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sábado, 10 de agosto de 2013

Enemigos

Después de las nueve de una oscura noche de septiem­bre, en casa del doctor Kirílov, médico del zemstvo[1] fa­llecía de difteria su único hijo, Andrés, de seis años de edad. Cuando la esposa del médico se arrodilló ante la camita del niño muerto y se sintió invadida por el pri­mer ataque de desesperación, en el vestíbulo sonó áspe­ramente el timbre.
A causa de la difteria las criadas habían sido licen­ciadas y el mismo Kirílov, tal como estaba, sin levita,, conn el chaleco desabrochado, cara mojada y manos que­madas por él ácido fénico, fue a abrir la puerta. El vestíbulo estaba oscuro y en el hombre que había entrado sólo podían distinguirse la mediana estatura, la blanca bufanda y el rostro, grande y pálido en extremo, tan pálido que parecía que con la llegada de aquella persona en el vestíbulo se hizo más luz...
-¿El doctor está en casa? -preguntó de prisa el visitante.
-Esto y en casa -contestó Kirílov. ¿Qué desea usted?
-Ah, ¿es usted? ¡Me alegro mucho! -exclamó el des­conocido, se puso a buscar en la oscuridad la mano del médico, la encontró y la estrechó con fuerza entre sus manos. ¡Estoy muy, pero muy contento! Nos conoce­mos... Soy Aboguin... Tuve el placer de verlo en casa de Gnuchev, en verano. Muy contento por haberlo encon­trado. Por el amor de Dios, no rehúse acompañarme hasta mi casa... Mi mujer se enfermó gravemente... Ten­go el coche conmigo...
Por la voz y por los ademanes del visitante se notaba en él un estado de fuerte excitación. Como asustado por un incendio o por un perro rabioso, apenas contenía su respiración acelerada, hablaba de prisa, con voz tem­blorosa, y algo verdadera-mente sincero, infantil y temero­so resonaba en sus palabras. Igual que todos los asustados y aturdidos, hablaba con frases breves, cortadas y pro­nunciaba muchas palabras innecesarias, que no venían al caso.
-Temía no encontrarlo -continuó diciendo. Por el camino sufrí una enormidad... Por Dios, vístase y vá­monos... Todo sucedió así: Viene a mi casa Papchinsky, Alejandro Semiónovich... usted lo conoce... Charlamos durante un rato... luego nos sentamos a tomar el té; de pronto mi mujer lanza un grito, se lleva la mano al cora­zón y cae sobre el respaldo de la silla. La llevamos a la cama y... le froté las sienes con amoníaco, le rocié la cara con agua... estaba como muerta... Temo que sea un aneurisma... Venga, por favor... También el padre de ella había muerto de aneurisma...
Kirílov escuchaba en silencio, como si no entendiera el ruso.
Cuando Aboguin volvió a mencionar a Papchinsky y al padre de su mujer y comenzó una vez más a buscar en la oscuridad la mano del doctor, éste sacudió la ca­tíeza y dijo con apatía, alargando cada palabra:
-Perdone, no puedo viajar con usted... Hace unos cinco minutos... ha muerto mi hijo...
-¡Será posible! -susurró Aboguin, retrocediendo un paso. ¡Dios mío, en qué mala hora he venido! ¡Qué día tan funesto! Es sorprendente... ¡Qué coincidencia! Como si fuera a propósito...
Aboguin asió el picaporte de la puerta y bajó la ca­beza, pensativo. Visiblemente vacilaba, sin saber qué ha­cer: irse o seguir rogando al doctor.
-Escúcheme -dijo con calor, asiendo, a Kirílov por la manga. ¡Comprendo perfectamente su situación! Me da vergüenza tratar de atraer su atención, pero ¿qué pue­do hacer? Juzgue usted mismo, ¿a dónde voy a ir? Aparte de usted, no hay aquí otro médico. ¡Venga, por amor de Dios! No le pido por mí... ¡No soy yo el enfermo!
Sobrevino el silencio. Kirílov volvió la espalda a Abo­guin; durante un rato permaneció inmóvil y luego pasó lentamente del vestíbulo a la sala. A juzgar por sus pasos, inseguros y mecánicos; por la atención con que acomodó la pantalla de una lámpara apagada y hojeó un grueso libro que estaba sobre la mesa, no tenía en estos momen­tos propósito ni deseo alguno, no pensaba en nada ni, probablemente, recordaba ya que en el vestíbulo lo espe­raba, de pie, una persona extraña. Por lo visto, el cre­púsculo y el silencio de la sala intensificaron su aturdi­miento. Al pasar de la sala a su gabinete, levantaba el pie derecho más alto de lo necesario, buscaba con las manos el quicio de las puertas y en toda su figura sentíase entonces cierta perplejidad, como si viniera a parar a una casa ajena o por primera vez en la vida se hubiera emborrachado y se entregase ahora, sorprendido, a la nueva sensa-ción. Sobre una pared del gabinete, a través de los estantes con libros, extendíase una amplia franja de luz; junto con el pesado olor a éter y ácido fénico, esa luz penetraba por la puerta entreabierta que daba al dor­mitorio... el doctor se sentó en el sillón ante la mesa; durante un minuto contempló, somnoliento, sus libros iluminados, luego se levantó y fue al dormitorio.
