Debo
las noticias a que los párrafos inmediatos se dedican, a la
amabilidad de un señor hermano del ilustre actor, a Calvo el poeta,
el, que se,atrevió algún día a darnos imitaciones del teatro
español antiguo; algunas de las cuales; como Amar
a ciegas, que
recuerdo, valían mucho más que ciertos dramas neorománticos de los
más aplaudidos en esta década pasada: imitaciones de imitaciones, y
rapsodias en buen hora olvidadas, apenas nacidas.
Algo
de lo que sigue será nuevo para el lector, pues quien me facilitó
tales datos fue tal vez el que en mejores condiciones estuvo para
recogerlos fieles, exactos y minuciosos. La hermosa y sentidísima
necrología de Echegaray no contiene, ni siquiera abreviada, como
ésta, una biografía de Rafael, pues no hubiera sido oportuna en la
ocasión para que se hizo tan memorable trabajo literario; pero en
ciertos artículos del Sr. Cañete y de otros escritores pueden
completarse los datos que aquí falten para dar a conocer con alguna
amplitud la historia del compañero de Vico.
Rafael
Calvo nació en Sevilla -cerca de su sepultura- y como gloria que
habría de ser para los suyos, vino al mundo, cual regalo de días, a
celebrar los de su padre D. José, pues vio la luz en 19 de Marzo de
1842.
Su
madre, doña Lorenza Revilla, seguía al notable actor D. José
Calvo, su digno esposo, en ese viaje incesante a que viven
condenados, empleados y cómicos, a los cuales los van naciendo los
hijos por el mundo adelante; hijos sin patria verdadera, porque la
prisa de las marchas,
los traslados y la brevedad de las temporadas
cómicas
no dan tiempo a la infancia a conservar recuerdos de los lugares en
que amaneció su conciencia. Así, Calvo era un sevillano... de toda
España, y esta incertidumbre
de la patria llegó a su biografía, pues no ha mucho discutían los
periódicos si el lugar de su nacimiento era Sevilla o era Cádiz.
Mas para corazones como el de Rafael, esta falta de un rincón-patria,
querido sobre todos los lugares de la tierra, no es una gran
tristeza, porque ellos se crean una patria ideal, y la de nuestro
entusiasta del arte era toda España; y no sólo en su terruño sino
en su verbo,
en
la tradición de su poesía aquende y allende los mares. Sí, bien se
puede decir que la patria del alma de Calvo era el genio estético
español, inspirado por su genio aventurero.
Después
de haber leído las notas
íntimas
que D. Luis Calvo ha tenido la bondad de comunicarme, me explico
mejor muchos de los arranques más espontáneos y naturales de su
hermano en la escena. La arrogancia española, tan lírica y retórica
como positiva y eficaz, llegado el caso; el espíritu de lo heroico
caballeresco, el valor que llega al heroísmo, no por la posesión de
una Elena ni de una armadura, sino por el claire
de lune del
amor romántico o del Punto de honor, ya político, ya familiar, ya
individual, o por las vaguedades fantásticas de una intuición de
alma aventurera; todo esto, que tan bien supo expresarlo el digno
intérprete de Lope y de Calderón, de Tirso y de Rojas, estaba ya en
germen en el rapaz que el año 42 le nació en Sevilla al actor D.
