicieron grandes esfuerzos, no pudieron recobrar su jaca hasta muy entrada la noche. Corría velozmente sin cesar; pero en una zanja la cogieron por fin.
Cansado y chorreando, como . animal bajo la lluvia, volvía el pobre Juan, y con él Alano.
-«¡Ay! -exclamaba aquél-: ¡desdichado el día en que nací! Ahora seremos blanco de desprecio y de la chacota. Nos han robado el grano; nos tendrán por tontos el director y todos nuestros compañeros y especialmente el molinero, ¡ah!.
Así se lamentaba Juan, mientras iba camino al molino, llevando con su mano a Bayardo. Encontró al molinero sentado junto al fuego, y como era de noche y no podían seguir adelante, le pidieron por amor de Dios, alojamiento y cama a cambio de su dinero.
El molinero les dijo:
-Si alguno hay, cualquiera que sea Mi casa es pequeña; pero vosotros habéis aprendido ciencias y con vuestros argumentos podéis convertir un espacio de veinte pies de ancho en un lugar de mil. Veamos ahora si aquel espacio les puede bastar o habrá que hacerlo capaz con discursos, según vuestra costumbre.»
-«¡Bien, Simón! -dijo Juan-.. ¡Por San Cubertino3[3] , siempre estás de buen humor! He ahí una hermosa respuesta. Yo he oído decir que se debe elegir una de estas dos cosas: o tomar lo que se encuentra!: o lo que se trae. Pero sobre todo te ruego, querido huésped, que nos pongas algo de comer y dé beber. y nos des conversación; pues de veras que te pagaremos bien. Con las manos vacías no se puede atraer al halcón: he aquí nuestra plata, dispuesta a que se le dé salida.»
El molinero envió a su hija a la ciudad  por pan y cerveza, les asó un ganso, amarró su caballo de modo que no pudiera soltarse, y en su misma habitación les aderezó una cama, con sábanas y mantas bien dispuestas.
puestas, a diez o doce pasos de su propio lecho. Precisamente en el mismo cuarto estaba la cama de su. hija. para ella sola, al lado de la anterior; no podía ser de otro modo, por razón de que allí no había estancia más espaciosa. Cenaron y charlaron para distraerse, sin dejar de beber cerveza fuerte a más y mejor, y hacia la medianoche se retiraron a descansar.
Bien barnizó el molinero su cara: de tan bebido estaba pálido, y no encarnado. Hipaba y hablaba por la nariz, como si tuviera ronquera o resfriado de cabeza. Metióse en el lecho, y con él su mujer, la cual estaba tan juguetona y vivaracha como una urraca: de tal manera había humedecido su alegre gargüero. La cuna fue colocada a los pies de su lecho para mecer y dar de mamar al niño. Y una vez apurado todo el contenido del jarro, se fue en seguida a la cama la muchacha, y al lecho fuéronse también Alano y Juan. Y no hubo más; ellos no necesitaban soporífero.
Tanta cerveza había trincado el molinero, que durante su sueño roncaba como un caballo, y no se preocupaba de su cola de detrás4[4]. Su mujer llevaba el acompañamiento con gran brío, y su ronquido se podía oir a dos estadios. La muchacha roncaba también par compagnie.
Alano el estudiante, que escuchaba esta melodía, tocó con el codo ligeramente a Juan, y le dijo:
-«¿Duermes? ¿Has oído tú jamás, antes de ahora, .canto semejante? ¡Vaya, y qué completas entonan entre todos! ¡Caiga sobre sus cuerpos una erisipela! ¿Quién escuchó nunca cosa tan extraña? ¡Sí, tengan ellos el peor fin! En toda la larga noche no podré descansar. Sin embargo, no importa: no hay mal que por bien no venga. Porque, Juan -añadió- te juro por mi prosperidad que, como yo Pueda, me he de acostar con la chica. Alguna ventaja nos ha dado la ley; pues hay una, Juan, que dice que si algún hombre es perjudicado en cualquier cosa, será compensado en otra. En suma: no cabe dudar que nos han robado nuestro grano, y nos han hecho un mal servicio durante todo el día; y como quiera que yo no he de obtener ninguna indemnización, quiero. sacar algún provecho a cambio de mi pérdida. ¡Por el alma de Dios, no ha de ser de otra manera!».
Juan respondió:
-«Alano, ten cuidado; que el molinero es hombre peligroso, y si despierta de su sueño, puede hacer con nosotros alguna villanía.»
Alano replicó:
-«No me importa una mosca.»
Y levantándose, se deslizó insensiblemente al lado de la muchacha, que estaba echada de espaldas dormía profundamente, hasta que él se colocó tan cerca, antes que ella pudiese advertirlo, qué habría sido tarde para gritar. Y dicho sea en pocas palabras ellos se pusieron de acuerdo. ¡Diviértete, ahora, Alano, que voy a hablar de Juan!
El cual permaneció quieto durante breves momentos, quejándose y lamentándose. «¡Ay! -decía-Esto es una mala chanza; ahora sí que puedo asegurar que no soy más que un necio. Todavía "mi compañero dispone de algo que alivie su mal, pues tiene entre sus brazos a la hija del molinero. El se ha arriesgado y ha satisfecho su deseo, pero yo estoy en la cama como un saco de basura. Y cuando esta burla se refiera más adelante, me tendrán por tonto, por un pazguato. ¡Por vida mía, voy a levantarme y a arriesgarme! «Quien no se aventura no pasa la mar»5[5], como suele decirse.»