Reinaba allí una quietud mortal. Todo, hasta el último detalle, hablaba elocuentemente de la tempestad, recién soportada, del cansancio, y todo reposaba ahora. Una vela, colocada sobre el taburete en el compacto montón de frascos, cajas y tarritos, y una gran lámpara enci­ma de la cómoda iluminaban generosamente toda la habi­tación. En la cama, junto a la ventana, yacía un niño con los ojos abiertos y una expresión sorprendida en el ros­tro. Estaba inmóvil; parecía, empero, que sus ojos abier­tos se tornaban a cada instante más oscuros y más leja­nos. Con las manos sobre su cuerpo y escondida la cara en los pliegues de la colcha, la madre estaba de rodillas ante la cama. No se movía, igual que el niño, y sin em­bargo ¡cuánto movimiento sentíase en las curvas de su cuerpo y en sus brazos! Con la fuerza y el fervor de todo su ser, inclinábasé sobre la cama como temiendo al­terar la tranquila y cómoda postura que encontró al fin para su fatigado cuerpo. Las colchas, los trapos, las pa­langanas, los charcos en el suelo, las cucharitas desparra­madas por doquier, la gran botella blanca con agua de cal, el mismo aire, pesado y sofocante... Todo parecía sosegado y sumergido en la quietud.
El doctor se detuvo junto a su mujer, metió las manos en los bolsillos de sus pantalones e, inclinando hacia un lado la cabeza, miró a su hijo. Su cara expresaba la in­diferencia y sólo por algunas gotas de rocío que brilla­ban en su barba, se notaba que había llorado.
El repulsivo terror con que suele hablarse de la muerte estaba ausente en el dormitorio. En la paralización ge­neral, en la postura de la madre, en la indiferencia del rostro del médico había algo atrayente, algo que conmo­vía el corazón, aquella leve y difícilmente asible belleza del dolor humano que aún no aprendieron a comprender y describir y que, al parecer, sólo la música sabe transmi­tir. Hasta en el sombrío silencio había belleza; Kirílov y su mujer callaban, sin llorar, como si, aparte del peso de la pérdida, se percatasen también del lirismo de su situación; del mismo modo como antaño había pasado su juventud, así ahora, junto con este niño, desaparecía para siempre su derecho a tener hijos. El doctor tenía cuarenta y cuatro años, estaba canoso y parecía un viejo; su enferma y demacrada mujer tenía treinta y cinco años. Andrés no era el único, sino también el último.
En contraste con su mujer, el doctor pertenecía a la clase de naturalezas que durante el dolor espiritual sien­ten necesidad de movimiento. Después de permanecer cin­co minutos al lado de su mujer, se dirigió, levantando mucho el pie derecho, a una pequeña habitación, la mitad de la cual estaba ocupada por un gran diván; desde allí pasó a la cocina. Habiendo deambúlado entre el horno y la cama de la cocina, se inclinó y por una pequeña puerta salió al vestíbulo.
Allí vio de nuevo la bufanda blanca y el pálido rostro.
-¡Por fin! -suspiró Aboguin, asiendo el picapor-te de la puerta. ¡Vamos, por favor!
El doctor se estremeció, lo miró y recordó...
-¡Escuche, yo ya le dije que no puedo ir con usted! -dijo, animándose-. Me extraña...
-Doctor, no soy un tronco, comprendo perfectamente, su situación... ¡lo compadezco! -respondió con tono im­plorante Aboguin, poniendo la mano en la bufanda-. Pero no lo pido por mí... ¡Se está muriendo mi mujer! Si usted oyera aquel grito, viera su cara, entonces hú­biera comprendido mi insistencia. ¡Dios mío, yo creí que usted habla ido a vestirse! ¡Doctor, el tiempo es caro! ¡Vamos, se lo ruego!
-¡No puedo ir! -dijo lentamente Kirílov y se diri­gió a la sala.
Aboguin lo siguió y lo cogió por la manga.
-Usted está apenado, lo comprendo, pero no lo llamo para curar las muelas ni para una consulta, sino para salvar una vida humana -continuó rogando como un mendigo. ¡Esta vida está por encima de cualquier do­lor personal! ¡En fin, le pido un acto de valentía, de heroísmo! ¡En nombre del amor al prójimo!
-El amor al prójimo es un arma de doble filo -dijo Kirílov, irritado. En nombre de este misma amor al prójimo le ruego que me deje en paz. Me sorprende, francamente... Usted trata de asustar-me con el amor al prójimo, ¡a mí que apenas me sostengo en pie! En este momento no sirvo para nada... y no pienso ir a ningún lado. Y, además, ¿con quién voy a dejar a mi mujer? No, no...
Kirílov agitó las manos y dio un paso atrás.