José Calvo, según le pintan los recuerdos de la niñez en la
fantasía y en la memoria de sus hermanos. Desde muy temprano empezó
Rafael a señalarse por su energía de cuerpo y de espíritu, la
vehemencia del carácter y la exuberancia de la actividad muscular y
de la fantasía; su niñez, y en parte su adolescencia, recuerdan
aquel hermoso fragmento del ilustre Téllez, en que aparece Francisco
Pizarro, cachorro de aventurero todavía, disputando en su aldea con
mozos mayores que él, y arrancando a viva fuerza de las manos de
Hernando la mitad de una bola de encina, rota así con sus dedos. Sí;
Rafael, que años adelante había de recorrer la América, que
conquistaron nuestros colosales españoles de las grandes aventuras,
recogiendo, sin lucha, laureles de victorias artísticas, pudo haber
sido, de nacer en otros días, un Pizarro, un Cortés o un digno
compañero de éstos y otros así, por lo menos; pues no parece sino
que en su infancia comió de aquella médula y de aquellas raíces
con que la poesía cree que se alimentaba Aquiles niño. En esos
juegos de los primeros años, que casi siempre tienen aspecto de
batalla, era Rafael siempre vencedor, y en luchas ya más
intencionadas y peligrosas él siguió siempre triunfando, pero
sabiendo sacar partido de la victoria, no como Aníbal, puesto que
hacía de ella el mejor uso, aprovechándola en ser generoso con los
débiles, amparar a los menesterosos de su brazo fuerte, y deshacer
entuertos.
No
se crea, porque lo diga en este tono altisonante, que aquí parece
broma y como contraste, a guisa de estilo heroico en Batracomomaquia
o Mosquea,
que
las aventuras épicas de nuestro cómico fueron siempre cosa de niños
y guerra de teatro; pues su valor llegaba a la temeridad, su
abnegación al sacrificio, y por defender a los suyos, o el propio
decoro, y hasta la primera vanidad de mozalbete, más de una vez se
vio acosado por peligros ciertos; y su cuerpo vigoroso llegó a ser
mapa de cicatrices y de otras señales que contaban a lo gráfico la
historia de los dares y tomares a que todo valiente generoso vive
sujeto. Sí, ese Rafael que tantas veces hemos visto en las tablas
del Español
y
del Circo
acorralado
por malsines, batiéndose solo contra muchos, pinchando aquí y allí,
a éste quiero a éste no quiero, matando al Comendador y a don Luis
y, en más nobles empresas, dando de cabezadas al Rico Home de
Alcalá, y después humillándole en lid soltera, de incógnito, en
la sombra; ese Rafael que sacaba la espada como si fuera el plectro y
la espada contraria una lira, y al son de los aceros cantaba el ideal
del amor, del honor y de la patria en el octosílabo inmortal de
nuestros grandes dramaturgos, sin perjuicio de aprovechar un descuido
del contendiente, y con un despliegue
o una recta
acabar
el epodo
de
su canto tiñendo en sangre la tizona, sugestiva de tanto lirismo;
ese Rafael puede decirse que tuvo una adolescencia de capa
y espada,
por lo que toca a los cintarazos.
En
cuanto al estudio, le sucedió desde muy temprano lo que suelo
acontecer con todo hombre que ha de valer algo por sí mismo, que ha
de cultivar con espontáneo arranque cualquier región de la vida
intelectual, y que se ve sometido a los ordinarios métodos de
pedagogía vulgar, abstracciones antinaturales que sólo sirven para
moldear en angulosa estructura de sólidos
regulares, en
prismas y cubos, las libres y graciosas formas de las almas que
florecen. Calvo pareció un muchacho desaplicado porque prefirió, a
seguir la senda trillada de la rutina abstracta, que prescinde de las
aptitudes individuales, el propio impulso de sus aficiones. Hacía
novillos...
y se iba a las bibliotecas a devorar libros de su predilección. No
cabe pregonar las excelencias de esta protesta sistemáticamente,
pero sí advertir que lo que sería censurable hecho en contra de una
educación y enseñanza propiamente racionales, tratándose de
esquivar los ángulos
de la simetría seudo-pedagógica, era una saludable y natural y
necesaria evasiva del espíritu poderoso de aquel joven, que buscaba
su natural ambiente y una expansión indispensable, obedeciendo a las
mismas leyes a que obedece el agua que viene de lo alto, esclava de
numerosos tubos, y que, en cuanto le dan escape, salta a las nubes.