Y se levantó, y dirigiéndose calladamente hacia la cuna, la cogió con sus manos y la trasladó sin armar ruido a los pies de su cama. Poco después la mujer dejó de roncar, despertóse y se levantó a orinar; mas al volver de nuevo, no acertaba a dar con la cuna: anduvo a tientas de acá para allí, pero sin encontrarla. «¡Vaya! –dijo- casi me había perdido; por poco me voy a la cama de los estudiantes. ¡Ah, benedicte!: buena la hubiera hecho entonces. Y siguió adelante hasta que encontró la cuna. Y sin dejar de palpar ante sí con sus manos, dio con la cama, y no pudo sospechar mal, porque la cuna estaba junto a ella. Por. otra parte, hallábase a oscuras, y no sabía por dónde andaba; así que, sin recelo y con la mayor tranquilidad, se metió en la del estudiante y permaneció muy quieta, pretendiendo coger el sueño. Sin pérdida de tiempo,.Juan el estudiante se incorporó y cayó sobre la buena mujer. Tan agradable ocasión no se le había presentado a ella hacía muchos años, y él se portó con la audacia y brutalidad de un loco. Y en esa diversión perduraron los dos estudiantes, hasta que el gallo cantó tres veces.
Alano sintióse cansado al apuntar la aurora por sus afanes de aquella larga noche, y así se expresó:
-«¡Adiós, Magdalenita, dulce criatura! Ha llegado el día, y no puedo permanecer: aquí más tiempo; pero por siempre jamás, adondequiera que yo vaya, a pie o a caballo, seré tu solo estudiante: ¡así tenga yo la gloria!»
-«Vete, pues, querido amigo -dijo ella- ¡Adiós! Pero antes que te vayas, deseo comunicarte una cosa: cuando te marches a casa y pases junto al molino encontrarás en la parte de atrás, junto a la puerta de entrada, una torta de media fanega, que está amasada con tu propia harina, la cual ayudé a robar a mi padre, ¡Buen Amigo, Dios te salve y te proteja!»
Y al decir estas palabras, faltó poco para que  ella se echase a llorar.
Alano se levantó pensando: «Antes que sea de día quiero ir a acostarme con mi compañero.» Y su mano tropezó  de pronto  con la cuna.
-«¡Por Dios! -se dijo-, voy completamente extraviado; tengo la cabeza desvanecida por las fatigas de esta noche, y he aquí la causa de que no camine derecho. La cuna bien me indica que voy perdido; aquí están el molinero y su mujer.»
Y siguió avanzando -¡por vida de veinte diablos!-hacia el lecho donde el molinero yacía. El creyó deslizarse junto a su compañero Juan; pero se acomodó de seguida al lado del molinero, y cogiéndole por el cuello, le dijo en voz baja:
-«Tú, Juan: despierta, mentecato, por el alma de Cristo, y escucha una buena diversión; pues, por el señor que se llama Santiago, que en esta breve noche he gozado tres veces de la hija del molinero, que se hallaba echada de espaldas, mientras tú has estado temeroso como un cobarde.»
-«¿De veras, falso bribón, has hecho eso? -chilló el molinero-. ¡Ah, pérfido traidor, falso estudiante -exclamó-: ¡tú morirás, por la Divina Majestad! ¿Quién ha sido el audaz que se ha atrevido a deshonrar a mi hija, que procede de tal linaje?
Y cogió a Alano por la nuez de su garganta, y éste, a su vez, le agarró colérico y le asestó un puñetazo en la nariz. Corrió un río de sangre por su pecho, y ambos, con boca y narices magulladas, rodaron por el suelo como dos cerdos dentro de un saco. Se levantaron para volver a revolcarse en seguida, hasta que el molinero resbaló en una piedra y cayó de espaldas sobre su mujer, que nada sabía de esta loca pelea, pues se había quedado dormida hacía un momento con Juan el estudiante, que veló toda la noche. mas con la caída despertó sobresaltada, y
-«¡Socorro, Santa Cruz de Bromholm!6[6] -gritó-. ¡In manus tuas! ¡Señor, yo te invoco¡ ¡Despierta, Simón! El demonio ha caído sobre nosotros; mi corazón está destrozado. ¡Auxilio! ¡Yo me muero¡ Alguien hay aquí sobre mi vientre y sobre mi cabeza. ¡Socorro, Simoncín, que los pérfidos estudiantes se pelean!»
Juan saltó del lecho tan rápidamente como pudo, y púsose a palpar las paredes en todas direcciones para buscar algún palo; ella brincó también, y como conocía los rincones mejor que Juan, encontró al instante un palo junto a la pared. Vio el ligero resplandor de una luz, pues a través de una abertura entraba la claridad de la luna, merced a la cual vislumbró a los dos, aunque sin poder distinguirlos separadamente. Notó, sin embargo, que sus ojos veían cierta cosa blanca, y cuando ella trató de inquirir qué sería, vínole a las mientes que el estudiante tenía puesto un gorro de dormir. Y armada con el se fue acercando, acercando, y cuando creyó tener bien a su alcance a Alano, descargó tales en el pelado cráneo del molinero, que cayó éste gritando: «¡Socorro! ¡muerto soy!»
Los estudiantes le zurraron a su sabor, dejándole en tierra; se vistieron, tomaron su caballo sin tardanza, juntamente con la harina, y emprendieron su camino, sin olvidarse de coger en el molino la torta de media fanega de harina, que estaba muy bien cocida. Así fue apaleado el orgulloso molinero y perdió la molienda del trigo, y pagó toda la cena de Alano y Juan, quienes le vapulearon de lo lindo; su mujer fue deshonrada, y su hija ni más ni menos. ¡Ved que aconteció a un molinero por falso¡ Porque es muy verdadero el proverbio que dice: «haces. mal: espera otro tal», y «el que va por lana, vuelve trasquilado.
¡Y Dios, que se sienta con majestad en lo alto, guarde a toda esta compañía, así a grandes como a pequeños!
De este modo he pagado al molinero con mi cuento.