-¡No me lo pida! -prosiguió, atemorizado-. Per­dóneme... Según el tomo trece de las leyes, estoy obli­gado a ir, y usted tiene derecho de arrastrar-me a la fuer­za... Muy bien, hágalo si quiere, pero... pero no sirvo para nada... Ni siquiera estoy en condiciones de hablar... Disculpe...
-Hace mal, doctor, en hablar conmigo en ese tono -dijo Abaguin, tomando otra vez al doctor por la man­ga. No me importa el tomo trece. No tengo ningún derecho de forzar su voluntad. Si quiere, venga conmigo; si no quiere, Dios sea con usted. Pero no es a su volun­tad a quien me dirijo, sino a su sentimiento. ¡Se está muriendo una mujer joven! Dice usted que acaba de fa­llecer su hijo, ¿quién si no usted debe comprender mi desesperación?
La voz de Aboguin temblaba de emoción; este tem­blor y el tomo eran mucho más convincentes que sus palabras. Aboguin era sincero, pero, sorprenden-temente, todas sus frases resultaban vacuas, inanimadas, de un colorido fuera de lugar, y que parecían ofender tanto el ambiente de la casa del médico como a la mujer que se moría en alguna parte. Lo sentía él mismo y por lo tanto, temiendo ser incomprendido, a toda costa trataba de dotar a su voz de un matiz de suavidad y de ternura, para imponerse, si no con las palabras, por lo menos con la sinceridad del tono. En general, la frase, por más bella y profunda que sea, sólo surte efecto sobre los indefe­rentes, pero no puede satisfacer a las personas felices o desdichadas; es por ello que la suprema expresión de la dicha o de la desgracia es, la mayoría de las veces el silencio; los enamorados se comprenden mejor uno al­ otro cuando están callados, y un apasionado y fervoroso discurso pronunciado ante una tumba sólo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del difunto les parece insignificante y frío.
Kirílov callaba. Cuando Aboguin dijo varias frases más acerca de la elevada vocación del médico, de la abne­gación etc., el doctor preguntó en tono sombrío :
-¿Es largo el viaje?
-Son unas trece o catorce verstas. ¡Tengo muy bue­nos caballos, doctor! Le doy mi palabra de que haremos el viaje de ida y vuelta en una hora. ¡Solamente una hora!
Las ultimas palabras hicieron más efecto al doctor que las menciones sobre el altruismo o la vocación del mé­dico. Pensó un rato y dijo con un suspiro:
-¡Bien, vayamos!
Rápidamente, y ya con paso firme, dirigióse a su ga­binete y poco después volvió vestido con una larga levita. Correteando a su lado al trotecillo menudo, el reanimado Aboguin le ayudó a ponerse el sobretodo y, junto con él, sálió de la casa.
Afuera había más claridad que en el vestíbulo. Ya se distinguía en las tinieblas la alta y algo encorvada figu­ra del doctor con su barba larga y estrecha y con su nariz aguileña. En cuanto a Aboguin, aparte de su pálido ros­tro, se veían su cabeza grande y la pequeña gorra de estudiante que apenas le cubría la coronilla. La blanca bufanda no se le notaba sino por delante, ya que por atrás la ocultaban sus largos cabellos.
-Créame, yo sabré apreciar su generosidad -mur­muró Aboguin, ayudando al doctor a subir al coche. No tardaremos en llegar. Lucas, querido, llévanos lo más rápido posible. ¡Te lo ruego!
El cochero emprendió una marcha veloz. Primero pa­saron a lo largo de la fila de ordinarios edificios del hos­pital; todo estaba a oscuras y sólo en el fondo del patio una intensa luz irrumpía por la ventana; además, las tres ventanas del piso superior del cuerpo parecían más cla­ras que el aire. Luego el coche penetró en las tinieblas más espesas; olía allí a hongos húmedos y se oía el mur­mullo de los árboles; las cornejas, despertadas por el ruido de las ruedas, se movieron entre las hojas y co­menzaron a lanzar gritos angustio-sos y lastimeros, como si supiesen que al doctor se le había muerto el hijo y que Aboguin tenía la mujer enferma. Luego pasaron rauda­mente árbo-les aislados, extensiones de arbustos; brilló melancólicamente un estanque sobre el cual dormían gran­des sombras negras; un poco más y el coche rodó por una llanura. El grito de las cornejas resonaba aún sorda­mente y pronto cesó del todo.
Durante casi todo el viaje Kirílov y Aboguin callaban. Sólo una vez Aboguin suspiró honda-mente y masculló:
-¡Qué estado tan penoso! Uno nunca ama tanto a los seres queridos como en los momentos en que hay riesgo de perderlos.
Y cuando el coche vadeaba cuidadosamente el río, Kirílov se estremeció, como asustado por el chapoteo del agua, y comenzó a moverse.
-Escuche... déjeme ir -dijo, angustiado. Más tar­de iré a su casa. Sólo quiero avisar al enfermero para que vaya a acompañar a mi mujer. ¡Está sola!