A
ser cierto lo que me dicen (y debe de serlo), Rafael conocía a los
nueve años la mayor parte de las curiosidades que encierra la
biblioteca del Escorial, y que el bibliotecario, bondadoso anciano,
le enseñaba, maravillado de la atención y asiduidad con que el niño
se presentaba un día y otro a recoger tal género de noticias. A
pesar de su poca afición a los estudios impuestos, sin aplicarse
tanto como otros a la disciplina oficial, era de los primeros en las
clases, gracias a la facilidad con que comprendía y a la
imaginación, con que sabía deslumbrar a sus profesores, de todos
siempre muy querido. No hay contradicción entre esto y lo dicho
antes; yo sé de otros casos análogos; se puede desdeñar un orden
de estudios o un modo de abordarlos, y, sin embargo, a pesar de este
desdén y falta de trabajo intenso, sobresalir, gracias a las sobras
de
talento que en ellos se emplea, por motivos extraños al estudio
mismo. Hay en esto un peligro que los buenos pedagogos deben tener
muy en cuenta, y también los padres de familia, que debieran ser
todos, por lo menos, dilettantes
de la pedagogía: es fácil que se tome por verdadera vocación lo
que no es más que prueba de una aptitud general; el que es uno de
los mejores en una clase de actividad, sería tal vez el mejor con
mucho, el único, en otra que fuera su verdadera vocación. Rafael
Calvo estuvo, por culpa de su talento, muy expuesto a ser un
distinguido jurisconsulto y después un distinguido poeta dramático.
Natural
era que su padre D. José no quisiera para el hijo, por algunos
conceptos predilecto, predilecto de todos, las amarguras de su
propia, carrera.
En
este mundo nadie cree del
todo que
haya espinas más agudas que las que nos han pinchado; en cada oficio
ve el que lo padece
el
dolor de los dolores; todos los humanos, aun los optimistas en sus
ratos de sinceridad, que ellos suelen llamar de flaqueza, preguntan:
a los que pasan por el camino si conocen dolor como su dolor. El
abogado no quiere que su hijo defienda pleitos; el cómico no quiere
que el suyo represente comedias. Calvo iba a ser abogado, y a los
doce años, en compañía de su hermano Ricardo, cursaba las
asignaturas propias de su edad en la Universidad de Barcelona
(supongo que sería todavía en el Instituto). Sin perjuicio de
mantener en su alma cierto fervor entusiástico por la carrera del
que defiende al que tiene hambre y sed de justicia, pues en tal
profesión veía el joven apasionado y generoso, no la triste y
prosaica realidad, sino el elemento dramático y poético de la lucha
en
estrados, de
los grandes problemas prácticos de la contienda judicial, y los
laureles de la victoria, con más la grandeza de sus resultados;
Rafael se dio por entonces a la lectura de esos portentosos libros de
viajes que nos inspiran tan pronto la nostalgia del mundo no visto,
probándonos tal vez que tenemos algo de nosotros en todas partes, y
que el fondo de nuestras melancolías más íntimas consiste en que
toda la vida es un destierro de las regiones del universo que no se
ha conocido, de la actividad infinita que no se ha vivido. Los
anhelos vertiginosos de lo desconocido y las fantásticas
transposiciones geográficas con que la loca de la casa se consuela
de no tener alas, ocuparon por esta época el ánimo y las horas de
solaz de Calvo, el cual, con su hermano Ricardo, según nos cuenta
Luis, muchos días, en vez de ir a clase, se iba a
descubrir tierras. En
estos viajes figurados, en que el cerro más próximo era el
Chimborazo y la charca cercana un lago del África Central, cumplía
Rafael, como en símbolo, con su doble vocación de gran aventurero,
artista romántico de la realidad, por decirlo así, y de cómico,
romántico también.
Escribe
Luis Calvo: «... Divisaban allá lejos un monte de acceso difícil;
pues aquélla era la tierra que había de descubrir mi pobre Rafael.
