Translate

lunes, 15 de septiembre de 2014

Zurita - Cap. II

Tenía ya treinta años. Hasta los quince había ayudado a su padre a enseñar latín; a los veinte se había hecho bachiller en artes en el Instituto de Guadalajara; después había vivido tres años dando paso de Retórica, Psicología, Lógica y Ética a los niños ricos y holgazanes. Un caballero acaudalado se lo llevó a Oviedo en calidad de ayo de sus hijos, y allí pudo cursar la carrera del Notariado. A los veinticinco años la historia le encuentra en Valencia sirviendo de ayuda de cámara, disfrazado de maestro, a dos estudiantes de leyes, huérfanos, americanos. A cada nuevo título académico que adquiría Zurita cambiaba de amo, pero siempre seguía siendo criado con aires de pedagogo. Parecía que su destino era aprenderse de memoria, a fuerza de repetirlas, las lecciones que debían saber los demás. Al cabo supo todo lo que ignoraban los que medraron mucho más que él. Zurita les enseñaba... y ellos no aprendían; pero ellos subían y él no adelantaba un paso.
Estas reflexiones no son de Zurita. Aquiles seguía pensando que era muy temprano para medrar. A los veintisiete años emprendió la carrera de filosofía y letras, que, según él, era su verdadera vocación. «Ahora me toca estudiar a mí» se dijo el infeliz, que no había crecido de tanto estudiar; que tenía una palidez eterna, como reflejo de la palidez de las hojas de sus libros.
¿De qué vivía Zurita después que dejó de enseñar Retórica y cepillar la ropa a sus discípulos? Vivía de sus ahorros. El ahorro era una religión y una tradición familiar para Aquiles. El amanuense de Hermosilla, el que había copiado en hermosa letra de Torío toda la Ilíada en endecasílabos, había sido, además de humanista, avaro; guardaba un cuarto y lo ponía a parir; y a veces los cuartos del dómine de Azuqueca parían gemelos. Desde niño Aquiles que tenía la moral casera por una moral revelada, se había acostumbrado al ahorro como a una segunda naturaleza. La idea del fruto civil le parecía tan inherente a las leyes de la creación como la de todo desarrollo y florecimiento. Así como la tierra -o sea Demetera según Zurita- de su fecundo seno saca todos los frutos, así el ahorro en el orden social produce el interés, su hijo legítimo. Malgastar un cuarto le parecía al tierno Aquiles tan bárbara acción como hacer malparir a una oveja o aplastarle en el vientre los póstumos recentales, o como destrozar un árbol robándole la misteriosa savia que corría a nutrir y dar color de salud a los frutos incipientes.
Cuando leyó, hombre ya, la apología que escribió Bastiat del petit centime, Aquiles lloró enternecido. Bastiat fue para él un San Juan del evangelio económico.
Aquello que la ciencia le decía lo había él adivinado. Pero ¡con qué elocuencia lo demostraba el sabio! ¡La religión del interés! ¡La religión del ahorro! ¡Las armonías del tanto por ciento!... Esto era lo que él había aprendido empíricamente en el hogar bendito. «El dómine de Azuqueca era, además de un Quintiliano, un Bastiat inconsciente!». Zurita alababa la memoria de su padre, que tenía un altar en su corazón; y prestaba dinero a interés a sus condiscípulos. Como él era estoico, le costó poco trabajo vivir como un asceta; apenas comía, apenas vestía; su posada era la más barata de Valencia; le sobraba casi todo el sueldo que le daban los estudiantes americanos, como antes le había sobrado la soldada que recibía del ricacho de Oviedo. Cuando Zurita se decidió a estudiar de veras, con independencia, sin dar lecciones ni limpiar botas, reunía, merced a sus ahorros y a los que heredara de su padre, una renta de dos mil trescientos reales, colocada a salto de mata, en peligrosos parajes del crédito, pero a un interés muy respetable, en consonancia con el riesgo. Cobraba los intereses a toca-teja, sin embargo, merced a su fuerza de voluntad, a su constancia en el pedir y a la pequeñez de las cantidades que tenían que entregarle sus deudores. Por cobrar una peseta de intereses daba tres vueltas al mundo, y abrumaba al deudor con su presencia, y se dejaba insultar. Siempre cobraba. Peseta a peseta y a lo más duro a duro, recogía sus rentas, las rentas de aquel capital esparcido a todos los vientos. De los dos mil trescientos reales le sobraban al año los trescientos para aumentar el capital. Las matrículas no le costaban dinero, sino disenterías, porque las ganaba a fuerza de estudiar. Su presupuesto exigía que los estudios se los pagase el Estado. Tenía por consiguiente, que ganar de seguro el premio llamado... matrícula de honor; tenía que estudiar de manera que a ningún condiscípulo pudiese ocurrírsele disputarle el premio. Y conseguía su propósito. No había más que sacrificar el estómago y los ojos. Con sus dos mil reales pagaba la posada y se vestía y calzaba. Su ambición oculta, la que apenas se confesaba a sí mismo, era ir a Madrid. Su gran preocupación eran las eminencias, a quien también llamaba aquellas lumbreras. Aunque sus aficiones intelectuales y los recuerdos de las enseñanzas domésticas le inclinaban a las ideas que se suele llamar reaccionarias, en punto a lumbreras admiraba las de todos los partidos y escuelas, y lo mismo se pasmaba ante un discurso de Castelar que ante una lamentación de Aparisi. ¡Si él pudiese oír algún día y ver de cerca a todos aquellos sabios que explicaban en la Universidad Central, en el Ateneo y hasta en el Fomento de las Artes! A los muchachos valencianos que estudiaban en Madrid les preguntaba, cuando volvían por el verano, mil pormenores de las costumbres, figuras y gestos de las lumbreras. Leía todos los libros nuevos que caían en sus manos, y se deses-peraba cuando no entendía muy bien las modernas teorías.
