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viernes, 22 de febrero de 2013

Dentro de mil años

Sí, dentro de mil años la gente cruzará el océano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de América acudirán a visitar la vieja Europa. Vendrán a ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.
El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán fluyendo aún; el Montblanc continuará enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarán sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentáneas grandezas han caído en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allí el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.
-¡A Europa! -exclamarán las jóvenes generaciones americanas. ¡A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa!
Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesía es más rápida que por el mar; el cable electromagnético que descansa en el fondo del océano ha telegrafiado ya dando cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía; han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre Inglaterra. Allí pisarán el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la política y de las máquinas, como la llaman otros. La visita durará un día: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue por el túnel del canal hacia Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón. Se cita a Molière, los eruditos hablan de una escuela clásica y otra romántica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a héroes, vates y sabios que nuestra época desconoce, pero que más tarde nacieron sobre este cráter de Europa que es París.
La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aún en los valles floridos, y en estrofas antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra.
Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy está decaída, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aún se abrigan dudas sobre su autenticidad.
Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allí, viste mucho. El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta que estuvo el jardín del harén en tiempos de los turcos.
Continúa el itinerario aéreo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra época no conoce aún; pero aquí y allá -sobre lugares ricos en recuerdos que algún día saldrán del seno del tiempo- se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo.
Al fondo se despliega Alemania -otrora cruzada por una densísima red de ferrocarriles y canales- el país donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un día de estancia en Alemania y otro para el Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos héroes y de los hombres eternamente jóvenes del Septentrión. Islandia queda en el itinerario de regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla está extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incólume en el mar bravío.
-Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho días. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero -aquí se cita un nombre conocido en aquel tiempo- ha demostrado en su famosa obra: Cómo visitar Europa en ocho días.

1.003. Andersen, Hans Christian

Chacharas de niños

En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.
Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.
-¡Soy camarera del Rey! -decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.
-Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» -prosiguió-, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡-sen, -sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.
Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en «sen». Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz:
-Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo?
-Mi padre -intervino la hija de un escritor- puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico.
Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta.
En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación. Para él era recompensa bastante y sobrada.
«¡Quién fuera uno de ellos!», pensó, y al oír lo que decían, seguramente se entristeció mucho. En casa, sus padres no tenían ni un mísero chelín para ahorrar, ni medios para comprar un periódico; y no hablemos ya de escribirlo. Y lo peor de todo era que el apellido de su padre, y también el suyo, terminaba en «sen». Nada podría ser en el mundo, por tanto. ¡Qué triste! En cuanto a nacido, creía serlo como se debe, pues de otro modo no es posible.
Así discurrió aquella velada.
Transcurrieron muchos años, y aquellos niños se convirtieron en hombres y mujeres.
Se levantaba en la ciudad una casa magnífica, toda ella llena de preciosidades. Todo el mundo deseaba verla; hasta de fuera venía gente a visitarla. ¿A cuál de aquellos niños pertenecía? No es difícil adivinarlo. Pero tampoco es tan fácil, pues la casa pertenecía al chiquillo pobre, que llegó a ser algo, a pesar de que su nombre terminaba en «sen»: se llamaba Thorwaldsen.
¿Y los otros tres niños, los hijos de la sangre, del dinero y de la presunción? Pues de ellos salieron hombres buenos y capaces, ya que todos tenían buen fondo. Lo que entonces habían pensado y dicho no era sino eso, chácharas de niños.

1.003. Andersen, Hans Christian

Colas el chico y colas el grande

Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: Colás.
Pero uno tenía cuatro caballos y el otro solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los cuatro caballos y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera.
Durante toda la semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo.
¡Había que ver a Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!»
-No debes decir esto -lo reprendió Colás el Grande. Sólo uno de los caballos es tuyo.
Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo, volvía a gritar: «¡Oh! ¡Mis caballos!».
-Te lo advierto por última vez -dijo Colás el Grande. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado.
-Te prometo que no volveré a decirlo -respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!».
-¡Ya te daré yo tus caballos! -gritó el otro, y agarrando un mazo le dio en la cabeza al caballo de Colás el Chico, y lo mató.
-¡Ay! ¡Me he quedado sin caballo! -se lamentó el pobre Colás, echándose a llorar. Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, la metió en un saco que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendía.
La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche.
A muy poca distancia del camino había una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. «Esa gente me permitirá pasar la noche aquí», pensó Colás el Chico, y llamó a la puerta.
Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos.
-Bueno, no tendré más remedio que pasar la noche fuera -dijo Colás, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices.
Había muy cerca un gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de paja.
-Puedo dormir allá arriba -dijo Colás el Chico, al ver el tejadillo; será una buena cama. No creo que a la cigüeña se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado había hecho su nido una auténtica cigüeña.
Se subió nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquí que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podía verse el interior.
En el centro de la habitación había puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristán; ella le servía, y a él se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito.
«¡Quién estuviera con ellos!», pensó Colás el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que había además un soberbio pastel. ¡Qué banquete, santo Dios!
Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba.
El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por eso el sacristán de la aldea había esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor que tenía. Al oír al hombre que volvía se asustaron los dos, y ella pidió al sacristán que se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Se apresuró a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas.
-¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecía el banquete.
-¿Quién anda por ahí? -preguntó el campesino mirando a Colás. ¿Qué haces en la paja? Entra, que estarás mejor.
Entonces Colás le contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche.
-No faltaba más -le respondió el labrador, pero antes haremos algo por la vida.
La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno.
Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido.
-¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo que volvía a pisarlo y producía un chasquido más ruidoso que el primero.
-¡Oye! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el dueño de la casa.
-Nada, es un brujo -respondió el otro. Dice que no tenemos por qué comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno.
-¿Qué dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer había ocultado, pero que él supuso que estaban allí por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado y el dulce. Entonces Colás volvió a oprimir el saco y la piel crujió de nuevo.
-¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.
-Dice -respondió el muy pícaro- que también ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que están en aquel rincón, al lado del horno.
La mujer no tuvo más remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. ¡Qué no hubiera dado por tener un brujo como el que Colás guardaba en su saco!
-¿Es capaz de hacer salir al diablo? -preguntó. Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre.
-¡Claro que sí! -replicó Colás. Mi brujo hace cuanto le pido. ¿Verdad? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido. ¿Oyes? Ha dicho que sí. Pero el diablo es muy feo; será mejor que no lo veas.
-No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es?
-Pues se parece mucho a un sacristán.
-¡Uf! -exclamó el campesino-. ¡Sí que es feo! ¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podré tolerar por una vez. Hoy me siento con ánimos; con tal que no se me acerque demasiado...
-Como quieras, se lo pediré al brujo -dijo Colás, y pisando el saco aplicó contra él la oreja.
-¿Qué dice?
-Dice que abras aquella arca y verás al diablo; está dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podría escaparse.
-Ayúdame a sostenerla -le pidió el campesino, dirigiéndose hacia el arca en que la mujer había metido al sacristán de carne y hueso, el cual se moría de miedo en su escondrijo.
El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior.
-¡Uy! -exclamó, pegando un salto atrás-. Ya lo he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso!
Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo.
-Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino. Pide lo que quieras; te daré aunque sea una fanega de dinero.
-No, no puedo -replicó Colás-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo.
-¡Me he encaprichado con él! ¡Véndemelo! -insistió el otro, y siguió suplicando.
-Bueno -se avino al fin Colás. Lo haré porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederé el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante.
-La tendrás -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte también el arca; no la quiero en casa ni un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún en ella!
Colás el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca.
-¡Adiós! -dijo Colás, alejándose con las monedas y el arca que contenía al sacristán. Por el borde opuesto del bosque fluía un río caudaloso y muy profundo; el agua corría con tanta furia que era imposible nadar a contra corriente. No hacía mucho que habían tendido sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristán:
-¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echaré al río. Si va flotando hasta mi casa, bien; y si no, no importa.
Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al río.
-¡Detente, no lo hagas! -gritó el sacristán desde dentro. Déjame salir primero.
-¡Dios me valga! -exclamó Colás, simulando espanto. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río sin perder tiempo, que se ahogue!
-¡Oh, no, no! -suplicó el sacristán. Si me sueltas te daré una fanega de dinero.
-Bueno, esto ya es distinto -aceptó Colás, abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde Colás recibió el dinero prometido. Con el que le había entregado el campesino tenía ahora el carretón lleno.
«Me he cobrado bien el caballo» se dijo cuando, de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación. «¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré».