La cuestión era llegar a la cima por el sitio más peligroso. Si
había un precipicio, por el lado del precipicio. Nada de senderos
accesibles: rocas, malezas, despeñaderos; esto era su encanto.» A
las almas muertas, a los mil y mil desheredados de la fantasía, les
parecerá inverosímil o cosa de loco esta transfiguración de la
naturaleza por la imaginación y las ansias de un espíritu y un
cuerpo jóvenes y vigorosos; pero en los sueños, de la niñez y de
la adolescencia de quien suspiró por un país querido y lejano, y en
las fantasías de la soledad de quien habita en el campo en los días
supremos de hacerse el alma varonil, puede haber, y yo respondo de
que hay, muchos momentos análogos a los que Calvo el poeta nos
describe en los recuerdos de la vida interesante de su hermano. De
estas transformaciones de la naturaleza cercana en un microcosmo,
abreviatura del mundo por obra y gracia de una exaltada fantasía,
hay un ejemplo, estudiado con gran penetración y exactitud de
análisis psicológico, en una novela alemana llamada José
de las Nieves.
A
pesar de estas voces que la verdadera vocación le daba al futuro
artista de las tablas, que sin pensarlo convertía el mundo en un
escenario en que él era, ya Cicerón, ya Vasco de Gama, Rafael no
acababa de guiar sus pasos por el camino de sus instintos: mejores; y
como otras muchas veces ha sucedido, fue la necesidad, de cara negra,
quien le empujó al teatro. Hasta los quince años todo le había
sonreído; era el ídolo de la familia, sus menores caprichos tenían
fuerza de ley, el hada del cariño le trocaba en realidades los
deseos. Mas los niños mimados no saben que esa providencia benévola
en que se apoyan descuidados, no es más que el cariño de los
padres, y que los padres no son dioses, sino tristes humanos que
pueden tener poco dinero, que es con lo que se compra el cumplimiento
de los caprichos. La providencia cariñosa de Rafael vivía de su
trabajo, el teatro. Don José, para ganar más, quiso ser empresario,
lo fue, y un negocio de éstos le salió mal, perdió en él su
modesta fortuna... Se encontró entre la espada, sus compromisos, y
la pared, su honra, y se metió por la espada adelante; quedó pobre,
con numerosa prole, merecedora de las tierras que repartía un
patriarca, y él ya era viejo, y no podía tener la esperanza de
volver a carenar la suerte en puerto seguro, para repetir el viaje.
Rafael
se vio con ocho hermanos, casi todos niños. Había que trabajar; en
sus viajes de fantasía había llegado, como Ulises, al Erebo, al de
la pobreza, con todas sus nieblas grises de escasez, ahogos,
prosaicas tristezas. Para el alma de un artista la pobreza es doble.
Calvo,
que venía siendo un comediante de la realidad desde niño, tenía
horror al teatro; le miraba como un oficio, no veía en él lo que
vio después, la poesía, sino la prosaica máquina de hacer pan.
¡Adiós laureles del Foro! ¡La prudencia aconsejaba elegir
perentoriamente la profesión de la casa; la escena iba a ser el
taller! Rafael se sometió con heroico esfuerzo a esta capitis
diminutio de
su ambición. En aquel tiempo, me advierte su hermano Luis, los
cómicos no eran bien mirados. Tiene razón; para muchas gentes, aun
hoy, les acompaña una especie de levis
nota que
contribuye no poco a que no puedan ser grandes los progresos del
realismo en la escena, especialmente en la comedia urbana.
Amigos
y parientes opinaban que Rafael tenía disposición para las tablas.
Él también lo creía así, pero, sin amor a sus aptitudes, con
repugnancia al oficio. Se lo decía muchas veces a su hermano: «Luis,
cuando recuerdo mi educación y la desgracia de nuestro padre, en el
momento en que el mundo me convidaba con sus placeres, me asombro de
cómo yo, acostumbrado a disfrutar de todo y con aquel carácter
exigente, me sometí resignado y no me rebelé contra la suerte,
cayendo en el mal.»