Aboguin callaba. El carruaje, balanceándose y gol­peando contra las piedras, atravesó la arenosa orilla y continuó la marcha. Kirílov agitóse en su asiento y miró en derredor. Atrás, iluminado por la escasa luz de las estrellas, alargábase el camino; los sauces de la orillar desaparecían en la oscuridad. A la derecha, yacía la lla­nura, tan ilimitada y pareja como el cielo; lejos, acá y acullá, probablemente sobre los pantanos de turba, ardían opacas lucecitas. A la izquierda, paralelamente al cami­no, extendíase una colina que parecía peluda por los pe­queños arbustos que la cubrían; sobre la colina pendía, inmóvil, una gran media luna roja, levemente envuelta en la niebla y rodeada por menudas nubecillay que pa­recían observarla por todas partes y vigilaria para que no se escapara.         
En toda la naturaleza sentíase algo desesperado, da­liente; la tierra, igual que una mujer caída que está sola en una habitación oscura y trata de no pensar en el pa­sado, languidecía con sus recuerdos de la primavera y del verano y esperaba, con apatía, la inevitable llegada del invierno; Dondequiera que uno mirase, la naturaleza apare-cía como un oscuro pozo, infinitamente profundo y frío, del cual no había salido para Kirílov, ni para Aboguin, ni para la roja media luna...
Cuanto más se acercaba el coche a su destino, más impaciente se tornaba Aboguin. Se levantaba de un sal­to, se movía, miraba hacia delante por encima del hom­bro del cochero. Por fin el carruaje se detuvo ante el pórtico finamente adornado con lona a rayas, y cuando Aboguin miró las iluminadas ventanas del primer piso su respiración se hizo temblorosa.
-Si algo ocurre... no lo voy a sobrevivir -dijo, en­trando con el doctor en el vestíbulo y frotándose las manos a causa de la emoción. Pero no se oye ningún alboroto, quiere decir que no hay nada grave aún -aña­dió, prestando atención al silencio.
En el vestíbulo no se oían voces ni pasos y toda la casa parecía dormida, a pesar de la intensa iluminación. Ahora el doctor y Aboguin, que hasta este momento habían permanecido en la oscuridad, ya podían verse el uno al otro. El doctor era alto, un poco encorvado, vestía con negligencia y su cara era más bien fea. Sus gruesos labios de negro, su nariz aguileña y su mirada indiferente y opaca, expresaban algo severo, duro, áspero. La cabeza mal peinada, las hundidas sienes, las prematuras canas en la estrecha y larga barba, a través de la cual traslucía el mentón; el color gris pálido de la piel y los modales, negligentes y algo torpes, sugerían la idea acerca de las necesidades vividas, de la mala suerte, del cansancio de la vida y de las gentes. Viendo su seca figura, uno no podía creer que este hombre tuviera mujer y que pudiera llorar la muerte de su hijo.
Aboguin, en cambio, representaba algo diferente. Era un hombre robusto, rubio, de cabeza grande, de faccio­nes amplias pero suaves, vestido con elegancia, según la última moda. En su porte, en su levita, cuidadosamente abrochada, en su melena y en su rostro percibíase algo noble, leonino; caminaba con la cabeza erguida y con el pecho arqueado, hablaba con agradable voz de barítono, y los ademanes con que se quitaba la bufanda o arregla­ba sus cabellos revelaban una finura dolicada, casi feme­nina. Ni siquiera la palidez y el miedo infantil con que, quitándose el abrigo, miraba arriba, a la escalera, altera­ban su porte ni afectaban la, salud y el aplomo que res­piraba toda su figura.
-No hay nadie ni se oye nada -dijo, subiendo ta escalera. No hay ningún alboroto. ¡Quiera Dios!
Después de atravesar el vestíbulo y una gran sala, en la que había un piano negro y pendía una araña cubierta con funda blanca, ambos entraron en un saloncito bello y acogedor, sumido en una agradable penumbra rosada.
-Bueno, doctor, espéreme un poco aquí -dijo Abo­guin. Volveré enseguida... Iré a ver... y a avisar.
Kirílov quedó solo. El lujo del salón, la suave penum­bra y su propia presencia en esta casa desconocida, que tenía el carácter de una aventura, no lo conmovían, por lo visto. Estaba sentado en el sillón examinando sus manos quemadas por el ácido fénico. Sólo fugazmente vio una pantalla de un color rojo muy vivo y un estuche de violoncelo; además, al volver la cabeza hacia el lado donde se oía el tic-tac de un reloj, notó el cuerpo dise­cado de an lobo, tan satisfecho y circunspecto como el propio Aboguin.
La casa permanecía silenciosa... En una habitación lejana alguien emitió en voz alta el sonido de «¡Ah!», resonó una puerta de vidrio, probablemente, de un ar­mario, y de nuevo se hizo el silencio. Habiendo esperado unos cinco minutos, Kirílov dejó de observar sus manos y miró la puerta detrás de la cual había desaparecido Aboguin.