1.003. Andersen, Hans Christian

Cinco en una vaina

Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde también, creían que el mundo entero era verde, y tenían toda la razón. Creció la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucía el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvía transparente. El interior era tibio y confortable, había claridad de día y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debían ocuparse.
-¿Nos pasaremos toda la vida metidos aquí? -decían. ¡Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay más cosas allá fuera; es como un presentimiento.
Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, también.
-¡El mundo entero se ha vuelto amarillo! -exclamaron; y podían afirmarlo sin reservas.
Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.
-Pronto nos abrirán -dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento.
-Me gustaría saber quién de nosotros llegará más lejos -dijo el menor de los cinco-. No tardaremos en saberlo.
-Será lo que haya de ser -contestó el mayor.
¡Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decía que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló.
-¡Heme aquí volando por el vasto mundo! ¡Alcánzame, si puedes! -y salió disparado.
-Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo. Es una vaina como Dios manda, y que me irá muy bien.
Y allá se fue.
-Cuando lleguemos a nuestro destino podremos descansar un rato -dijeron los dos siguientes-, pero nos queda aún un buen trecho para rodar-, y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella.
¡Llegaremos más lejos que todos!
-¡Será lo que haya de ser! -dijo el último al sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar contra la vieja tabla, bajo la ventana de la buhardilla, justamente en una grieta llena de musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió amorosamente. Y allí se quedó el guisante oculto, pero no olvidado de Dios.
-¡Será lo que haya de ser! -repitió.
Vivía en la buhardilla una pobre mujer que se ausentaba durante la jornada para dedicarse a limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni ánimos, a pesar de lo cual seguía en la pobreza. En la reducida habitación quedaba sólo su única hija, mocita delicada y linda que llevaba un año en cama, luchando entre la vida y la muerte.
-¡Se irá con su hermanita! -suspiraba la mujer. Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el trabajo conmigo y se me llevó una. Bien quisiera yo ahora que me dejase la que me queda, pero seguramente a Él no le parece bien que estén separadas, y se llevará a ésta al cielo, con su hermana.
Pero la doliente muchachita no se moría; se pasaba todo el santo día resignada y quieta, mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan de las dos.
Llegó la primavera; una mañana, temprano aún, cuando la madre se disponía a marcharse a la faena, el sol entró piadoso a la habitación por la ventanuca y se extendió por el suelo, y la niña enferma dirigió la mirada al cristal inferior.
-¿Qué es aquello verde que asoma junto al cristal y que mueve el viento?
La madre se acercó a la ventana y la entreabrió.
-¡Mira! -dijo, es una planta de guisante que ha brotado aquí con sus hojitas verdes. ¿Cómo llegaría a esta rendija? Pues tendrás un jardincito en que recrear los ojos.
Acercó la camita de la enferma a la ventana, para que la niña pudiese contemplar la tierna planta, y la madre se marchó al trabajo.
-¡Madre, creo que me repondré! -exclamó la chiquilla al atardecer-. ¡El sol me ha calentado tan bien, hoy! El guisante crece a las mil maravillas, y también yo saldré adelante y me repondré al calor del sol.
-¡Dios lo quiera! -suspiró la madre, que abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo, puso un palito al lado de la tierna planta que tan buen ánimo había infundido a su hija, para evitar que el viento la estropease. Sujetó en la tabla inferior un bramante, y lo ató en lo alto del marco de la ventana, con objeto de que la planta tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus zarcillos a medida que se encaramase. Y, en efecto, se veía crecer día tras día.
-¡Dios mío, hasta flores echa! -exclamó la madre una mañana y le entró entonces la esperanza y la creencia de que su niña enferma se repondría. Recordó que en aquellos últimos tiempos la pequeña había hablado con mayor animación; que desde hacía varias mañanas se había sentado sola en la cama, y, en aquella posición, se había pasado horas contemplando con ojos radiantes el jardincito formado por una única planta de guisante.
La semana siguiente la enferma se levantó por primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada al sol, con la ventana abierta; y fuera se había abierto también una flor de guisante, blanca y roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó amorosamente los delicados pétalos. Fue un día de fiesta para ella.
-¡Dios misericordioso la plantó y la hizo crecer para darte esperanza y alegría, hijita! -dijo la madre, radiante, sonriendo a la flor como si fuese un ángel bueno, enviado por Dios.
Pero, ¿y los otros guisantes? Pues verás: Aquel que salió volando por el amplio mundo, diciendo: «¡Alcánzame si puedes!», cayó en el canalón del tejado y fue a parar al buche de una paloma, donde se encontró como Jonás en el vientre de la ballena. Los dos perezosos tuvieron la misma suerte; fueron también pasto de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto, el que pretendía volar hasta el Sol, fue a caer al vertedero, y allí estuvo días y semanas en el agua sucia, donde se hinchó horriblemente.
-¡Cómo engordo! -exclamaba satisfecho. Acabaré por reventar, que es todo lo que puede hacer un guisante. Soy el más notable de los cinco que crecimos en la misma vaina.
Y el vertedero dio su beneplácito a aquella opinión.
Mientras tanto, allá, en la ventana de la buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus hermosas manos sobre la flor del guisante y daba gracias a Dios.
-El mejor guisante es el mío -seguía diciendo el vertedero.