En
fin, se hizo cómico. Entró, puede decirse, en el templo de su
gloria a empujones de la necesidad, cual, entre muchos otros, el gran
Shakespeare se acercó al teatro, como un mendigo de otros días a
las puertas de un convento.
La
primera contrata de Rafael fue para el teatro de Novedades, y bajo la
dirección de D. Pedro Delgado.
Hijo
de actor, se hacía actor porque la necesidad le obligaba; renunciaba
al teatro del mundo... que él había soñado, para entrar en la
realidad del teatro, sobre la cual no se forjaba ilusiones. Mas ¡oh
desencanto! ¡oh desencanto para los amigos y compañeros que no
conocían al verdadero actor privado
que había en Rafael! El hijo de D. José, el que iba a ser abogado y
dejaba la toga por las máscaras alegres... y tristes... ¡no servía
para la escena! El público le cohibía; había en su habilidad de
artista movimientos de erizo o de caracol; se encerraba en sí mismo;
se ocultaba a los ojos de los profanos con los recelos del arte, que
a tantos impide brillar ante un concurso. Esa extraña, misteriosa y
simpática enfermedad del pudor del mérito, que tan tierna y
exactamente nos describe Goëthe en Las
afinidades electivas, en
aquella niña que ante sus examinadores se turba, siente fría una
mejilla y enmudece y desfallece, incapaz de mostrar lo que vale y lo
que sabe; esa enfermedad de los nervios
del alma, también
la padecía entonces Calvo, y en público era cómico frío, soso,
insignificante, el que mostraba fuego, inspiración, originalidad y
fuerza trabajando entre los suyos. En fin, no servía. Pero había
que seguir. El descubridor de Indias en los alrededores de Barcelona,
parecía destinado a ser un racionista más, racionista perpetuo, con
treinta reales diarios a lo sumo. De Novedades
pasó
al teatro Español,
donde
permaneció un año sin adelantar un paso en su carrera. Sin embargo,
dice su hermano Luis, mientras las primeras partes de la Compañía
le consideraban tal vez como un censo impuesto a la Empresa por
nuestro padre, los compañeros de Rafael, los racionistas, los que
estaban en trato más íntimo con él y le oían recitar entre ellos,
le miraban como una esperanza. Sólo le faltaba para llegar a serlo
mostrar en público sus facultades, conocidas de muy pocos.
Necesitaba un estímulo, algo que fuera acicate del orgullo.
La
coz del asno muchas
veces no sólo indigna, sino que despierta energías de protesta y de
reacción, que de otro modo seguirían en perezoso marasmo de
indiferencia. Debo advertir que esto de la coz del asno es aquí
metáfora, pues no fue un asno, como en la fábula, sino un
empresario, el de la Compañía, quien despertó al actor que había
en Rafael Calvo. El buen señor, cansado ya de pagar a una nulidad,
por lo visto, declaró su pensamiento al padre de nuestro cómico. D.
José disponía para su beneficio cierta obra titulada La
alquería de Bretaña, y
quiso que el jurisconsulto frustrado representase el papel de galán
joven, que
era de relativa importancia. Rafael rehusó aquel honor, que creía
muy por encima de sus merecimientos y facultades... ostensibles. Como
al día siguiente, en el ensayo, se lamentase D. José de lo
ocurrido, sin sospechar que su hijo se paseaba por allí cerca,
detrás de los bastidores, desde donde oía cuanto en la escena se
hablaba, el empresario le
consoló,
exclamando:
-«Desengáñese
usted, D. José; es inútil esforzarse. De su hijo D. Rafael no se
puede hacer un buen actor. No
sirve.
Dedíquelo usted a escribir comedias; para eso vale, pero jamás
sabrá representarlas. Es un poeta excelente.»