En el umbral de esta puerta estaba Aboguin, mas no era el que había salido. El aire de satisfacción y de fina elegancia se había esfumado de su figura, y su rostro, sus manos y su porte se hallaban desfigurados por una repugnante expre-sión de terror o de torturante dolor fí­sico. La nariz, los labios, los bigotes, todos sus rasgos se movían y parecían tratar de despegarse de la cara, mientras que sus ojos parecían reír de dolor...
Con pasos largos y pesados avanzó hacia el medio del salón, se encorvó, gimió y agitó los puños.
-¡Me ha engañado! -gritó, subrayando con fuerza la sílaba ña. ¡Me ha engañado! ¡Se fue! Fingió estar enferma y me mandó a buscar al médico para poder huir con ese payaso de Papchinsky. ¡Dios mío!
Pesadamente, Aboguin dio un paso hacia el doctor, y agitando ante la cara de éste sus blancos puños, conti­nuó vociferando:
-¡Se fue! ¡Me ha engañado! ¿Por qué esta mentira? ¡Dios mío! ¿Por qué este truco sucio, este diabólico juego de víbora? ¿Qué le he hecho yo?
Las lágrimas saltaron de sus ojos. Giró sobre un ta­lón y se puso a caminar por el cuarto. Con su corta levita, con sus estrechos pantalones de moda, con los cuales sus piernas parecían desproporcionadamente delgadas; con su cabeza grande y su melena, la semejanza que tenía con un león era ahora extraordinaria. En el indi­ferente rostro del doctor encendióse una chispa de curio­sidad. Se levantó y observó a Aboguin.
-Permítame, ¿dónde está la enferma? -preguntó.
-¡La enferma! ¡La enferma! -gritó Aboguin, riendo y llorando al tiempo que agitaba los puños. ¡No es la enferma, sino la maldita! ¡Una bajeza, una infamia que el mismo Satanás no hubiera ideado mejor! Me hizo salir de la casa para escapar; escapar con ese payaso, ese estúpido saltimbanqui. ¡Dios mío, más le valdría morir! ¡No lo soportaré!
El doctor se irguió. Sus ojos parpadearon y se llena­ron de lágrimas; su estrecha barba movióse hacia la derecha y hacia la izquierda junto con la mandíbula.
-Permítame, ¿cómo es eso? -preguntó, mirando alrededor con curiosidad. Se me ha muerto un hijo, mi mujer está sella en la casa, con su angustia... Yo mismo apenas me sostengo en pie, no he dormido tres noches... y ¿qué ocurre, pues? Me obligan a tomar parte en una vulgar comedia, hacer el papel de un objeto de utilería. ¡No... no lo comprendo!
Aboguin abrió un puño, arrojó al suelo una arrugada esquela y la pisó como un insecto que uno tiene ganas de aplastar.
-¡Y yo sin saber nada... sin comprender! -decía con dientes apretados, agitando el puño cerca de su cara y con la expresión del hombre a quien pisaron un callo. No me daba cuenta de que venía todos los días; no re­paré en que hoy había llegado en la berlina. ¿Por qué en la berlina? Y yo sin ver nada... ¡Cabeza de chorlito!
-No... no comprendo... -balbuceó el doctor. ¿Cómo es eso? No es sino una burla, un mofarse del sufrimiento humano. Es algo increíble... ¡por primera vez en mi vida veo algo semejante!
Con la embotada sorpresa del hombre que acaba de comprender una grave ofensa que le han causado, el doctor se encogió de hombros, separó los brazos y, sin saber qué decir ni qué hacer, se dejó caer, exhausto, en el sillón.
-Muy bien, me ha dejado de amar, se ha enamorado de otro, que Dios sea con ella, pero ¿para qué esta in­fame y traicionera maniobra? -decía Aboguin con voz llorosa. ¿Para qué? ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho? Escuche, doctor -dijo con vehemencia, acercándose a Kirílov. Usted es involuntario testigo de mi desgracia y no le voy a ocultar la verdad. Le juro que amaba a un esclavo... Por ella lo sacrifiqué todo: reñí con mi parentela, dejé el empleo y la música; a ella le perdoné cosas que no hubiera perdonado a mi madre o a mi her­mana... Nunca le dirigí una mirada recelosa... nunca le di un motivo de enojo. ¿Por qué, entonces, esta men­tira? No exijo amor, pero ¿para qué este vil engaño? Si no me quiere, ¿por qué no me lo dice directa, honesta­mente, tanto más que conoce mi opinión a ese respecto?