1.003. Andersen, Hans Christian

Cada cosa en su sitio

Hace de esto más de cien años.
Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las cañas.
Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el látigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.
-¡Cada cosa en su sitio! -exclamó. ¡El tuyo es el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demás le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:
«¡Borrachas llegan las ricas aves!».
Dios sabe lo rico que era.
La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.
-¡Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al noble en tono de burla y poniendo a la muchacha en un lugar seco. Luego intentó volver a adherir la rama quebrada al árbol; pero eso de «cada cosa en su sitio» no siempre tiene aplicación, y así la clavó en la tierra reblandecida. Crece si puedes; crece hasta convertirte en una buena flauta para la gente del castillo.
Con ello quería augurar al noble y los suyos un bien merecido castigo. Subió después al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas; no era bastante distinguido para ello. Sólo le permitieron entrar en la habitación de la servidumbre, donde fueron examinadas sus mercancías y discutidos los precios. Pero del salón donde se celebraba el banquete llegaba el griterío y alboroto de lo que querían ser canciones; no sabían hacerlo mejor. Resonaban las carcajadas y los ladridos de los perros. Se comía y bebía con el mayor desenfreno. El vino y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los canes favoritos participaban en el festín; los señoritos los besaban después de secarles el hocico con las largas orejas colgantes. El buhonero fue al fin introducido en el salón, con sus mercancías; sólo querían divertirse con él. El vino se les había subido a la cabeza, expulsando de ella a la razón. Le sirvieron cerveza en un calcetín para que bebiese con ellos, ¡pero deprisa! Una ocurrencia por demás graciosa, como se ve. Rebaños enteros de ganado, cortijos con sus campesinos fueron jugados y perdidos a una sola carta.
-¡Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero cuando hubo podido escapar sano y salvo de aquella Sodoma y Gomorra, como él la llamó-. Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allá arriba.
Y desde el vallado se despidió de la zagala con un gesto de la mano.
Pasaron días y semanas, y aquella rama quebrada de sauce que el buhonero plantara junto al foso, seguía verde y lozana; incluso salían de ella nuevos vástagos. La doncella vio que había echado raíces, lo cual le produjo gran contento, pues le parecía que era su propio árbol.
Y así fue prosperando el joven sauce, mientras en la propiedad todo decaía y marchaba del revés, a fuerza de francachelas y de juego: dos ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar el carro.
No habían transcurrido aún seis años, cuando el noble hubo de abandonar su propiedad convertido en pordiosero, sin más haber que un saco y un bastón. La compró un rico buhonero, el mismo que un día fuera objeto de las burlas de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron cerveza en un calcetín. Pero la honradez y la laboriosidad llaman a los vientos favorables, y ahora el comerciante era dueño de la noble mansión. Desde aquel momento quedaron desterrados de ella los naipes.
-¡Mala cosa! -decía el nuevo dueño. Viene de que el diablo, después que hubo leído la Biblia, quiso fabricar una caricatura de ella e ideo el juego de cartas.
El nuevo señor contrajo matrimonio -¿con quién dirías?. Pues con la zagala, que se había conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus nuevos vestidos aparecía tan pulcra y distinguida como si hubiese nacido en noble cuna. ¿Cómo ocurrió la cosa? Bueno, para nuestros tiempos tan ajetreados sería ésta una historia demasiado larga, pero el caso es que sucedió; y ahora viene lo más importante.
En la antigua propiedad todo marchaba a las mil maravillas; la madre cuidaba del gobierno doméstico, y el padre, de las faenas agrícolas. Llovían sobre ellos las bendiciones; la prosperidad llama a la prosperidad. La vieja casa señorial fue reparada y embellecida; se limpiaron los fosos y se plantaron en ellos árboles frutales; la casa era cómoda, acogedora, y el suelo, brillante y limpísimo. En las veladas de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y lino en el gran salón, y los domingos se leía la Biblia en alta voz, encargándose de ello el Consejero comercial, pues a esta dignidad había sido elevado el ex-buhonero en los últimos años de su vida. Crecían los hijos - pues habían venido hijos -, y todos recibían buena instrucción, aunque no todos eran inteligentes en el mismo grado, como suele suceder en las familias.
La rama de sauce se había convertido en un árbol exuberante, y crecía en plena libertad, sin ser podado.
-¡Es nuestro árbol familiar! -decía el anciano matrimonio, y no se cansaban de recomendar a sus hijos, incluso a los más ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen siempre.
Y ahora dejamos transcurrir cien años.
Estamos en los tiempos presentes. El lago se había transformado en un cenagal, y de la antigua mansión nobiliaria apenas quedaba vestigio: una larga charca, con unas ruinas de piedra en uno de sus bordes, era cuanto subsistía del profundo foso, en el que se levantaba un espléndido árbol centenario de ramas colgantes: era el árbol familiar. Allí seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un sauce cuando se lo deja crecer en libertad. Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz hasta la copa, y que la tempestad lo había torcido un poco; pero vivía, y de todas sus grietas y desgarraduras, en las que el viento y la intemperie habían deposi-tado tierra fecunda, brotaban flores y hierbas; principalmente en lo alto, allí donde se separaban las grandes ramas, se había formado una especie de jardincito colgante de frambuesas y otras plantas, que suministran alimento a los pajarillos; hasta un gracioso acerolo había echado allí raíces y se levantaba, esbelto y distinguido, en medio del viejo sauce, que se miraba en las aguas negras cada vez que el viento barría las lentejas acuáticas y las arrinconaba en un ángulo de la charca. Un estrecho sendero pasaba a través de los campos señoriales, como un trazo hecho en una superficie sólida.
En la cima de la colina lindante con el bosque, desde la cual se dominaba un soberbio panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso y suntuoso, con cristales tan transparentes, que se habría dicho que no los había. La gran escalinata frente a la puerta principal parecía una galería de follaje, un tejido de rosas y plantas de amplias hojas. El césped era tan limpio y verde como si cada mañana y cada tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la más ínfima brizna de hierba seca. En el interior del palacio, valiosos cuadros colgaban de las paredes, y había sillas y divanes tapizados de terciopelo y seda, que parecían capaces de moverse por sus propios pies; mesas con tablero de blanco mármol y libros encuadernados en tafilete con cantos de oro... Era gente muy rica la que allí residía, gente noble: eran barones.
Reinaba allí un gran orden, y todo estaba en relación con lo demás. «Cada cosa en su sitio», decían los dueños, y por eso los cuadros que antaño habrían adornado las paredes de la vieja casa, colgaban ahora en las habitaciones del servicio. Eran trastos viejos, en particular aquellos dos antiguos retratos, uno de los cuales representaba un hombre en casaca rosa y con enorme peluca, y el otro, una dama de cabello empolvado y alto peinado, que sostenía una rosa en la mano, rodeados uno y otro de una gran guirnalda de ramas de sauce. Los dos cuadros presentaban numerosos agujeros, producidos por los baronesitos, que los habían tomado por blanco de sus flechas. Eran el Consejero comercial y la señora Consejera, los fundadores del linaje.
-Sin embargo, no pertenecen del todo a nuestra familia -dijo uno de los baronesitos. Él había sido buhonero, y ella, pastora. No eran como papá y mamá.
Aquellos retratos eran trastos viejos, y «¡cada cosa en su sitio!», se decía; por eso el bisabuelo y la bisabuela habían ido a parar al cuarto de la servidumbre.