Poeta
era, señor empresario; pero justamente poeta de representar;
poeta
de ver, por modo plástico, por excelencia, la belleza imaginada por
otro; porque, tal como el crítico-artista
funda
su labor sobre la obra ajena, y el instrumentista lo mismo, así el
cómico-artista (y hay muy pocos) realiza,
como escultor, en el movimiento, y dando un timbre
humano al verso o a la prosa del poeta, la figura ideada e ideal del
dramaturgo... Mas dejo para otra ocasión estas psicologías
estéticas, que tal vez no sean del gusto del empresario apostrofado.
Sin contar con que lo más probable es que ese señor haya muerto.
Ello
es que, como dice Luis Calvo: «Aquel hombre hizo actor a Rafael.»
En
efecto, éste sintió la herida; él, que había hasta entonces
tratado a su vocación como a hijastra, al verla insultada sintió,
como era cosa de las entrañas, se apercibió a defenderla como un
león, y saliendo de su escondite, dijo a su padre:
-Yo
me encargo de ese papel que ayer rechazaba.
«¡Aún
me parece, escribe su hermano, que le veo vistiéndose el traje de
soldado francés momentos antes de comenzar la función! Temblaba,
pero estaba resuelto a jugar el todo por el todo. Yo quise asistir a
su triunfo. Estaba seguro de que le alcanzaría. Así fue; a la
conclusión de la obra el público, que había oído a Rafael con el
asombro de lo inesperado, al llamar a escena a los actores, pidió
que se presentase también el soldado que por modestia no había
acompañado a los demás artistas a recibir aplausos. Salió a las
tablas, y por primera vez oyó palmas en honor suyo.»
Con
tan humilde triunfo empezó la vida artística del que había de
entusiasmar a toda una generación en la especie de renacimiento
neo-romántico que siguió a la Revolución de Septiembre y que
todavía agoniza ahora.
Poco
tiempo después Calvo daba un paso de gigante en su carrera en el
estreno de un drama de Ferrer del Río, drama que parece ser que se
llamaba Francisco
Pizarro. En
esta obra había dos pajes; uno de ellos era Rafael, otro su hermano
Ricardo, que también empezó su carrera por entonces. El drama
resultó lánguido a juicio del público, y la representación se
deslizaba, dicen mis noticias, sin la menor muestra de agrado. (Malo
de verdad debía de ser el tal drama, que no entusiasmaba, ni con
mucho, al público de aquellos días, en que eran soles de la escena
Eguílaz y otros tales.) Pero allá, cerca del final, uno de los
pajecillos se cree en el caso de salvar la vida de Pizarro A costa de
la suya propia, y Rafael, que era el encargado de tamaña abnegación,
siente la generosa llama de la verdad
poética
arderle en el pecho, y declama, y recita, y canta por lo lírico
su entusiasmo, su lealtad, y de fijo -como si lo oyera- con aquellas
lágrimas en la voz que tantas veces le he sentido,
rompe el hielo y salva el drama, y recibe a sus pies el homenaje
primero de un público sediento de poesía sentimental y sonora.
Y
escribe mi
cronista: «¡Qué impresión la de mi pobre hermano! Quedose largo
rato en la actitud en que le cogió aquella salva de aplausos
entusiásticos, con los brazos abiertos y la cabeza inclinada sobre
el pecho, sin atreverse a mirar al público.»
Aquella
misma noche Mariano Fernández, el último
gracioso del teatro Español, al abrazar a su nuevo compañero, le
decía entusiasmado:
-Mañana
salgo con una compañía para Santander. ¿Quieres venir de galán
joven?
-¿Pero
usted cree que yo... puedo ser ya galán joven?
-Creo
más, contestó Mariano; creo que serás un gran actor.
-Pues
entonces vamos donde usted quiera.