Con lágrimas en los ojos y temblando con todo el cuerpo, Aboguin sinceramente abría su alma ante el doc­tor. Hablaba con calor, estrechando ambas manos contra el corazón; sin ninguna vacilación revelaba sus secretos familiares y hasta parecía contento de poder arrojarlos, por fin, de su pecho. De haber hablado de esta manera una hora o dos, desnudando su alma, sin duda se hubie­ra sentido aliviado. Y quien sabe, de haberlo escuchado el doctor, de haberlo aconsejado amigablemente, quizás se hubiera reconciliado con su pena sin protestas, como suele ocurrir, y sin hacer innecesarias tonterías... Pero sucedió en forma distinta. Mientras Aboguin hablaba, el ofendido doctor cambiaba de aspecto. En su rostro, la indiferencia y la sorpresa poco a poco cedían lugar a una expresión de amargura, de indignación y de ira. Sus fac­ciones se tornaron aun más duras, ásperas y desagrada­bles. Cuando Aboguin acercó a sus ojos la fotografía de una mujer, con un rostro bello pero inexpresivo y seco, como el de una monja, y le preguntó si uno podía ad­mitir que ese rostro fuese capaz de expresar una mentira, el doctor se levantó de un salto, y, con los ojos brillan­tes, dijo, recalcando cada palabra:
-¿Para qué me dice usted todo eso? ¡No quiero es­cucharlo! ¡No quiero! -gritó, dando un puñetazo sobre la mesa. ¡No necesito sus vulgares secretos, que el diabio los lleve! ¡No tiene usted derecho a contarme esas vulgaridades! ¿O cree usted, por ventura, que aun no estoy suficientemente ofendido? ¿Que soy un lacayo a quien se puede ofender hasta el final? ¿No es así?
Aboguin retrocedió unos pasos y fijó en Kirílov una mirada de asombro.
-¿Para qué me trajo usted acá? -prosiguió el doc­tor, sacudiendo la barba. Si a usted se le ocurre casarse y luego armar escándalos y montar melodramas, ¿qué tengo yo que ver con ello? ¿Qué tengo que ver con sus romances? ¡Déjeme en paz! ¡Ejercite su noble derechq de fuerza, dése tono con llas ideas humanitarias, toque -el doctor miró de reojo el estuche del violoncelo- el contrabajo y el trombón, engorde cuanto le plazca, pero no se mofe del ser humano! ¡Si no sabe respetarlo, por lo menos, flbérelo de su atención!
-Pero... ¿Qué significa todo eso? -preguntó Abo­guin, enrojeciendo.
-Eso indica que no se debe jugar con la gente. Es una acción indigna, despreciable. Yo soy médico; a los médicos y, en general, a los trabajadores que no huelen a perfumes y a prostitución, ustedes nos consideran como sus lacayos y hombres mauvais ton... Y bien, pueden hacerlo, perg nadie les da derecho a tratar al hombre que sufre como si fuera un objeto de utilería.
-¿Cómo se atreve usted a hablar conmigo de ese modo? -preguntó Aboguin en voz baja y su cara vdlvió a estremecerse, esta vez de cólera.
-¿Cómo usted, conociendo mi desgracia, se atrevió a traerme aquí para escuchar vulgaridades? -gritó el doc­tor y volvió a golpear en la mesa con el puño-. ¿Quién le dio derecho para burlarse así del dolor ajeno?
-¡Está usted loco! -gritó Aboguin-. No es nada generoso de su parte... Yo mismo soy profundamente desdichado y... y...
-Desdichado -sonrió despectivamente el doctor. No toque esa palabra, ella no tiene nada que ver con usted. Los haraganes que no encuentran dinero para pa­gar sus deudas también son desdichados. El capón ago­biado por la excesiva grasa también es desdichado. ¡Qué futilidad!
-¡Señor mío, usted se olvida! -chilló Aboguin-. ¡Pa­labras como las suyas se pagan a puñetazos! ¿Comprende?
Apresuradamente Aboguin metió la mano en el bolsi­llo, extrajo la billetera, sacó dos billetes y los arrojó so­bre la mesa.
-¡Aquí tiene usted! -dijo, moviendo las aletas de la nariz. ¡Su visita está pagada!
-¿Cómo se atreve a ofrecerme dinero? -gritó el doctor, barriendo con la mano los billetes. ¡Una ofen­sa no se paga con dinero!
Aboguin y el doctor estaban frente a frente y, enco­lerizados, proseguían infiriéndose mutuamente inmereci­das ofensas. Parecía como si nunca en su vida, ni siquie­ra delirando, hubiesen pronunciado tantas palabras injustas, crueles y absurdas. En los dos revelóse marcada­mente el egoísmo del desgraciado. Los desgraciados son..., egoístas, maliciosos, injustos, crueles y menos capaces aun que los tontos de comprenderse uno ál otro. La des­gracia, en vez de unir, separa a la gente, y hasta allí donde parecería que los hombres debieran estar ligados por el dolor común, se cometen más injusticias y cruel­dades que en un medio relativamente satisfecho.
-¡Sírvase disponer mi regreso! -gritó jadeante el doctor.
Aboguin dio un brusco campanillazo. Como nadie acu­diera a su llamado, hizo sonar la campanilla otra vez y la arrojó al suelo; aquélla golpeó sordamente contra la alfombra, emitiendo el lastimero gemido de un mo­ribundo. Apareció un lacayo.