El hijo del párroco estaba de preceptor en el palacio. Un día salió con los señoritos y la mayor de las hermanas, que acababa de recibir su confirmación. Iban por el sendero que conducía al viejo sauce, y por el camino la jovencita hizo un ramo de flores silvestres. «Cada cosa en su sitio», y de sus manos salió una obra artística de rara belleza. Mientras disponía el ramo, escuchaba atentamente cuanto decían los otros, y sentía un gran placer oyendo al hijo del párroco hablar de las fuerzas de la Naturaleza y de la vida de grandes hombres y mujeres. Era una muchacha de alma sana y elevada, de nobles sentimientos, y dotada de un corazón capaz de recoger amorosamente cuanto de bueno había creado Dios.
Se detuvieron junto al viejo sauce. El menor de los niños pidió que le fabricasen una flauta, como las había tenido ya de otros sauces, y el preceptor rompió una rama del árbol.
-¡Oh, no lo hagáis! -dijo la baronesita; pero ya era tarde- ¡Es nuestro viejo árbol famoso! Lo quiero mucho. En casa se me ríen por eso, pero me da lo mismo. Hay una leyenda acerca de ese árbol...
Y contó cuanto había oído del sauce, del viejo castillo, de la zagala y el buhonero, que se habían conocido en aquel lugar y eran los fundadores de la noble familia de la baronesita.
-No quisieron ser elevados a la nobleza; eran probos e íntegros -dijo-. Tenían por lema: «Cada cosa en su sitio», y temían sentirse fuera de su sitio si se dejaban ennoblecer por dinero. Su hijo, mi abuelo, fue el primer barón; tengo entendido que fue un hombre sabio, de gran prestigio y muy querido de príncipes y princesas, que lo invitaban a todas sus fiestas. A él va la admiración de mi familia, pero yo no sé por qué los viejos bisabuelos me inspiran más simpatía. ¡Qué vida tan recogida y patriarcal debió de llevarse en el viejo palacio, donde el ama hilaba en compañía de sus criadas, y el anciano señor leía la Biblia en voz alta!
-Fueron gente sensata y de gran corazón -asintió el hijo del párroco; y de pronto se encontraron enzarzados en una conversación sobre la nobleza y la burguesía, y casi parecía que el preceptor no formaba parte de esta última clase, tal era el calor con qué encomiaba a la primera.
-Es una suerte pertenecer a una familia que se ha distinguido, y, por ello, llevar un impulso en la sangre, un anhelo de avanzar en todo lo bueno. Es magnífico llevar un apellido que abra el acceso a las familias más encumbradas. Nobleza es palabra que se define a sí misma, es la moneda de oro que lleva su valor en su cuño. El espíritu de la época afirma, y muchos escritores están de acuerdo con él, naturalmente, que todo lo que es noble ha de ser malo y disparatado, mientras en los pobres todo es brillante, tanto más cuanto más se baja en la escala social. Pero yo no comparto este criterio, que es completamente erróneo y disparatado. En las clases superiores encontramos muchos rasgos de conmovedora grandeza; mi padre me contó uno, al que yo podría añadir otros muchos. Un día se encontraba de visita en una casa distinguida de la ciudad, en la que según tengo entendido, mi abuela había criado a la señora. Estaba mi madre en la habitación, al lado del noble y anciano señor, cuando éste se dio cuenta de una mujer de avanzada edad que caminaba penosamente por el patio apoyada en dos muletas. Todos los domingos venía a recoger unas monedas. «Es la pobre vieja -dijo el señor-. ¡Le cuesta tanto andar!». Y antes de que mi madre pudiera adivinar su intención, había cruzado el umbral y corría escaleras abajo, él, Su Excelencia en persona, al encuentro de la mendiga, para ahorrarle el costoso esfuerzo de subir a recoger su limosna. Es sólo un pequeño rasgo, pero, como el óbolo de la viuda, resuena en lo más hondo del corazón y manifiesta la bondad de la naturaleza humana; y éste es el rasgo que debe destacar el poeta, y más que nunca en nuestro tiempo, pues reconforta y contribuye a suavizar diferencias y a reconciliar a la gente. Pero cuando una persona, por ser de sangre noble y poseer un árbol genealógico como los caballos árabes, se levanta como éstos sobre sus patas traseras y relincha en las calles y dice en su casa: «¡Aquí ha estado gente de la calle!», porque ha entrado alguien que no es de la nobleza, entonces la nobleza ha degenerado, ha descendido a la condición de una máscara como aquélla de Tespis; todo el mundo se burla del individuo, y la sátira se ensaña con él.
Tal fue el discurso del hijo del párroco, un poco largo, y entretanto había quedado tallada la flauta.
Había recepción en el palacio. Asistían muchos invitados de los alrededores y de la capital, y damas vestidas con mayor o menor gusto. El gran salón pululaba de visitantes. Reunidos en un grupo se veía a los clérigos de la comarca, retirados respetuosamente en un ángulo de la estancia, como si se preparasen para un entierro, cuando en realidad aquello era una fiesta, sólo que aún no había empezado de verdad.
Había de darse un gran concierto; para ello, el baronesito había traído su flauta de sauce, pero todos sus intentos y los de su padre por arrancar una nota al instrumento habían sido vanos, y, así, lo habían arrinconado por inútil.
Se oyó música y canto de la clase que más divierte a los ejecutantes, aunque, por lo demás, muy agradable.
-¿También usted es un virtuoso? -preguntó un caballero, un auténtico hijo de familia. Toca la flauta y se la fabrica usted mismo. Es el genio que todo lo domina, y a quien corresponde el lugar de honor. ¡Dios nos guarde! Yo marcho al compás de la época, y esto es lo que procede. ¿Verdad que va a deleitarnos con su pequeño instrumento?
Y alargando al hijo del párroco la flauta tallada del sauce de la charca, con voz clara y sonora anunció a la concurrencia que el preceptor de la casa los obsequiaría con un solo de flauta,
Fácil es comprender que se proponían burlarse de él, por lo que el joven se resistía, a pesar de ser un buen flautista. Pero tanto insistieron y lo importunaron, que, cogiendo el instrumento, se lo llevó a sus labios.
Era una flauta maravillosa. Salió de ella una nota prolongada, como el silbido de una locomotora, y más fuerte aún, que resonó por toda la finca, y, más allá del parque y el bosque, por todo el país, en una extensión de millas y millas; y al mismo tiempo se levantó un viento tempestuoso, que bramó: «¡Cada cosa en su sitio!».
Y ya tienen a papá volando, como llevado por el viento, hasta la casa del pastor, y a éste volando al palacio, aunque no al salón, pues en él no podía entrar, pero sí en el cuarto de los criados, donde quedó en medio de toda la servidumbre; y aquellos orgullosos lacayos, en librea y medias de seda quedaron como paralizados de espanto, al ver a un individuo de tan humilde categoría sentado a la mesa entre ellos.
En el salón, la baronesita fue trasladada a la cabecera de la mesa, el puesto principal, y a su lado vino a parar el hijo del párroco, como si fueran una pareja de novios. Un anciano conde de la más rancia nobleza del país permaneció donde estaba, en su lugar de honor, pues la flauta era justa, como se debe ser. El caballero chistoso, aquel hijo de familia que había provocado la catástrofe, voló de cabeza al gallinero, y no fue él solo.
El son de la flauta se oía a varias leguas a la redonda, y en todas partes ocurrían cosas extrañas. Una rica familia de comerciantes, que usaba carroza de cuatro caballos, se vio arrojada del carruaje; ni siquiera le dejaron un puesto detrás. Dos campesinos acaudalados, que en nuestro tiempo habían adquirido muchos bienes además de sus campos propios, fueron a dar con sus huesos en un barrizal. ¡Era una flauta peligrosa! Afortunadamente, reventó a la primera nota, y suerte hubo de ello. Entonces volvió al bolsillo. ¡Cada cosa en su sitio!
Al día siguiente no se hablaba ya de lo sucedido; de ahí viene la expresión: «Guardarse la flauta». Todo volvió a quedar como antes, excepto que los dos viejos retratos, el del buhonero y el de la pastora, fueron colgados en el gran salón, al que habían sido llevados por la ventolera; y como un entendido en cosas de arte afirmara que se trataba realmente de obras maestras, quedaron definitivamente en el puesto de honor. Antes se ignoraba su mérito, ¿cómo iba a saberse?
Pero desde aquel día presidieron el salón: «Cada cosa en su sitio», y ahí lo tienen. Larga es la eternidad, más larga que esta historia.