Quedarse zaguero en materia científica o literaria se le antojaba el colmo de lo ridículo, y los autores que le atraían a su causa en seguida eran los que trataban de ignorantes, fanáticos y tras-nochados a los que no seguían sus ideas. Por más que el corazón le llamaba hacia las doctrinas tradicionales, al espiritualismo más puro, los libros de cubierta de color de azafrán, que entonces empezaban a correr por España anunciando, entre mil galicismos, que el pensamiento era una sección del cerebro, trastornaban el juicio del pobre Zurita.
La duda entró en su alma como un terremoto, y sus entrañas padecieron mucho con aquellos estremecimientos de las creencias. Muchas veces, mientras sacaba lustre a las botas de algún discípulo muy amado, su pensamiento padecía torturas en el potro de una duda acerca de la permanencia del yo. -¿El yo de hoy es el yo de ayer, señor Zurita? -le había preguntado un filósofo que acababa de cursar el doctorado de letras en Madrid, y venía con una porción de problemas filosóficos en la maleta.
Zurita a sus solas meditaba: «Mi yo de hoy ¿es el mismo de ayer? Este que limpia estas botas ¿es el mismo que las limpió ayer?». Y para sacar mejor el lustre, contrayendo los músculos de la boca, arrojaba sobre la piel de becerro el aliento de sus pulmones.
El aliento salía caliente, y esto le recordaba la teoría de Anaxímenes y en general las de toda la escuela jónica; y el materialismo antiguo, empalmado con el moderno se le volvía a aparecer mortificándole con sus negaciones supremas de lo espiritual, inmortal y suprasensible. El pobre muchacho pasaba las de Caín con estas dudas. En materias literarias también su pensamiento había sufrido una revolución, como decía Zurita, imitando sin querer el estilo de las lumbreras. -¡Él, que se había criado en el estilo más clásico que pudo enseñar amanuense de retórico!- Ya se había acabado la retórica complicada de las figuras, y según veía por sus libros, y según lo que le decían los estudiantes que venían de Madrid, ahora la poesía era objetiva o subjetiva, y el arte tenía una finalidad propia con otra porción de zarandajas filosóficas todas extranjeras. Para enterarse bien de todas estas y otras muchas novedades, deseaba, sin poder soñar con otra cosa, verse en la corte en las cátedras de la Universidad Central, cara a cara con el profesor insigne de Filosofía a la moda y con el de literatura trascendental y enrevesada.
Llegó el día esperado con tal ansia, y Zurita entró en la corte, y antes de buscar posada, fue a matricularse en el doctorado de Filosofía y Letras. Licenciado ya se había hecho, según queda apuntado.
En la fonda de seis reales sin principio en que hubo de acomodarse, encontró un filósofo cejijunto, taciturno y poco limpio que dormía en su misma alcoba, la cual tenía vistas a la cocina por un ventanillo cercano al techo... y no tenía más vistas.
Era el filósofo hombre, o por lo menos filósofo, de pocas palabras, y jamás a los disparates que decían los otros huéspedes en la mesa quería mezclar los que a él pudieran ocurrírsele. Zurita le pidió permiso la primera noche para leer en la cama hasta cerca de la madrugada. Separaba los dos miserables catres el espacio en que cabía apenas una mesilla de nogal mugrienta y desvencijada; allí había que colocar el velón de aceite (porque el petróleo apestaba), y como la luz podía ofender al filósofo, que no velaba, creyó Zurita obligación suya pedir licencia.
