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lunes, 15 de septiembre de 2014

Rafael calvo y el teatro español - Cap. IV

Debo las noticias a que los párrafos inmediatos se dedican, a la amabilidad de un señor hermano del ilustre actor, a Calvo el poeta, el, que se,atrevió algún día a darnos imitaciones del teatro español antiguo; algunas de las cuales; como Amar a ciegas, que recuerdo, valían mucho más que ciertos dramas neorománticos de los más aplaudidos en esta década pasada: imitaciones de imitaciones, y rapsodias en buen hora olvidadas, apenas nacidas.
Algo de lo que sigue será nuevo para el lector, pues quien me facilitó tales datos fue tal vez el que en mejores condiciones estuvo para recogerlos fieles, exactos y minuciosos. La hermosa y sentidísima necrología de Echegaray no contiene, ni siquiera abreviada, como ésta, una biografía de Rafael, pues no hubiera sido oportuna en la ocasión para que se hizo tan memorable trabajo literario; pero en ciertos artículos del Sr. Cañete y de otros escritores pueden completarse los datos que aquí falten para dar a conocer con alguna amplitud la historia del compañero de Vico.
Rafael Calvo nació en Sevilla -cerca de su sepultura- y como gloria que habría de ser para los suyos, vino al mundo, cual regalo de días, a celebrar los de su padre D. José, pues vio la luz en 19 de Marzo de 1842.
Su madre, doña Lorenza Revilla, seguía al notable actor D. José Calvo, su digno esposo, en ese viaje incesante a que viven condenados, empleados y cómicos, a los cuales los van naciendo los hijos por el mundo adelante; hijos sin patria verdadera, porque la prisa de las marchas, los traslados y la brevedad de las temporadas cómicas no dan tiempo a la infancia a conservar recuerdos de los lugares en que amaneció su conciencia. Así, Calvo era un sevillano... de toda España, y esta incertidumbre de la patria llegó a su biografía, pues no ha mucho discutían los periódicos si el lugar de su nacimiento era Sevilla o era Cádiz. Mas para corazones como el de Rafael, esta falta de un rincón-patria, querido sobre todos los lugares de la tierra, no es una gran tristeza, porque ellos se crean una patria ideal, y la de nuestro entusiasta del arte era toda España; y no sólo en su terruño sino en su verbo, en la tradición de su poesía aquende y allende los mares. Sí, bien se puede decir que la patria del alma de Calvo era el genio estético español, inspirado por su genio aventurero.
Después de haber leído las notas íntimas que D. Luis Calvo ha tenido la bondad de comunicarme, me explico mejor muchos de los arranques más espontáneos y naturales de su hermano en la escena. La arrogancia española, tan lírica y retórica como positiva y eficaz, llegado el caso; el espíritu de lo heroico caballeresco, el valor que llega al heroísmo, no por la posesión de una Elena ni de una armadura, sino por el claire de lune del amor romántico o del Punto de honor, ya político, ya familiar, ya individual, o por las vaguedades fantásticas de una intuición de alma aventurera; todo esto, que tan bien supo expresarlo el digno intérprete de Lope y de Calderón, de Tirso y de Rojas, estaba ya en germen en el rapaz que el año 42 le nació en Sevilla al actor D. José Calvo, según le pintan los recuerdos de la niñez en la fantasía y en la memoria de sus hermanos. Desde muy temprano empezó Rafael a señalarse por su energía de cuerpo y de espíritu, la vehemencia del carácter y la exuberancia de la actividad muscular y de la fantasía; su niñez, y en parte su adolescencia, recuerdan aquel hermoso fragmento del ilustre Téllez, en que aparece Francisco Pizarro, cachorro de aventurero todavía, disputando en su aldea con mozos mayores que él, y arrancando a viva fuerza de las manos de Hernando la mitad de una bola de encina, rota así con sus dedos. Sí; Rafael, que años adelante había de recorrer la América, que conquistaron nuestros colosales españoles de las grandes aventuras, recogiendo, sin lucha, laureles de victorias artísticas, pudo haber sido, de nacer en otros días, un Pizarro, un Cortés o un digno compañero de éstos y otros así, por lo menos; pues no parece sino que en su infancia comió de aquella médula y de aquellas raíces con que la poesía cree que se alimentaba Aquiles niño. En esos juegos de los primeros años, que casi siempre tienen aspecto de batalla, era Rafael siempre vencedor, y en luchas ya más intencionadas y peligrosas él siguió siempre triunfando, pero sabiendo sacar partido de la victoria, no como Aníbal, puesto que hacía de ella el mejor uso, aprovechándola en ser generoso con los débiles, amparar a los menesterosos de su brazo fuerte, y deshacer entuertos.