Aquí termina el cuento del Mayordomo

1.008. Chaucer (Geoffrey),




[1] El texto: Simkin, diminutivo de simón
[2] El texto: Tare , especie de cizaña
[3] Santo del norte de Inglaterra, de donde eran los estudiantes
[4] Por las ventosidades que dejaba escapar.
[5] Con este refrán castellano hemos traducido el adagio inglés Unhardy is unsely  (el cobarde, el tímido es desventurado).
[6] En Norfolk, donde se guardaba un trozo del lignum crucis.

Aves rapaces y palomas

En los tiempos del buen Abstemius, autor que escribió fábu­las en latín con la brevedad de quien se toma un vaso de agua, acaeció un cataclismo aéreo.
Nadie vaya a pensar en algún feroz combate de dirigibles, hidroplanos u otra clase de aviones de caza o de bombardeo... porque esas delicias nos estaban reservadas a nosotros los hijos del estupendo siglo XX. Sin embargo, el cataclismo fué tal, créase o no, que llovió sangre, real y verdaderamente.
-“¡Cáspita! con las exigencias de estos cuenteros ¡cáspi­ta!" dirá aquí el lector escéptico. "¡Pase que hablen los asnos; al fin el mundo está lleno de borricos... pero que se nos quiera hacer creer que llovió sangre, real y verdaderamente, eso ya es abusar ¡caramba! de la buena educación de los lectores. Est mo­dus in rebus... no hay que pasarse al patio ni a la otra alforja. Lo que es yo, así creeré en esa lluvia, aunque me la prediquen frailes descalzos, como volverme lapón o engastar el puño en las nubes..."
Vamos paso a paso, Lince, ya que, como bien decía el Triste Figura ante el retablo de maese Pedro (que era Ginesillo de Paropillo tan disfrazado que no le reconociera su propia madre) "para sacar en limpio una verdad son menester muchas pruebas y repruebas".
Es el caso que se había muerto o habían muerto un perro, por cuya causa hubo una pendencia descomunal en los alrededo­res de Macerata; mas como, según reza el refrán, "muerto el can, acabóse la rabia", sucedió que, después de concluida la gresca y zalagarda viendo que no podían devolverle la vida al perro muerto, hicieron las paces todos los vecinos, retirándose cada mochuelo a su olivo.
Como un can difunto no es, al cabo, ninguna onza de oro que a todos guste, quedó abandonado a la "santimperie" y pron­to se convirtió en carroña.
Los caranchos milanos y gavilanes, olfatearon el ban­quete preparado y por bandadas se llegaron al lugar: era mu­cha gente para tan poca carne, e iba a suceder lo inevitable. ¿Fué un carancho el que insultó a un gavilán?... Posiblemente un milano desafió a un azor... No sería tampoco imposible que un neblí le atracase un sopapo, digo, un zarpazo, a algún chi­mango. Quien ansíe salir de dudas, dése una vuelta por Mace­rata y hojee algunas centenas de volúmenes in-folio, como han hecho otros, y se quedará... tan a obscuras como antes.
El hecho es -fatto sta- que se armó de súbito en los aires una sarracina tal de picotazos, aruños y topetones entre los Dl - tegrantes de aquella densa masa de rapaces aladas que, real y verdaderamente, comenzó a llover sangre.
¡Qué Troya, ni qué Ninive, ni qué Babilonia, ni qué Mem­fis, ni qué Persépolis! -Aquiles, Ayax, Agamenón, Diómedes, Filoctetes y Ulises, héroes griegos; Priano, Héctor, Páris, Eneas y los otros valientes troyanos, fueron unos niños comparados con aquellas fieras de pico y garras. Otra Iliada y otra Eneida fuera menester dar a la estampa para cantar y contar esa des­conocida epopeya.
¿Las expediciones de Cambises, de Ciro, de Sesostris, de Alejandro, de Daría y otros grandes capitanes?... Puros pa­seos, si se las coteja con la llegada del ejército del aire y la escarapulla, batifondo y cataclismo que se armó por un perro muerto, en menos tiempo que canta un burro.
A la manera que en el Invierno pasan, llevadas por sus alas, las nubes de estorninos y tordos, y se arremolinan para vencer los vientos contrarios, imitando las grullas que navegan los nublados y hacen oír su grito interminable, pudo verse en­tonces, junto can la lluvia de sangre, cómo bajaban de los cielos azules por millares a la triste región de las sombras, azores y caranchas, gavilanes y halcones, chimangos, neblies y milanos.
Así contemplaría antaño el ardiente visionario de Floren­cia las legiones de espíritus arrebatados por el tifón infernal que ruge como mar combatido por contrarios vendavales:

"Io venni in loco d'ogni luce muto,
Che mugglia, come la mar per tempesta,
Se da contrari venti é combatutto.

La bufera infernal, che mai non resta
Mena gli spirti con la sua rapina,
Voltando e roercotendo li molesta.

Quando giungon davanti alla ruina
Quivi le strida, il compianto e il lamento,
Bestemmian quivi la virtú divina.

Así contemplaría la lluvia de llamas sobre el arenal poblado de precitos:

"Sovra tutto il sabbion d'un cader lento
Pioven di fuoco dilatate falde,
Come di neve in alpe senza vento.

La batalla de las aves rapaces adquirió de súbito una nue­va y formidable fiereza con la llegada de águilas, cóndores y buitres. Prometeo, en el Cáucaso encadenado, pudo creer que el buitre que le desgarra noche y día, iba por fin a desapare­cer... Cuerpos destrozados de jefes y de grandes y de héroes, venían miserablemente al suelo.

*
* *

Llegó a oídos de una nación compasiva la feroz contienda 3, movida de su natural tierno, resolvióse a intervenir como mediadora, esperando poner de acuerdo los dos encarnizados ejércitos voladores. Un congreso pan-colombino se realizó presta­mente, del que participaron las palomas caseras y las mensaje­ras, las palomas de monte y las torcazas en sus setenta y dos especies distintas, y las tortolitas en su no menor variedad de formas y colores.
Nombrados los embajadores y plenipotenciarios, vióse, la mañana que siguió a la sangrienta tarde de la hecatombe aérea, salir en raudo vuelo la polícroma falange de tornasolado cuello, brillando en el esplendor matinal con fulgores de arco-iris.
Llega a la región celeste donde ya evolucionaban las hues­tes irreconciliables para arrojarse nuevamente una contra la otra, se interponen mostrando el gajo de verde oliva, y logran un armisticio, convertido muy pronto en tratado de paz eterna.
¡Nunca lo hubieran logrado las ingenuas habitantes de los bosques, palomares y caseríos! Ello fué el principio de la propia ruina, porque, a partir de aquel día infausto, todas las rapaces diurnas y nocturnas, tuvieron a punto de honor devorar carne de pichón, sin respetar adviento, cuaresma, vigilias ni témpo­ras.
En hora menguada para ellas, y en día aciago, y en mala hora, sé les ocurrió a las palomas poner en paz a nación tan salvaje que iba a pagarles el servicio prestado persiguiéndolas en sierras y campos, en poblados y desiertos.

"Las fieras y los delincuentes no saben, ordinariamente, pagar con otra moneda. Conviene abandonarlos casi siempre a su suerte justiciera para no ser cómplices del mayor mal que perpetrarán, sirviéndose de la ayuda y de los beneficios recibidas".

1.087.1 Daimiles (Ham) - 017