1.003. Andersen, Hans Christian


Cuento del zarévich iván, el pájaro de fuego y el lobo gris

En cierto reino,, en cierto país, vivía un zar llamado Vislav An­drónovich. Este zar tenía tres hijos: los zaréviches Dmitri, Vasili e Iván.
El zar Vislav Andrónovich poseía, además, un jardín que no tenía igual en ningún otro país. Crecían en aquel jardín muchos árboles valiosos, frutales y no frutales; pero, entre ellos, el predi­lecto del zar era un manzano que daba solamente manzanas de oro.
Un pájaro de fuego tomó la costumbre de penetrar en el jardín del zar Vislav. Tenía el plumaje de oro y los ojos parecidos al cris­tal de Oriente. Todas las noches llegaba volando al jardín, se posa­ba sobre el manzano predilecto del zar Vislav, arrancaba algunas manzanas y se marchaba.
El zar Vislav estaba muy apenado por lo que sucedía con aquel manzano y por que el pájaro de fuego hubiera arrancado tantos frutos. Por eso, llamó a sus tres hijos y les habló así:     
-Amados hijos, ¿cuál de vosotros podrá capturar al pájaro de fuego en mi jardín? Al que lo capture vivo le daré ya la mitad de mi reino y, cuando yo muera, suyo será todo lo demás.
Sus hijos, los zaréviches, exclamaron entonces al unísono:
-¡Padre y señor nuestro! ¡Majestad imperial! ¡Nos encantará cap­turar vivo al pájaro de fuego!
La primera noche fue el zarévich Dmitri a montar la guardia en el jardín. Se acomodó al pie del árbol del que arrancaba las man­zanas el pájaro de fuego, se quedó dormido y ni se enteró de que llegó el pájaro de fuego y se comió otras muchas.
Por la mañana, el zar Vislav llamó a su hijo, el zarévich Dmitri, y le preguntó:
-¿Has visto o no has visto al pájaro de fuego, hijo mío querido?
-No, padre y señor mío -contestó el hijo. Esta noche no ha venido.
A la noche siguiente le tocó al zarévich Vasili ir a acechar al pájaro de fuego en el jardín. Se instaló debajo del famoso árbol y, al cabo de un par de horas de oscuridad, se quedó dormido tan profundamente, que ni se enteró de que el pájaro de fuego llegó y estuvo comiendo manzanas.
El zar Vislav le llamó por la mañana para preguntarle:
-¿Has visto o no has visto al pájaro de fuego, hijo mío querido?
-Esta noche no ha venido, padre y señor mío.
A la tercera noche le tocó montar la guardia en el jardín al za­révich Iván. Sentado al pie del manzano, se pasó allí una hora, luego otra y otra más, hasta que de pronto resplandeció todo el jardín lo mismo que si hubiera habido muchas velas encendidas: llegó el pájaro de fuego, se posó en el árbol y empezó a comer manzanas.
El zarévich Iván se aproximó a él con tanto sigilo, que lo agarró de la cola. Pero no pudo detenerle: el pájaro se desprendió y echó a volar, dejando solamente entre las manos del zarévich Iván la pluma de la cola que había agarrado con tanta fuerza.
Por la mañana, apenas se despertó el zar Vislav, entró en sus aposentos el zarévich Iván y le entregó la pluma del pájaro de fuego.
El zar Vislav se alegró mucho de que el zarévich Iván hubiera conseguido arrancarle por lo menos una pluma de la cola al pájaro de fuego.
Aquella pluma era tan maravillosa y resplandeciente que, lle­vada a un aposento oscuro, le habría dado la misma luminosidad que multitud de velas encendidas. El zar Vislav colocó la pluma en su despacho, como si se tratara de una de esas cosas que de­ben conservarse eternamente.
A partir de entonces, el pájaro de fuego no volvió por el jardín.
El zar Vislav hizo venir a sus hijos y les habló de esta manera:
-Hijos míos queridos: os doy mi bendición para que vayáis a buscar al pájaro de fuego y me lo traigáis vivo. Lo que tengo pro­metido sigue en pie y, naturalmente, será para el que me traiga el pájaro de fuego vivo.
Los zaréviches Dmitri y Vasili empezaban a tomarle ojeriza a su hermano menor, el zarévich Iván, por haber logrado arrancarle al pájaro de fuego una pluma de la cola. Recibieron la bendición de su padre y partieron los dos en busca del pájaro de fuego.
También el zarévich Iván insistió en que le diera su bendición para ponerse en camino.
-Querido hijo y amada criatura -objetó el zar Vislav: eres todavía joven y no estás hecho a viajes tan largos y difíciles. ¿Por qué has de alejarte de mi? Tus dos hermanos ya se han marchado. ¿Y si te marchas tú también y os pasáis los tres mucho tiempo sin regresar? Yo he llegado a la vejez y camino hacia la tumba. Y si durante vuestra ausencia me llamara Dios a su lado, ¿quién gober­naría mi reino en mi lugar? Podría producirse una rebelión o esta­llar discordias entre nuestro pueblo y no habría nadie para resta­blecer el orden. O el enemigo podría amenazar nuestro territorio y no habría nadie para ponerse al mando de ejército.
Sin embargo, por mucho que intentara el zar Vislav retener al zarévich Iván, no tuvo más remedio que acceder en vista de su in­sistencia.
El zarévich Iván recibió la bendición de su padre, eligió un ca­ballo y se puso en marcha sin saber él mismo hacia dónde se diri­gía.
Caminando su camino, no sé si largo o corto, no sé si por mon­tes o por llanos, porque las cosas se cuentan muy pronto pero son largas de hacer, llegó por fin a unas verdes praderas. En aquel cam­po se alzaba un poste y en aquel poste había un cartel que decía: «Quien camine todo derecho a partir de este poste pasará hambre y frío; quien camine hacia la derecha quedará sano y salvo, pero su caballo morirá; quien camine hacia la izquierda perderá la vida. pero su caballo quedará sano y salvo.»
Después de leer la inscripción, el zarévich Iván se encaminó hacia la derecha diciéndose que, aunque muriese su caballo, él conser­varía la vida y, con el tiempo, podría conseguir otra montura.
Caminó un día, otro y otro, cuando de pronto salió a su en­cuentro un enorme lobo gris y le dijo:
-¡Ah! ¿Eres tú, joven zarévich Iván? Ya leíste lo que decía el cartel del poste. Sabiendo que moriría tu caballo, ¿por qué has ve­nido hacia acá?
Dicho lo cual, el lobo gris desventró al caballo del zarévich Iván y se alejó de allí.
Muy afligido por la pérdida de su caballo, el zarévich rompió a llorar amargamente y reanudó su camino a pie. Anduvo un día entero y, cuando iba a sentarse, horriblemente cansado, apareció de pronto el lobo gris y le dijo:
-Siento que te hayas fatigado tanto de caminar a pie y tam­bién siento haber matado a tu buen caballo. Pero no importa. Sú­bete encima de mí, del lobo gris, y dime a dónde debo conducirte y por qué.
El zarévich Iván le dijo al lobo gris a dónde debía ir, y el lobo gris partió con él encima, más raudo que un caballo. Al cabo de algún tiempo, precisamente al caer la noche, se detuvo al pie de un muro de piedra no muy alto y dijo:
-Bueno, zarévich Iván, apéate del, lobo gris y salta ese muro. Detrás hay un jardín y en el jardín está el pájaro de fuego metido en una jaula de oro. Coge al pájaro de fuego, pero no toques la jaula, porque si intentas llevártela no podrás escapar: te cazarán en seguida.
El zarévich saltó la tapia y, ya en el jardín vio al pájaro de fuego en la jaula de oro, que le gustó mucho. Sacó al pájaro de la jaula y volvió hacia la tapia, pro luego reflexionó y se dijo:
-Si me llevo al pájaro sin jaula, ¿dónde lo meto?
Volvió para atrás y no hizo más que descolgar la jaula, cuando todo el jardín se llenó de ruidos, porque la jaula estaba suspendida de cuerdas musicales.
Los centinelas se despertaron al instante, corrieron al jardín, de­tuvieron al zarévich Iván con el pájaro de fuego y le condujeron ante su señor, que era el zar Dolmat. El zar Dolmat se enfadó mu­chísimo con el zarévich Iván y le preguntó a gritos, con voz furiosa:
-¿Cómo no te da vergüenza robar, muchacho? ¿Quién eres, de qué tierras vienes, de qué padre eres hijo y cuál es tu nombre?
-Soy del reino de Vislav, hijo del zar Vislav Andrónovich, y me llamo el zarévich Iván. Tu pájaro de fuego ha cogido la cos­tumbre de venir a nuestro jardín todas las noches a comerse las manzanas de oro del árbol predilecto de mi padre y ha echado a perder casi enteramente el manzano. Por eso me ha mandado mi padre buscar el pájaro de fuego y llevárselo.
-Pero, joven zarévich Iván, ¿te parece bien portarte de esa ma­nera? -exclamó el zar Dolmat-. Si hubieras venido a verme, yo te habría dado el pájaro de fuego sin más historias. En cambio ahora. ¿qué te va a parecer cuando mande a todos los países la relación de lo mal que te has portado aquí? Aunque escucha una cosa, za­révich Iván: si me haces un favor yendo a los confines del mundo al más remoto de los países y le quitas para mí al zar Afron el caba­llo de las crines de oro, perdonaré tu falta y te regalaré con mucho gusto el pájaro de fuego; pero, si no me haces ese favor, haré sa­ber a todos los países que eres un ladrón sin honor.
El zarévich Iván se alejó muy triste del zar Dolmat, prometién­dole conseguir el caballo de las crines de oro.
Llegó donde había dejado al lobo gris y le contó todo lo que le había dicho el zar Dolmat.
-¡Vaya con el joven zarévich Iván! -rezongó el lobo gris-. ¿Por qué no atendiste lo que yo te dije y cogiste la jaula de oro? -Tienes razón. Discúlpame.
-En fin, sea -profirió el lobo gris-. Móntate encima del lobo gris y te llevaré donde tengas que ir.
El zarévich Iván se montó a lomos del lobo gris y el lobo gris echó a correr tan raudo como una saeta, hasta que por fin llegó al país del zar Afron, ya de noche. Entonces el lobo gris llevó al zarévich Iván a las blancas caballerizas reales y le dijo:
-Entra en esas caballerizas blancas, zarévich Iván (todos los mozos que las guardan están ahora profundamente dormidos). y llévate al caballo de las crines de oro. Pero no cojas la brida de oro que está colgada en la pared, porque ocurrirá una desgracia.
El zarévich Iván entró en las blancas caballerizas, agarró el ca­ballo de las crines de oro y ya se marchaba cuando vio la brida de oro colgada en la pared. Le gustó tanto, que la descolgó: pero al instante estalló un ruido tremendo por todas las caballerizas, por­que había cuerdas musicales atadas a aquella brida.
Los mozos de cuadra se despertaron en seguida, corrieron. aga­rraron al zarévich Iván y lo condujeron ante el zar Afron.
-Vamos a ver, joven -comenzó el zar Afron. ¿Quién eres de qué tierras vienes, de qué padre eres hijo y cuál es tu nombre?
-Soy del reino de Vislav -contestó el zarévich, hijo del zar Vislav Andró-novich, y me llamo el zarévich Iván.
-¡Vaya con el joven zarévich Iván! -siguió el zar Afron. ¿Te parece digno de un caballero lo que acabas de hacer? Podrías ha­ber acudido a mí y te hubiera dado por las buenas el caballo de las crines de oro. En cambio ahora, ¿qué te va a parecer cuando envíe a todos los países la relación de lo mal que te has portado aquí? Aunque escucha una cosa, zarévich Iván: si me haces un fa­vor yendo a los confines del mundo, al más remoto de los países, y robas para mí a la princesa Elena la Hermosa, de quien estoy enamorado desde hace tiempo con el alma y el corazón, pero sin poder acercarme a ella, te daré sin más historias el caballo de las crines de oro y la brida de oro. Pero, si no me haces este favor, haré saber a todos los reinos que eres un ladrón sin honor y expli­caré lo mal que te has portado aquí.
El zarévich Iván le prometió entonces al zar Afron traerle a la princesa Elena la Hermosa, y salió de la sala llorando amargamente.
Llegó donde había dejado al lobo gris y le contó cuanto le ha­bía sucedido.
-¡Vaya con el zarévich Iván! -rezongó el lobo gris. ¿Por qué no atendiste lo que yo te dije y cogiste la brida de oro?
-Tienes razón, discúlpame.
-En fin, sea -prosiguió el lobo gris-. Móntate encima del lobo gris y te llevaré donde tengas que ir.
El zarévich Iván se montó a lomos del lobo gris, el lobo gris echó a correr tan raudo como una saeta, y en nada de tiempo, según se dice en los cuentos, llegó al estado de la princesa Elena la Her­mosa. Junto a la verja de oro que rodeaba un jardín maravilloso, el lobo gris le dijo al zarévich Iván:
-Ahora, zarévich Iván, apéate de los lomos del lobo gris, vuelve por el camino que hemos seguido al venir y espérame en el cam­po, ~ debajo de un roble verde.
El zarévich Iván hizo lo que le mandaba. El lobo gris se tendió junto a la verja de oro, esperando a que la princesa Elena la Her­mosa saliera a dar un paseo por el jardín.