No se crea, porque lo diga en este tono altisonante, que aquí parece broma y como contraste, a guisa de estilo heroico en Batracomomaquia o Mosquea, que las aventuras épicas de nuestro cómico fueron siempre cosa de niños y guerra de teatro; pues su valor llegaba a la temeridad, su abnegación al sacrificio, y por defender a los suyos, o el propio decoro, y hasta la primera vanidad de mozalbete, más de una vez se vio acosado por peligros ciertos; y su cuerpo vigoroso llegó a ser mapa de cicatrices y de otras señales que contaban a lo gráfico la historia de los dares y tomares a que todo valiente generoso vive sujeto. Sí, ese Rafael que tantas veces hemos visto en las tablas del Español y del Circo acorralado por malsines, batiéndose solo contra muchos, pinchando aquí y allí, a éste quiero a éste no quiero, matando al Comendador y a don Luis y, en más nobles empresas, dando de cabezadas al Rico Home de Alcalá, y después humillándole en lid soltera, de incógnito, en la sombra; ese Rafael que sacaba la espada como si fuera el plectro y la espada contraria una lira, y al son de los aceros cantaba el ideal del amor, del honor y de la patria en el octosílabo inmortal de nuestros grandes dramaturgos, sin perjuicio de aprovechar un descuido del contendiente, y con un despliegue o una recta acabar el epodo de su canto tiñendo en sangre la tizona, sugestiva de tanto lirismo; ese Rafael puede decirse que tuvo una adolescencia de capa y espada, por lo que toca a los cintarazos.
En cuanto al estudio, le sucedió desde muy temprano lo que suelo acontecer con todo hombre que ha de valer algo por sí mismo, que ha de cultivar con espontáneo arranque cualquier región de la vida intelectual, y que se ve sometido a los ordinarios métodos de pedagogía vulgar, abstracciones antinaturales que sólo sirven para moldear en angulosa estructura de sólidos regulares, en prismas y cubos, las libres y graciosas formas de las almas que florecen. Calvo pareció un muchacho desaplicado porque prefirió, a seguir la senda trillada de la rutina abstracta, que prescinde de las aptitudes individuales, el propio impulso de sus aficiones. Hacía novillos... y se iba a las bibliotecas a devorar libros de su predilección. No cabe pregonar las excelencias de esta protesta sistemáticamente, pero sí advertir que lo que sería censurable hecho en contra de una educación y enseñanza propiamente racionales, tratándose de esquivar los ángulos de la simetría seudo-pedagógica, era una saludable y natural y necesaria evasiva del espíritu poderoso de aquel joven, que buscaba su natural ambiente y una expansión indispensable, obedeciendo a las mismas leyes a que obedece el agua que viene de lo alto, esclava de numerosos tubos, y que, en cuanto le dan escape, salta a las nubes.
A ser cierto lo que me dicen (y debe de serlo), Rafael conocía a los nueve años la mayor parte de las curiosidades que encierra la biblioteca del Escorial, y que el bibliotecario, bondadoso anciano, le enseñaba, maravillado de la atención y asiduidad con que el niño se presentaba un día y otro a recoger tal género de noticias. A pesar de su poca afición a los estudios impuestos, sin aplicarse tanto como otros a la disciplina oficial, era de los primeros en las clases, gracias a la facilidad con que comprendía y a la imaginación, con que sabía deslumbrar a sus profesores, de todos siempre muy querido. No hay contradicción entre esto y lo dicho antes; yo sé de otros casos análogos; se puede desdeñar un orden de estudios o un modo de abordarlos, y, sin embargo, a pesar de este desdén y falta de trabajo intenso, sobresalir, gracias a las sobras de talento que en ellos se emplea, por motivos extraños al estudio mismo. Hay en esto un peligro que los buenos pedagogos deben tener muy en cuenta, y también los padres de familia, que debieran ser todos, por lo menos, dilettantes de la pedagogía: es fácil que se tome por verdadera vocación lo que no es más que prueba de una aptitud general; el que es uno de los mejores en una clase de actividad, sería tal vez el mejor con mucho, el único, en otra que fuera su verdadera vocación. Rafael Calvo estuvo, por culpa de su talento, muy expuesto a ser un distinguido jurisconsulto y después un distinguido poeta dramático.