-¿Dónde, diablos, os habéis escondido todos? -se le echó encima el amo, apretando los puños. ¿Dónde estabas ahora? ¡Ve a decir que traigan el coche a este se­ñor y que preparen la berlina para mí! ¡Espera! -gritó al lacayo cuando éste se iba. ¡Mañana que no quede ningún traidor en casa! ¡Afuera todos! ¡Tomaré gente nueva! ¡Víboras!
Mientras esperaban a los coches, Aboguin y el doctor guardaban silencio. El primero había recobrado ya su expresión satisfecha y sus finos modales. Caminaba por el salón, sacudía la cabeza con elegancia y, por lo visto, tramaba algo. Su ira no se había aplacado aún, pero trataba de aparentar indiferencia hacia su enemigo... El doctor, en cambio, estaba de pie, apoyándose con una mano en el borde de la mesa, y miraba a Aboguin con el profundo desprecio, algo cínico y feo, con que sólo saben mirar el dolor y el infortunio cuando ven frente a sí el bienestar y la elegancia.
Cuando, poco tiempo después, el doctor tomó asiento en el coche y emprendió la marcha, sus ojos continua­ban aún mirando con desprecio. La oscuridad estaba más densa que,una hora antes. La roja media luna se había ocultado detrás de la colina y las nubes que la vigilaban yacían junto a las estrellas en forma de manchas oscuras. Una berlina con luces rojas se adelantó al doctor con estrépito. Era la de Aboguin, quien iba a protestar y hacer tonterías...
Durante el viaje el doctor estaba pensando no en su mujer ni en su hijo, sino en Aboguin y en la gente que vivía en la casa que él acababa de abandonar. Sus pen­samientos eran injustos y cruelmente inhumanos. Con­denaba a Aboguin, a su mujer, a Papchinsky y a cuantos vivían en la rosada penumbra y olían a perfume, y du­rante todo el camino sentía en su alma odio y un doloroso desprecio hacia ellos. Y en su mente formóse una firme convicción acerca de aquellas personas.
Pasará el tiempo; pasará también el dolor de Kirílov, pero esta convicción -injusta, indigna del corazón hu­mano- no pasará. Quedará en la mente del doctor hasta la misma tumba.

1.014. Chejov (Anton)



[1] Institución regional que se ocupaba de la construcción y el manteni­miento de hospitales, escuelas, caminos, etc.

En los baños publicos

I

-¡Oye, tú..., quien seas! -gritó un señor gordo, de blancas carnes, al divisar entre la bruma a un hombre alto y escuálido, con una barbita delgada y una cruz de cobre sobre el pecho. ¡Dame más vaho!
-Yo no soy bañero, señoría... Soy el barbero. La cuestión del vaho no es de mi incumbencia. ¿Desea, en cambio, que le ponga unas ventosas...?
El señor gordo acarició sus muslos amoratados y después de pensar un poco contestó:
-¿Ventosas?... Bueno, ¿por qué no?... Pónmelas. No tengo prisa.
El barbero corrió a la habitación de al lado en busca de los aparatos, y unos cinco minutos después, sobre el pecho y la espalda del señor gordo proyectaban su sombra diez ventosas.
-Lo he reconocido, señoría... -empezó a decir el barbero, mientras aplicaba la undécima ventosa. El sábado pasado se sirvió usted venir a bañarse aquí y me acuerdo de que le corté los callos. Soy Mijailo, el barbero... ¿No lo recuerda?... Aquel día me preguntó usted algo sobre las novias...
-¡Ah, sí!... ¿Y qué hay?
-Nada... Ahora estoy haciendo ejercicios espirituales y no quiero criticar porque es pecado, pero no puedo menos de decir a su señoría (y que Dios me perdone por mis censuras) que las novias de ahora son muy ligeras y carecen de reflexión... Antes, las novias aspiraban a casarse con un hombre serio, formal..., que tuviera un capitalito, que supiera hablar de todo y no se olvidara de la religión..., pero las de ahora..., ¡la instrucción es lo único que les interesa! No les des más que un hombre instruido...; de un comerciante o de un funcionario no quieren ni oír hablar... ¡Se ríen de ellos!... ¡Claro que la instrucción!... Un hombre instruido puede alcanzar un puesto muy elevado, mientras que otro que no lo es no pasa toda su vida de escribiente y cuando se muere no deja ni siquiera para el entierro... ¡De esos hay muchos!... Por aquí suele venir uno de esos instruidos..., uno de Correos... Es un hombre que sabe de todo, hasta redactar telegramas..., pero no tiene ni para lavarse con jabón. ¡Da pena verlo!
-¡Pobre, pero honrado! -dijo una voz de bajo, ronca, que venía de la tabla de arriba. ¡Hombres así deben ser nuestro orgullo! ¡La instrucción, cuando va unida a la pobreza, es testimonio de elevadas cualidades del alma!... ¡Mal educado...!
Mijailo miró de soslayo a la tabla de arriba.
Allí, golpeándose la frente con unos vergajos, estaba sentado un hombre escuálido y huesudo..., sólo compuesto, al parecer, de piel y de costillas. El largo pelo colgante que le cubría no permitía ver su cara, distinguiéndose tan sólo dos ojos llenos de desprecio y malignidad que miraban fijamente a Mijailo.