El filósofo, que tendría sus treinta y cuatro años y parecía un viejo malhumorado, seco y frío, se desnudaba mirando a Zurita, que ya estaba entre sábanas, con gesto de lástima orgullosa, y contestó:
-Usted, señor mío, es muy dueño de leer las horas que quiera, que a mí la luz no me ofende para dormir. El mal será para V., que con velar perderá la salud y con leer llenará el espíritu de prejuicios.
No replicó Zurita, por falta de confianza pero no dejó de asombrarle aquello de los prejuicios. Poco a poco, pero sin trabajo, fue consiguiendo que el filósofo se dignara soltar delante de él alguna sentencia, no a la mesa al almorzar o al cenar, sino en la alcoba antes de dormirse.
Como Zurita observase que el señor don Cipriano, que así se llamaba, y nunca supo su apellido, sobre todo asunto de ciencia o arte daba sentencia firme y en dos palabras condenaba a un sabio y en media absolvía a otro, se le ocurrió preguntarle un día que a qué hora estudiaba tanto como necesitaba saber para ser juez inapelable en todas las cuestiones. Sonrió don Cipriano y dijo:
-Ha de saber el licenciado Zurita que nosotros no leemos libros, sino que «aprendemos en la propia reflexión, ante nosotros mismos, todo lo que hay puesto en la conciencia para conocer en vista inmediata, no por saberlo, sino por serlo».
Y se acostó el filósofo sin decir más, y a poco roncaba.
Zurita aquella noche no podía parar atención en lo que leía, y dejaba el libro a cada pocos minutos, y se incorporaba en su catre para ver al filósofo dormir.
Empezaba a parecerle un tantico ridículo buscar la sabiduría en los libros, mientras otros roncando se lo encontraban todo sabido al despertar.
Algunas veces había visto al don Cipriano en los claustros de la Universidad; pero, como sabía que no era estudiante, no podía averiguar a qué iba allí.  
Una noche, en que la confianza fue a más se atrevió a preguntár-selo.
El filósofo le dijo que él también iba a cátedra, pero no con el intento de tomar grados ni títulos, sino con el de comulgar en la ciencia con sus semejantes, como también Zurita podía hacer, si le parecía conveniente.
Contestó Aquiles que nada sería más de su agrado que estudiar desinteresadamente y comulgar en aquello que se le había dicho.
A los pocos días Zurita comenzaba a ser krausista como el señor don Cipriano, con quien asistía a una cátedra que ponía un señor muy triste. Sin dejar las clases en que estaba matriculado, consagró lo más y lo principal de su atención a la nueva filosofía (nueva para él) que le enseñaba el señor taciturno, con ayuda del filósofo de la posada. Don Cipriano le decía que al principio no entendería ni una palabra; que un año, y aun dos, eran pocos para comenzar a iniciarse en aquella filosofía armónica, que era la única; pero que no por eso debía desmayar, pues, como aseguraba el profesor, para ser filósofo no se necesita tener talento. Estas razones no le parecían muy fuertes a Zurita, porque ni él necesitaba tales consuelos, ni había dejado de entender una palabra de cuantas oyera al profesor.
A esto replicaba don Cipriano que lo de creer entenderle era un puro prejuicio, preocupación subjetiva, y el declarar que entendía, prueba segura de no entender.
Cada día iba estando más clara para el buen Aquiles la doctrina del maestro; pero como don Cipriano se obstinaba en probarle que era imposible que comprendiese de buenas a primeras lo que otros empezaban a vislumbrar a los tres años de estudio, el dócil alcarreño se persuadió al cabo de que vivía a oscuras y de que el ver la luz de la razón iba para largo. Tendría paciencia.
Cuando el catedrático de los anteojos le preguntó si era hijo de Peleo y lo que era conocimiento en Valencia, Aquiles desahogó la tristeza que le produjo el ridículo en el pecho de su filósofo de la posada.
-Merecida se tiene usted esa humillación, por asistir a esas cátedras de pensadores meramente subjetivos, que comienzan la ciencia desde la abstracción imponiendo ideas particulares como si fueran evidentes.
-Pero, señor don Cipriano, como yo necesito probar el doctorado...
-Déjese usted de títulos y relumbrones. ¿No es usted ya licenciado? ¿No le basta eso?
-Pero, como quiero hacer oposición a cátedras...
-Hágalas usted.
-¿Cómo, sin ser doctor?
-A cátedras de Instituto.