Natural era que su padre D. José no quisiera para el hijo, por algunos conceptos predilecto, predilecto de todos, las amarguras de su propia, carrera.
En este mundo nadie cree del todo que haya espinas más agudas que las que nos han pinchado; en cada oficio ve el que lo padece el dolor de los dolores; todos los humanos, aun los optimistas en sus ratos de sinceridad, que ellos suelen llamar de flaqueza, preguntan: a los que pasan por el camino si conocen dolor como su dolor. El abogado no quiere que su hijo defienda pleitos; el cómico no quiere que el suyo represente comedias. Calvo iba a ser abogado, y a los doce años, en compañía de su hermano Ricardo, cursaba las asignaturas propias de su edad en la Universidad de Barcelona (supongo que sería todavía en el Instituto). Sin perjuicio de mantener en su alma cierto fervor entusiástico por la carrera del que defiende al que tiene hambre y sed de justicia, pues en tal profesión veía el joven apasionado y generoso, no la triste y prosaica realidad, sino el elemento dramático y poético de la lucha en estrados, de los grandes problemas prácticos de la contienda judicial, y los laureles de la victoria, con más la grandeza de sus resultados; Rafael se dio por entonces a la lectura de esos portentosos libros de viajes que nos inspiran tan pronto la nostalgia del mundo no visto, probándonos tal vez que tenemos algo de nosotros en todas partes, y que el fondo de nuestras melancolías más íntimas consiste en que toda la vida es un destierro de las regiones del universo que no se ha conocido, de la actividad infinita que no se ha vivido. Los anhelos vertiginosos de lo desconocido y las fantásticas transposiciones geográficas con que la loca de la casa se consuela de no tener alas, ocuparon por esta época el ánimo y las horas de solaz de Calvo, el cual, con su hermano Ricardo, según nos cuenta Luis, muchos días, en vez de ir a clase, se iba a descubrir tierras. En estos viajes figurados, en que el cerro más próximo era el Chimborazo y la charca cercana un lago del África Central, cumplía Rafael, como en símbolo, con su doble vocación de gran aventurero, artista romántico de la realidad, por decirlo así, y de cómico, romántico también.
Escribe Luis Calvo: «... Divisaban allá lejos un monte de acceso difícil; pues aquélla era la tierra que había de descubrir mi pobre Rafael. La cuestión era llegar a la cima por el sitio más peligroso. Si había un precipicio, por el lado del precipicio. Nada de senderos accesibles: rocas, malezas, despeñaderos; esto era su encanto.» A las almas muertas, a los mil y mil desheredados de la fantasía, les parecerá inverosímil o cosa de loco esta transfiguración de la naturaleza por la imaginación y las ansias de un espíritu y un cuerpo jóvenes y vigorosos; pero en los sueños, de la niñez y de la adolescencia de quien suspiró por un país querido y lejano, y en las fantasías de la soledad de quien habita en el campo en los días supremos de hacerse el alma varonil, puede haber, y yo respondo de que hay, muchos momentos análogos a los que Calvo el poeta nos describe en los recuerdos de la vida interesante de su hermano. De estas transformaciones de la naturaleza cercana en un microcosmo, abreviatura del mundo por obra y gracia de una exaltada fantasía, hay un ejemplo, estudiado con gran penetración y exactitud de análisis psicológico, en una novela alemana llamada José de las Nieves.