Al caer la tarde, cuando el sol iba ya hacia su ocaso y el aire no estaba tan caliente, la princesa Elena la Hermosa salió a dar un paseo por el jardín con sus doncellas y los boyardos de la corte. Cuando se acercó al lugar donde el lobo gris estaba tendido fuera, al pie de la verja, éste saltó de repente al jardín, agarró a la prince­sa Elena la Hermosa, volvió a saltar la verja hacia fuera y echó a correr con todas sus fuerzas. Así llegó al campo, donde el zarévich Iván le esperaba debajo de un roble verde, y le dijo:
-Zarévich Iván, ¡súbete proto a lomos del lobo gris!
El zarévich Iván se subió a sus lomos, y el lobo gris los llevó a los dos a toda velocidad hacia el país del zar Afron.
Las doncellas y todos los boyardos cortesanos que estaban en el jardín con la hermosa princesa Elena corrieron al palacio para organizar un grupo de jinetes que partieran detrás del lobo gris. Sin embargo, por mucho que galoparon, no pudieron darle alcance y regresaron sin más.
El zarévich Iván se enamoró de todo corazón de la hermosa princesa Elena mientras iba montado con ella a lomos del lobo gris, y también ella se enamoró del zarévich Iván. Por eso, cuando el lobo gris los condujo al estado del zar Afron y llegó el momento de llevar a la hermosa princesa Elena al palacio para entregársela, el zarévich Iván se sintió muy apenado y rompió a llorar amarga­mente.
-¿Por qué lloras, zarévich Iván? -le preguntó el lobo gris.
-¡Lobo gris, amigo mío! -contestó el zarévich Iván. ¿Có­mo no voy a llorar y desesperarme? Estoy enamorado de corazón de la hermosa princesa Elena y ahora debo entregársela al zar Afron a cambio del caballo de las crines de oro y de la brida de oro, por­que, si no se la entrego, el zar Afron me cubrirá de oprobio ante todos los países.
-Muchos servicios te he hecho, zarévich Iván -dijo -el lobo gris-, pero te haré uno más. Escucha, zarévich Iván: yo me con­vertiré en la hermosa princesa Elena y tú me llevas al zar Afron a cambio del caballo de las crines de oro. El zar me tomará por la auténtica princesa. Pero cuando tú te montes en el caballo de las crines de oro y te hayas alejado bastante, le diré al zar Afron que quiero salir al campo a pasear. En cuanto me dé permiso para salir con las doncellas, las ayas y los boyardos de la corte y yo me encuentre con ellos en el campo, tú acuérdate de mí y de nuevo estaré a tu lado.
Después de estas palabras, el lobo gris pegó contra la tierra hú­meda y se convirtió en la hermosa princesa Elena. Se parecía tan­to, que nadie habría podido sospechar que no era ella. El zarévich Iván fue con el lobo gris al palacio del zar Afron diciendo a la her­mosa princesa Elena que le esperase fuera de la ciudad.
Cuando el zarévich Iván se presentó ante el zar Afron con la falsa princesa Elena, el corazón del zar rebosó de dicha al verse dueño de un tesoro que ansiaba desde hacía tanto tiempo. A cambio de la falsa princesa le entregó al zarévich Iván el caballo de las crines de oro.
El zarévich Iván se montó en aquel caballo, abandonó la ciu­dad, recogió a Elena la Hermosa y, con ella a la grupa, se encami­nó hacia el estado del zar Dolmat.
Entre tanto, el lobo gris vivía en el palacio del zar Afron, en lugar de la hermosa princesa Elena. Así pasó un día, otro y otro, hasta que al cuarto día fue a pedirle al zar Afron permiso para salir al campo a pasear para distraer sus penas y sus tristezas.
-¡Ah, hermosa princesa Elena! ¿Qué no haría yó por ti? Pue­des ir a pasear al campo.
En seguida ordenó a las doncellas y las ayas y a todos los bo­yardos de la corte que fueran al campo a pasear con la hermosa princesa.
En cuantoo al zarévich Iván-, .séguía su,camino, charlando con Elena la Hermosa y casi tenía olvidado al lobo gris, cuando de pronto se acordó.
-¿Dónde estará mi lobo gris? -exclamó.
Eso bastó para que el lobo gris apareciese ante el zarévich Iván diciendo:
-Sube tú a lomos del lobo gris, zarévich Iván, y que la bella princesa cabalgue el caballo de las crines de oro.
El zarévich Iván montó a lomos del lobo gris y así partieron ha­cia el estado del zar Dolmat. Después de mucho correr -o poco, no lo sé- se detuvieron tres verstas antes de entrar en la ciudad. El zarévich Iván le rogó entonces al lobo gris:
-Escucha, amigo mío, lobo gris: ya que me has hecho tantos favores, hazme uno más, el último: ¿no podrías convertirte en ca­ballo de crines doradas en lugar de éste? Porque me da mucha pe­na separarme de él.
Al instante, el lobo gris pegó contra la tierra húmeda y se trans­formó en caballo con las crines de oro. El zarévich dejó a la her­mosa princesa Elena en una verde pradera, montó sobre el lobo gris transformado en caballo y se dirigió al palacio del zar Dolmat.
En cuanto el zar Dolmat le vio llegar sobre el caballo de las cri­nes de oro se alegró mucho, salió de sus aposentos para acoger al zarévich en el espacioso patio. Luego le besó en los labios. le tomó la mano derecha y le condujo alas salas de mármol.
Con tan fausto motivo, el zar Dolmat ordenó un gran banque­te. Comieron sobre mesass de roble y manteles bordados, se divir­tieron justo durante dos días y al tercero el zar Dolmat le entregó al zarévich Iván el pájaro de fuego en su jaula de oro.
Con el pájaro de fuego y el caballo de las crines de oro, el zaré­vich abandonó la ciudad, recogió a la hermosa princesa Elena y se encaminó hacia su país, el estado del zar Vislav Andrónovich.
El zar Dolmat quiso probar su caballo de crines de oro al día siguiente en campo abierto: lo mandó ensillar, montó en él y salió al campo; pero en cuanto lo espoleó, el caballo le arrojó al suelo y, tomando su forma de lobo gris, corrió detrás del zarévich Iván.
-Monta sobre mis lomos -le dijo en cuanto le dio alcance, y que Elena la Hermosa vaya en el caballo de las crines de oro.
Así lo hicieron, y continuaron su camino. Pero, cuando llega­ron al sitio donde había desgarrado al caballo del zarévich, dijo el lobo gris:
-Zarévich Iván, te he servido con lealtad. Te he traído hasta este sitio donde desgarré tu caballo. Apéate del lobo gris. Ahora tienes un caballo de crines de oro para ir adonde quieras. En cuan­to a mí, ya no tengo por qué servirte.
Después de pronunciar estas palabras, el lobo gris se apartó co­rriendo. El zarévich Iván lloró amargamente la marcha del lobo gris, pero luego reanudó su marcha con la hermosa princesa.