-Pero esas no tienen ascensos, ni derechos pasivos, y si llego a casarme...
-¡Ta, ta, ta! ¿Qué tiene que ver la ciencia con las clases pasivas ni con su futura de usted? El filósofo no se casa si no puede. ¿No sabe usted, señor mío, amar la ciencia por la ciencia?... Concrétese usted a una aspiración; determine usted su vocación, dedicándose, por ejemplo, a una cátedra de Psicología, Lógica y Ética, y prescinda de lo demás. Así se es filósofo, y sólo así.
Zurita no volvió a la cátedra del señor de los ojos ahumados.
Perdió el curso, es decir, no se examinó siquiera, ni volvió a pensar en el doctorado, que era su ambición única allá en Valencia.
Lo que a él le importaba ahora ya no era un título más, sino encontrar a Dios en la conciencia, siendo uno con Él y bajo Él.
Buscaba Aquiles, pero Dios no aparecía de ese modo.
Su vida material (la de Zurita) no tenía accidentes dignos de mención. Pasaba el día en la Universidad o en su cuartito junto a la cocina. En la mesa le dejaban los peores bocados y los comía sin protestar. La patrona, que era viuda de un escritor público y tenía un lunar amarillo con tres pelitos rizados cerca de la boca, la patrona miraba con ojos tiernos (restos de un romanticismo ahumado en la cocina) a su huésped predilecto, al pobre Zurita, capaz de comer suelas de alpargata si venían con los requisitos ordinarios de las chuletas rebozadas con pan tostado. Nunca atendía al subsuelo Aquiles. Debajo del pan, cualquier cosa; él de todos modos lo llamaría chuleta. Mascaba y tragaba distraído; si el bocado de estopa, o lo que fuese, oponía una resistencia heroica a convertirse en bolo alimenticio y no quería pasar del gaznate, a Zurita se le pasaba por la imaginación que estaba comiendo algo cuya finalidad no era la deglución ni la digestión; pero se resignaba. ¡Era cuestión tan baladí averiguar si aquello era carne o pelote!
¡Con qué lástima miraba Aquiles a un huésped, estudiante de Farmacia, que todos los días protestaba las chuletas de doña Concha (la patrona), diciendo que «aquello no constituía un plato fuerte, como exigían las bases del contrato, y que él no quería ser víctima de una mistificación»! ¡Si estaría lleno de prejuicios aquel estudiante! Doña Concha le servía un par de huevos fritos sucedáneos de la chuleta. El estudiante de Farmacia, por fórmula, pedía siempre la chuleta, pero dispuesto a comer los huevos. La criada acudía con el plato no constituyente, como le llamaban los otros huéspedes; el de Farmacia, con un gesto majestuoso, lo rechazaba y decía «¡huevos!» como pudiera haber dicho Delenda est Carthago. La chuleta del estudiante, según los maliciosos, ya no era de carne, era de madera, como la comida de teatro. Esto se confirmó un día en que doña Concha, haciendo la apología de la paciencia gástrica de Zurita, exclamó: «¡Ese ángel de Dios y de las escuelas sería capaz de comerse la chuleta del boticario!».
Don Cipriano ya no almorzaba ni comía en la casa. No venía más que a dormir.
Zurita le veía pocas veces en la cátedra del filósofo triste. El otro le explicaba su ausencia diciendo:
-Es que ahora voy a oír a Salmerón y a Giner. Usted todavía no está para eso.
En efecto, Zurita, aunque empezaba a sospechar que su profesor de filosofía armónica no daba un paso, se guardaba de dar crédito a estas aprensiones subjetivas, y continuaba creyendo al sabio melancólico bajo su palabra.
Una noche D. Cipriano entró furioso en la alcoba; Zurita, que meditaba, con las manos cruzadas sobre la cabeza, metido en la cama, pero sentado y vestido de medio cuerpo arriba; Zurita, volviendo de sus espacios imaginarios, le preguntó:
-¿Qué hay, maestro?
-¡Lea V.! -gritó D. Cipriano, y le puso delante de los ojos un papel impreso en que al filósofo de seis reales sin principio y a otros como él les llamaban, sin nombrarles, attachés, o sea agregados, del krausismo. Zurita se encogió de hombros. No comprendía por qué D. Cipriano se irritaba; ni ser agregado de la ciencia le parecía un insulto, ni quien escribía aquello, que era un pensador meramente discursivo, de ingenio, pero irracional (según la suave jerga de D. Cipriano), merecía que se tomase en cuenta su opinión.
El filósofo llamó idiota a Zurita y apagó la luz con un soplo cargado de ira.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo) 

No hay comentarios:

Publicar un comentario