A pesar de estas voces que la verdadera vocación le daba al futuro artista de las tablas, que sin pensarlo convertía el mundo en un escenario en que él era, ya Cicerón, ya Vasco de Gama, Rafael no acababa de guiar sus pasos por el camino de sus instintos: mejores; y como otras muchas veces ha sucedido, fue la necesidad, de cara negra, quien le empujó al teatro. Hasta los quince años todo le había sonreído; era el ídolo de la familia, sus menores caprichos tenían fuerza de ley, el hada del cariño le trocaba en realidades los deseos. Mas los niños mimados no saben que esa providencia benévola en que se apoyan descuidados, no es más que el cariño de los padres, y que los padres no son dioses, sino tristes humanos que pueden tener poco dinero, que es con lo que se compra el cumplimiento de los caprichos. La providencia cariñosa de Rafael vivía de su trabajo, el teatro. Don José, para ganar más, quiso ser empresario, lo fue, y un negocio de éstos le salió mal, perdió en él su modesta fortuna... Se encontró entre la espada, sus compromisos, y la pared, su honra, y se metió por la espada adelante; quedó pobre, con numerosa prole, merecedora de las tierras que repartía un patriarca, y él ya era viejo, y no podía tener la esperanza de volver a carenar la suerte en puerto seguro, para repetir el viaje.
Rafael se vio con ocho hermanos, casi todos niños. Había que trabajar; en sus viajes de fantasía había llegado, como Ulises, al Erebo, al de la pobreza, con todas sus nieblas grises de escasez, ahogos, prosaicas tristezas. Para el alma de un artista la pobreza es doble.
Calvo, que venía siendo un comediante de la realidad desde niño, tenía horror al teatro; le miraba como un oficio, no veía en él lo que vio después, la poesía, sino la prosaica máquina de hacer pan. ¡Adiós laureles del Foro! ¡La prudencia aconsejaba elegir perentoriamente la profesión de la casa; la escena iba a ser el taller! Rafael se sometió con heroico esfuerzo a esta capitis diminutio de su ambición. En aquel tiempo, me advierte su hermano Luis, los cómicos no eran bien mirados. Tiene razón; para muchas gentes, aun hoy, les acompaña una especie de levis nota que contribuye no poco a que no puedan ser grandes los progresos del realismo en la escena, especialmente en la comedia urbana.
Amigos y parientes opinaban que Rafael tenía disposición para las tablas. Él también lo creía así, pero, sin amor a sus aptitudes, con repugnancia al oficio. Se lo decía muchas veces a su hermano: «Luis, cuando recuerdo mi educación y la desgracia de nuestro padre, en el momento en que el mundo me convidaba con sus placeres, me asombro de cómo yo, acostumbrado a disfrutar de todo y con aquel carácter exigente, me sometí resignado y no me rebelé contra la suerte, cayendo en el mal.»
En fin, se hizo cómico. Entró, puede decirse, en el templo de su gloria a empujones de la necesidad, cual, entre muchos otros, el gran Shakespeare se acercó al teatro, como un mendigo de otros días a las puertas de un convento.
La primera contrata de Rafael fue para el teatro de Novedades, y bajo la dirección de D. Pedro Delgado.
Hijo de actor, se hacía actor porque la necesidad le obligaba; renunciaba al teatro del mundo... que él había soñado, para entrar en la realidad del teatro, sobre la cual no se forjaba ilusiones. Mas ¡oh desencanto! ¡oh desencanto para los amigos y compañeros que no conocían al verdadero actor privado que había en Rafael! El hijo de D. José, el que iba a ser abogado y dejaba la toga por las máscaras alegres... y tristes... ¡no servía para la escena! El público le cohibía; había en su habilidad de artista movimientos de erizo o de caracol; se encerraba en sí mismo; se ocultaba a los ojos de los profanos con los recelos del arte, que a tantos impide brillar ante un concurso. Esa extraña, misteriosa y simpática enfermedad del pudor del mérito, que tan tierna y exactamente nos describe Goëthe en Las afinidades electivas, en aquella niña que ante sus examinadores se turba, siente fría una mejilla y enmudece y desfallece, incapaz de mostrar lo que vale y lo que sabe; esa enfermedad de los nervios del alma, también la padecía entonces Calvo, y en público era cómico frío, soso, insignificante, el que mostraba fuego, inspiración, originalidad y fuerza trabajando entre los suyos. En fin, no servía. Pero había que seguir. El descubridor de Indias en los alrededores de Barcelona, parecía destinado a ser un racionista más, racionista perpetuo, con treinta reales diarios a lo sumo. De Novedades pasó al teatro Español, donde permaneció un año sin adelantar un paso en su carrera. Sin embargo, dice su hermano Luis, mientras las primeras partes de la Compañía le consideraban tal vez como un censo impuesto a la Empresa por nuestro padre, los compañeros de Rafael, los racionistas, los que estaban en trato más íntimo con él y le oían recitar entre ellos, le miraban como una esperanza. Sólo le faltaba para llegar a serlo mostrar en público sus facultades, conocidas de muy pocos. Necesitaba un estímulo, algo que fuera acicate del orgullo.