Y
con este carácter
del convencionalismo arbitrario de nuestras artes escénicas, de
galán
joven,
recorrió Calvo los principales teatros de Madrid, Zaragoza,
Barcelona, Valladolid, Salamanca, Granada, etc., siempre aplaudido y
admirado, prometiendo días de gloria para la escena de su patria.
Tenía
veinticuatro años cuando por vez primera le ofrecieron figurar en
una compañía para provincias, como primer actor. Calvo no se fiaba
de su juicio, y consultó el de sus compañeros; por unanimidad se le
aconsejó que aceptase la proposición, que no estaba a más altura
que sus méritos.
Fue
a Cartagena al frente de una compañía a dirigir la escena y
representar los primeros papeles, y entonces comienza su tarea de
estudioso y concienzudo cómico-director, que ha de trasladar a su
propio cerebro la obra ajena para verla en conjunto, y darle la vida
de las tablas mediante su propia imaginación; vida que no tiene en
el manuscrito del poeta. El director de escena necesita manejar
instrumentos rebeldes muchas veces a la concepción armónica y fiel
a su objeto, que él puede haber conseguido en su fantasía y en su
idea; esos instrumentos son los demás actores y los medios
materiales de la escena.
D.
Luis Calvo, al hablar de la escrupulosa atención que su hermano
ponía en todos los extremos, pormenores y matices
de su arte de director y actor, recuerda varios ejemplos de esta
penosa, lenta, asidua labor; ejemplos que prueban cómo no mintió la
fama, que siempre atribuyó a Rafael cualidades de reflexión,
condiciones de estudio y cultura artística que no han procurado
adquirir otros cómicos no menos ilustres por otros conceptos. Pero
esos ejemplos, si tanto hablan en favor del poeta-actor,
nos
hacen ver la triste condición de las artes escénicas en España,
porque son siempre esfuerzos aislados, individuales; se refieren al
trabajo personal de Calvo, a su idiosincrasia de artista; no suponen
tradición técnica, evolución de un arte reflexivo, un momento de
una serie.
De
Cartagena pasó Calvo a Almería, después fue a Murcia y a Málaga,
y de regreso en Madrid, hizo que su señor padre, ya anciano, se
retirase de la escena. Reconoció como propias todas las deudas
contraídas en aquel negocio teatral de que ya se ha hablado, y las
pagó religiosamente con el producto de su trabajo. Se encargó
entonces, en compañía de Ricardo, de mantener a sus padres y de
mantener y educar a sus hermanos menores. Quedó convertido en jefe
de una familia numerosa y pobre. No es este dato indiferente para lo
que más importa en este rápido estudio. La relación económica de
la vida doméstica a la condición social del artista, debe siempre
tenerse muy en cuenta, porque influye muchísimo en el camino que
siguen el poeta, el pintor, el cómico, o lo que sea; en las
vicisitudes de su carácter; en la cantidad y calidad de su obra.
En nuestros cómicos predomina la vida burguesa; Calvo ya vemos que
desde muy temprano tuvo que hacer oficios de un diligente padre de
familia; Vico habla a quien le quiere oír de las nocesidades de su
hogar, que viene a ser, por varia combinación de la suerte, y de la
caridad, y otros amores santos, como una obra pía gentilicia;
nuestras mejores actrices jóvenes se han retirado de las tablas para
continuar en el hogar escondido de un burgués
una vida privada llena de virtudes. Todo esto, que tanto habla en
favor de nuestros cómicos en cuanto seres
morales,
influye mucho, por modos que más adelante estudiaremos en la vida
artística de España, en las vicisitudes del teatro. No iré yo tan
lejos como Eusebio Blasco, que tratando algo semejante a esta
materia, y comparando a las actrices españolas con las francesas,
casi casi se inclina a la conveniencia técnica
de una moral un si es no es relajada; pero no cabe negar que estas
cómicas ilustres, que coronan una vida sin tacha con un matrimonio
perfecto, y dejan el arte por el hogar escondido, tienen acaso más
nombre de santas que de artistas. Mas esto me aleja de mi narración,
y no es ahora, sino más adelante, cuando se ha de meditar un poco al
considerar el aspecto económico del teatro en España.