Cabalgaron los dos -no sé si mucho o poco tiempo- hasta que, veinte verstas antes de llegar al estado, se apearon para des­cansar debajo de un árbol mientras pasaba el bochorno del día. El zarévich ató al mismo árbol al caballo de las crines de oro y dejó a su lado la jaula con el pájaro de fuego. Recostados sobre la blan­da hierba y platicando tiernamente se quedaron dormidos.
Los zaréviches Dmitri y Vas¡]¡, hermanos de Iván, habiendo re­corrido muchos estados sin encontrar el pájaro de fuego, regresa­ban entonces a su patria con las manos vacías.
Se encontraron fortuitamente con su hermano Iván y la her­mosa princesa Elena cuando estaban dormidos. Viendo al caballo de las crines de oro y al pájaro de fuego en su jaula de oro, la codi­cia se apoderó de ellos, y les vino la idea de matar al zarévich Iván.
El zarévich Dmitri desnudó su espada, degolló al zarévich Iván y le despedazó. Luego despertó a la hermosa princesa Elena y le preguntó:
-Hermosa doncella, ¿de qué tierras vienes, de qué padre eres hija y cuál es tu nombre?
La hermosa princesa Elena se asustó mucho al ver muerto al zarévich Iván y rompió a llorar amargamente. Entre lágrimas con­testó:
-Soy la princesa Elena la Hermosa y fue a buscarme el zaré­vich Iván a quien habéis matado vilmente. Podría consideraros nobles caballeros si hubieseis salido al campo a pelear con él, ven­ciéndole cuando estaba vivo. Habiéndole matado mientras dormía, ¿qué honor vais a sacar de esa acción? Una persona dormida es lo mismo que una persona muerta.
Al oír estas palabras, el zarévich Dmitri apoyó la punta de su espada sobre el corazón de la hermosa princesa Elena y le dijo:
-¡Escucha, Elena la Hermosa! Ahora estás en nuestras manos. Vamos a conducirte ante nuestro padre, el zar Vislav Andrónovich. a quien dirás que hemos sido nosotros los que te hemos encontra­do a ti y también al pájaro y al caballo de las crines de oro. Si no prometes hacerlo así, te mato ahora mismo.
Asustada, la hermosa princesa Elena prometió y juró por to­dos los santos que diría lo que le mandaran decir. Los zaréviches echaron entonces a suertes para decidir quién se quedaría con la hermosa princesa y quién se quedaría con el caballo de las crines de oro. El resultado fue que la hermosa princesa sería para el zaré­vich Vasili y el caballo de las crines de oro para el zarévich Dmitri.
El zarévich Vasili hizo subir a la hermosa princesa a la grupa de su recio corcel, mientras'el zarévich Dmitri montaba en el caba­llo de las crines de oro llevando además la jaula con el pájaro de fuego para entregárselo a su padre, el zar Vislav Andrónovich. Así se pusieron en camino.
El zarévich Iván yació muerto justo treinta días en aquel sitio. hasta que el lobo gris pasó casualmente por allí y le reconoció al olfatearle. Hubiera querido resucitarle, pero no sabía cómo. En es­to vio que un cuervo y dos corvatos giraban sobre el cadáver con el propósito de posarse en tierra y alimentarse con la carne del za­révich Iván. El lobo gris se ocultó detrás de unas matas y, en cuan­to los corvatos se posaron en tierra y empezaron a comer el cuer­po del zarévich Iván, cayó sobre ellos, agarró a uno y ya iba a des­garrarlo en dos, cuando el cuervo se posó en tierra, a cierta distan­cia del lobo gris, y le dijo:
-Lobo gris: no mates al menor de mis corvatos. El no te ha hecho ningún daño.
-Escucha, Cuervo Cuervovich -profirió el lobo gris-: yo no le haré daño a tu corvato y lo soltaré sano y salvo si tú me haces el favor de ir hasta los confines del mundo, hasta el más remoto de los países y me traes de allí agua de la muerte y agua de la vida.
A lo cual contestó Cuervo Cuervovich:
-Te haré ese favor, pero no le hagas el menor daño a mi hijo.
Con estas palabras, el cuervo emprendió el vuelo, perdiéndo­se de vista en seguida. Al tercer día regresó con dos pequeños fras­cos -uno con agua de la vida y otro con agua de la muerte, que entregó al lobo gris.
El lobo gris tomó los dos frasquitos, desgarró al corvato por la mitad y luego le roció con agua de la muerte, y volvieron a juntar­se los dos pedazos; entonces le roció con agua de la vida, y el cor­vato se agitó y remontó el vuelo.
El lobo gris repitió la misma operación con el zarévich Iván.
Roció sus pedazos con agua de la muerte, y los pedazos se unie­ron; roció luego el cuerpo con el agua de la vida, y el zarévich Iván se levantó diciendo:
-¡Pero cuánto tiempo he dormido, maldita...!
-Como que tu sueño habría sido eterno si no paso yo por aquí -replicó el lobo gris. Has de saber que tus hermanos te despeda­zaron, llevándose luego a la hermosa princesa Elena, así como el ca­ballo de las crines de oro y el pájaro de fuego. Ahora, apresúrate a volver a tu tierra, porque tu hermano, el zarévich Vasili, se casa hoy con tu prometida, la hermosa princesa Elena. Para ganar tiempo, lo mejor será que te montes a lomos del lobo gris: yo te llevaré.
El zarévich Iván montó a lomos del lobo gris, el lobo gris se di­rigió a toda velocidad hacia el estado del zar Vislav Andrónovich y llegó hasta la ciudad principal.
El zarévich Iván se apeó del lobo gris, entró en la ciudad y, cuan­do llegó al palacio, se encontró con que su hermano Vasili se ha­bía casado con la hermosa princesa Elena y, después de la cere­monia, presidía el banquete de esponsales.
El zarévich Iván entró en la sala y Elena la Hermosa corrió a él en cuanto le vio, besándole en los dulces labios y gritando:
-Mi amado prometido es éste, el zarévich Iván, y no ese mal­vado que está sentado a la mesa.
El zar Vislav Andrónovich se levantó entonces de la mesa y le preguntó a la hermosa princesa Elena qué significaba aquello y de qué estaba hablando. Elena le refirió entonces toda la verdad, tal y como había sucedido: que el zarévich Iván había ido a buscarla a ella, que había conseguido hacerse con el caballo de las crines de oro y con el pájaro de fuego, que sus hermanos mayores le ha­bían dado muerte mientras estaba dormido y, con amenazas, la ha­bían obligado a ella a decir que todo era obra de ellos.
El zar Vislav se enfadó mucho con los zaréviches Dmitri y Vasi­li y los hizo encerrar- en una mazmorra.
En cuanto al zarévich Iván, se casó con la hermosa princesa Elena y juntos vivieron en amor y armonía, tan unidos que no po­dían pasar ni un minuto el uno sin el otro.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)