La coz del asno muchas veces no sólo indigna, sino que despierta energías de protesta y de reacción, que de otro modo seguirían en perezoso marasmo de indiferencia. Debo advertir que esto de la coz del asno es aquí metáfora, pues no fue un asno, como en la fábula, sino un empresario, el de la Compañía, quien despertó al actor que había en Rafael Calvo. El buen señor, cansado ya de pagar a una nulidad, por lo visto, declaró su pensamiento al padre de nuestro cómico. D. José disponía para su beneficio cierta obra titulada La alquería de Bretaña, y quiso que el jurisconsulto frustrado representase el papel de galán joven, que era de relativa importancia. Rafael rehusó aquel honor, que creía muy por encima de sus merecimientos y facultades... ostensibles. Como al día siguiente, en el ensayo, se lamentase D. José de lo ocurrido, sin sospechar que su hijo se paseaba por allí cerca, detrás de los bastidores, desde donde oía cuanto en la escena se hablaba, el empresario le consoló, exclamando:
-«Desengáñese usted, D. José; es inútil esforzarse. De su hijo D. Rafael no se puede hacer un buen actor. No sirve. Dedíquelo usted a escribir comedias; para eso vale, pero jamás sabrá representarlas. Es un poeta excelente.»
Poeta era, señor empresario; pero justamente poeta de representar; poeta de ver, por modo plástico, por excelencia, la belleza imaginada por otro; porque, tal como el crítico-artista funda su labor sobre la obra ajena, y el instrumentista lo mismo, así el cómico-artista (y hay muy pocos) realiza, como escultor, en el movimiento, y dando un timbre humano al verso o a la prosa del poeta, la figura ideada e ideal del dramaturgo... Mas dejo para otra ocasión estas psicologías estéticas, que tal vez no sean del gusto del empresario apostrofado. Sin contar con que lo más probable es que ese señor haya muerto.
Ello es que, como dice Luis Calvo: «Aquel hombre hizo actor a Rafael.»
En efecto, éste sintió la herida; él, que había hasta entonces tratado a su vocación como a hijastra, al verla insultada sintió, como era cosa de las entrañas, se apercibió a defenderla como un león, y saliendo de su escondite, dijo a su padre:
-Yo me encargo de ese papel que ayer rechazaba.
«¡Aún me parece, escribe su hermano, que le veo vistiéndose el traje de soldado francés momentos antes de comenzar la función! Temblaba, pero estaba resuelto a jugar el todo por el todo. Yo quise asistir a su triunfo. Estaba seguro de que le alcanzaría. Así fue; a la conclusión de la obra el público, que había oído a Rafael con el asombro de lo inesperado, al llamar a escena a los actores, pidió que se presentase también el soldado que por modestia no había acompañado a los demás artistas a recibir aplausos. Salió a las tablas, y por primera vez oyó palmas en honor suyo.»
Con tan humilde triunfo empezó la vida artística del que había de entusiasmar a toda una generación en la especie de renacimiento neo-romántico que siguió a la Revolución de Septiembre y que todavía agoniza ahora.
Poco tiempo después Calvo daba un paso de gigante en su carrera en el estreno de un drama de Ferrer del Río, drama que parece ser que se llamaba Francisco Pizarro. En esta obra había dos pajes; uno de ellos era Rafael, otro su hermano Ricardo, que también empezó su carrera por entonces. El drama resultó lánguido a juicio del público, y la representación se deslizaba, dicen mis noticias, sin la menor muestra de agrado. (Malo de verdad debía de ser el tal drama, que no entusiasmaba, ni con mucho, al público de aquellos días, en que eran soles de la escena Eguílaz y otros tales.) Pero allá, cerca del final, uno de los pajecillos se cree en el caso de salvar la vida de Pizarro A costa de la suya propia, y Rafael, que era el encargado de tamaña abnegación, siente la generosa llama de la verdad poética arderle en el pecho, y declama, y recita, y canta por lo lírico su entusiasmo, su lealtad, y de fijo -como si lo oyera- con aquellas lágrimas en la voz que tantas veces le he sentido, rompe el hielo y salva el drama, y recibe a sus pies el homenaje primero de un público sediento de poesía sentimental y sonora.