A
la época a que me venía refiriendo corresponde el primer viaje de
Calvo al Nuevo Mundo. En calidad de otro
primer actor
acompañó a Joaquín Arjona y a Teodora Lamadrid a la isla de Cuba,
y con ellos recorrió la Habana, Cárdenas y Matanzas.
De
vuelta de aquella expedición ultramarina fue nuestro actor
solicitado por D. Miguel Vicente Roca, empresario del teatro Español,
para trabajar en este coliseo, donde por entonces era difícil reunir
una compañía de las llamadas de primer orden, Romea había muerto,
Arjona acababa de abandonar la escena, Valero estaba en América,
Mariano Fernández y Catalina actuaban en el teatro del Circo, y no
había notabilidades acreditadas por el tiempo, de qué disponer. El
Sr. Roca, que no sé si es el mismo que más adelante tuvo la
ocurrencia de escribir comedias de su puño y letra, aguzó de veras
el ingenio en aquella ocasión, y procuró juntar en su compañía a
los cómicos jóvenes de más esperanzas, midiéndolos por un rasero,
aplicándoles la igualdad del despotismo, esto es, tratándolos a
todos igualmente como poca cosa; por lo menos dándoles poco sueldo.
Encargó el señor Roca la dirección de aquella banda cómica al
famoso autor de comedias D. Luis Mariano de Larra, que tanto hizo
llorar a varias generaciones de patronas y modistas; y a los
muchachos de la compañía les hizo saber que allí todos eran los
primeros y los últimos; que cada cual, fuese quien fuese, tenía que
cargar con el papel que se le señalase, y que, en punto a
categorías, había que ganarlas delante de la concha del apuntador;
el público decidiría quién era el primer
galán.
Rafael
aceptó esta especie de steplee-chase,
y tuvo la suerte de que D. Emilio Álvarez, autor del arreglo de
Amor,
honor y poder, de
Calderón, obra con que la compañía se estrenaba, le repartiese el
principal papel, sin perjuicio de darle uno insignificante en el
sainete de aquella misma noche.
Calvo
entraba en esta lucha desalentado. Estaba enfermo; en su viaje a
América había contraído una triste y peligrosa dolencia; había
destrozado el estómago; el mal amenazaba ser incurable. Había
perdido la voz, la esbeltez, la fuerza; su mirada ya no tenía el
brillo de la juventud apasionada y entusiástica; el cuerpo se
inclinaba, encorvado; los brazos se le caían a lo largo del cuerpo;
le faltaba además la musa de la esperanza: se creía perdido. Tenía
veintinueve años, y parecía un viejo.
-«Al
presentarse en escena, dice su hermano Luis, a quien todavía sigo a
ciegas, hubo en el público un movimiento de disgusto.» No pareció
simpático. Pero él, que había nacido para las batallas, ante la
oposición sorda, que conoció en la frialdad ambiente, supo
crecerse, olvidar sus males; sacó fuerzas de flaqueza para vencer al
público refractario, nuevo para él, a ese público que cambia en
tan pocos años y que tan luego se olvida de los amigos y de los
favoritos. Luchó y venció; se olvidó pronto la desventaja de su
figura triste, de su postración física, y se le adivinó en el
acento apasionado, en el timbre singular que siempre hizo de las
cuerdas vocales de Rafael una lira apropiada a la música de nuestros
poetas de los siglos de oro. A Calderón, a quien tantos triunfos
habría de deber más adelante, debió el de aquella noche crítica,
decisiva para el porvenir de Calvo.
El
público no cesaba de aplaudir. El primer actor que buscaba Roca por
poco dinero, había parecido.
-Siguió
a esta obra, añade D. Luis, el estreno de La
Beltraneja...
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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