Y escribe mi cronista: «¡Qué impresión la de mi pobre hermano! Quedose largo rato en la actitud en que le cogió aquella salva de aplausos entusiásticos, con los brazos abiertos y la cabeza inclinada sobre el pecho, sin atreverse a mirar al público.»
Aquella misma noche Mariano Fernández, el último gracioso del teatro Español, al abrazar a su nuevo compañero, le decía entusiasmado:
-Mañana salgo con una compañía para Santander. ¿Quieres venir de galán joven?
-¿Pero usted cree que yo... puedo ser ya galán joven?
-Creo más, contestó Mariano; creo que serás un gran actor.
-Pues entonces vamos donde usted quiera.
Y con este carácter del convencionalismo arbitrario de nuestras artes escénicas, de galán joven, recorrió Calvo los principales teatros de Madrid, Zaragoza, Barcelona, Valladolid, Salamanca, Granada, etc., siempre aplaudido y admirado, prometiendo días de gloria para la escena de su patria.
Tenía veinticuatro años cuando por vez primera le ofrecieron figurar en una compañía para provincias, como primer actor. Calvo no se fiaba de su juicio, y consultó el de sus compañeros; por unanimidad se le aconsejó que aceptase la proposición, que no estaba a más altura que sus méritos.
Fue a Cartagena al frente de una compañía a dirigir la escena y representar los primeros papeles, y entonces comienza su tarea de estudioso y concienzudo cómico-director, que ha de trasladar a su propio cerebro la obra ajena para verla en conjunto, y darle la vida de las tablas mediante su propia imaginación; vida que no tiene en el manuscrito del poeta. El director de escena necesita manejar instrumentos rebeldes muchas veces a la concepción armónica y fiel a su objeto, que él puede haber conseguido en su fantasía y en su idea; esos instrumentos son los demás actores y los medios materiales de la escena.
D. Luis Calvo, al hablar de la escrupulosa atención que su hermano ponía en todos los extremos, pormenores y matices de su arte de director y actor, recuerda varios ejemplos de esta penosa, lenta, asidua labor; ejemplos que prueban cómo no mintió la fama, que siempre atribuyó a Rafael cualidades de reflexión, condiciones de estudio y cultura artística que no han procurado adquirir otros cómicos no menos ilustres por otros conceptos. Pero esos ejemplos, si tanto hablan en favor del poeta-actor, nos hacen ver la triste condición de las artes escénicas en España, porque son siempre esfuerzos aislados, individuales; se refieren al trabajo personal de Calvo, a su idiosincrasia de artista; no suponen tradición técnica, evolución de un arte reflexivo, un momento de una serie.
De Cartagena pasó Calvo a Almería, después fue a Murcia y a Málaga, y de regreso en Madrid, hizo que su señor padre, ya anciano, se retirase de la escena. Reconoció como propias todas las deudas contraídas en aquel negocio teatral de que ya se ha hablado, y las pagó religiosamente con el producto de su trabajo. Se encargó entonces, en compañía de Ricardo, de mantener a sus padres y de mantener y educar a sus hermanos menores. Quedó convertido en jefe de una familia numerosa y pobre. No es este dato indiferente para lo que más importa en este rápido estudio. La relación económica de la vida doméstica a la condición social del artista, debe siempre tenerse muy en cuenta, porque influye muchísimo en el camino que siguen el poeta, el pintor, el cómico, o lo que sea; en las vicisitudes de su carácter; en la cantidad y calidad de su obra. En nuestros cómicos predomina la vida burguesa; Calvo ya vemos que desde muy temprano tuvo que hacer oficios de un diligente padre de familia; Vico habla a quien le quiere oír de las nocesidades de su hogar, que viene a ser, por varia combinación de la suerte, y de la caridad, y otros amores santos, como una obra pía gentilicia; nuestras mejores actrices jóvenes se han retirado de las tablas para continuar en el hogar escondido de un burgués una vida privada llena de virtudes. Todo esto, que tanto habla en favor de nuestros cómicos en cuanto seres morales, influye mucho, por modos que más adelante estudiaremos en la vida artística de España, en las vicisitudes del teatro. No iré yo tan lejos como Eusebio Blasco, que tratando algo semejante a esta materia, y comparando a las actrices españolas con las francesas, casi casi se inclina a la conveniencia técnica de una moral un si es no es relajada; pero no cabe negar que estas cómicas ilustres, que coronan una vida sin tacha con un matrimonio perfecto, y dejan el arte por el hogar escondido, tienen acaso más nombre de santas que de artistas. Mas esto me aleja de mi narración, y no es ahora, sino más adelante, cuando se ha de meditar un poco al considerar el aspecto económico del teatro en España.
A la época a que me venía refiriendo corresponde el primer viaje de Calvo al Nuevo Mundo. En calidad de otro primer actor acompañó a Joaquín Arjona y a Teodora Lamadrid a la isla de Cuba, y con ellos recorrió la Habana, Cárdenas y Matanzas.
De vuelta de aquella expedición ultramarina fue nuestro actor solicitado por D. Miguel Vicente Roca, empresario del teatro Español, para trabajar en este coliseo, donde por entonces era difícil reunir una compañía de las llamadas de primer orden, Romea había muerto, Arjona acababa de abandonar la escena, Valero estaba en América, Mariano Fernández y Catalina actuaban en el teatro del Circo, y no había notabilidades acreditadas por el tiempo, de qué disponer. El Sr. Roca, que no sé si es el mismo que más adelante tuvo la ocurrencia de escribir comedias de su puño y letra, aguzó de veras el ingenio en aquella ocasión, y procuró juntar en su compañía a los cómicos jóvenes de más esperanzas, midiéndolos por un rasero, aplicándoles la igualdad del despotismo, esto es, tratándolos a todos igualmente como poca cosa; por lo menos dándoles poco sueldo. Encargó el señor Roca la dirección de aquella banda cómica al famoso autor de comedias D. Luis Mariano de Larra, que tanto hizo llorar a varias generaciones de patronas y modistas; y a los muchachos de la compañía les hizo saber que allí todos eran los primeros y los últimos; que cada cual, fuese quien fuese, tenía que cargar con el papel que se le señalase, y que, en punto a categorías, había que ganarlas delante de la concha del apuntador; el público decidiría quién era el primer galán.
Rafael aceptó esta especie de steplee-chase, y tuvo la suerte de que D. Emilio Álvarez, autor del arreglo de Amor, honor y poder, de Calderón, obra con que la compañía se estrenaba, le repartiese el principal papel, sin perjuicio de darle uno insignificante en el sainete de aquella misma noche.
Calvo entraba en esta lucha desalentado. Estaba enfermo; en su viaje a América había contraído una triste y peligrosa dolencia; había destrozado el estómago; el mal amenazaba ser incurable. Había perdido la voz, la esbeltez, la fuerza; su mirada ya no tenía el brillo de la juventud apasionada y entusiástica; el cuerpo se inclinaba, encorvado; los brazos se le caían a lo largo del cuerpo; le faltaba además la musa de la esperanza: se creía perdido. Tenía veintinueve años, y parecía un viejo.
-«Al presentarse en escena, dice su hermano Luis, a quien todavía sigo a ciegas, hubo en el público un movimiento de disgusto.» No pareció simpático. Pero él, que había nacido para las batallas, ante la oposición sorda, que conoció en la frialdad ambiente, supo crecerse, olvidar sus males; sacó fuerzas de flaqueza para vencer al público refractario, nuevo para él, a ese público que cambia en tan pocos años y que tan luego se olvida de los amigos y de los favoritos. Luchó y venció; se olvidó pronto la desventaja de su figura triste, de su postración física, y se le adivinó en el acento apasionado, en el timbre singular que siempre hizo de las cuerdas vocales de Rafael una lira apropiada a la música de nuestros poetas de los siglos de oro. A Calderón, a quien tantos triunfos habría de deber más adelante, debió el de aquella noche crítica, decisiva para el porvenir de Calvo.
El público no cesaba de aplaudir. El primer actor que buscaba Roca por poco dinero, había parecido.
-Siguió a esta obra, añade D. Luis, el estreno de La Beltraneja...

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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