-Es uno de esos que se dejan el pelo largo... -dijo Mijailo haciendo un guiño significativo. De esa gente que llaman..., de ideas... ¡Cuántos de esos hay ahora! No se les puede cazar a todos. La conversación cristiana les repugna tanto como a las fuerzas maléficas el incienso... ¿Le oye usted defender la instrucción?... ¡Estos son los que gustan a las novias de ahora! ¡Estos precisa-mente, señoría!... ¡Da asco!... Figúrese que este otoño me manda a llamar la hija de un pope y me dice: «Búscame, Michel... (en las casas suelen llamarme Michel..., como rizo el pelo a las señoras...), búscame -dice- un novio. Pero que sea escritor». Por suerte, en aquel momento sabía yo de uno. Solía éste frecuentar la taberna de Porfirii Emejianovich, a quien acostumbraba amenazar con hablar de él en el periódico. Cuando se le acercaba el mozo a cobrarle el vodka que se había bebido, le pegaba una bofetada y se ponía a gritar: «¿Cómo?... ¿Pedirme a mí que pague?... ¿No sabes acaso quién soy yo? ¿Ignoras que puedo perderte hablando de ti en el periódico?...» Era pequeñito y solía ir muy andrajoso... Yo lo atraje hablándole del dinero del pope, le enseñé un retrato de la señorita, le alquilé un traje..., ¡pero a la señorita no le gustó! «¡No tiene la cara bastante melancólica!», me dijo. Ella era la primera que no sabía qué diablo quería.
-¡Eso es una calumnia a la Prensa! -se oyó decir desde la misma tabla a la ronca voz de bajo. ¡Y tú; una porquería!
-¿Porquería yo?... ¡Hum!... ¡Tiene usted la suerte, caballero, de que esta semana esté haciendo ejercicios espirituales!... ¡De no haber sido así, le hubiera dicho que porquería es una palabra!... Según eso, ¿también es usted escritor?
-Sea o no sea escritor, ¿con qué derecho hablas de lo que no entiendes? ¡Ha habido muchos escritores en Rusia y varios de ellos fueron de gran utilidad para su país, por lo que nuestro deber es honrarlos y no hablar mal de ellos! Con esto me refiero lo mismo a los escritores profanos que a los religiosos.
-¡Los religiosos no se ocupan de tales asuntos!
-¡Eso no lo puedes comprender tú..., ignorante!... ¡Dmitrii Rostovskii, Innokentii Jersonskii, Filaret Moscovskii y demás hombres de la iglesia, contribuyeron con sus creaciones a la formación de la cultura!
Mijailo miró de reojo a su adversario y movió la cabeza.
-Este me está resultando demasiado... -murmuro rascándose la nuca, demasiado inteligente... ¡Por algo lleva esos pelos!... ¡Por algo!... Lo comprendemos perfectamente -dijo en voz alta-, y ahora mismo vamos a demostrarle que sabemos la clase de persona que es. (Quédese un ratito con las ventosas, señoría, que yo en seguida vuelvo. Voy a decir solamente...)
Y Mijailo, acomodándose al andar los mojados pantalones y chapoteando con los pies descalzos, pasó a la habitación de al lado.
-Escucha... Ahora saldrá del baño uno de esos de pelo largo... -dijo dirigiéndose al joven que vendía el jabón. Vigílalo... Es de esos que van sembrando la confusión entre la gente... De esos que andan a vueltas con las ideas... Habría que ir a buscar a Nazar Zajarevich...
-Debes decírselo a los muchachos.
Mijailo se dirigió a los muchachos encargados del guardarropa y les dijo en voz baja:
-Ahora va a salir uno de pelo largo... De esos que van sembrando la confusión entre la gente. Hay que vigilarlo e ir corriendo a avisar al ama y que mande a buscar a Nazar Zajarevich para que levante acta... ¡Dice unas cosas!... ¡Tiene unas ideas...!
-¿Cuál de pelo largo? -preguntan inquietos los muchachos. Aquí no se ha quitado la ropa nadie de esas señas. En total se la han quitado seis. Dos tártaros, un caballero, dos comerciantes, un diácono... y nadie más. ¿A ver si es que has tomado al padre diácono por uno de esos de pelo largo de que hablas...?
-¡Diablo, qué cosas se les ocurren! ¡Sé lo que digo!
Mijailo examinó la vestimenta del diácono, palpó su traje y se encogió de hombros... Una expresión de profundo asombro se deslizó por su rostro.
-¿Cómo es?
-Delgadito..., rubio..., con una barbita... está constantemente tosiendo.
-¡Hum!... -murmuró Mijailo. ¡Entonces..., eso quiere decir que he ofendido a una persona del clero!... ¡Dios mío!... ¡Qué pecado! ¡Qué pecado!... ¡Yo, que estoy haciendo ejercicios espirituales, hermanos!..., ¿cómo voy a poder confesarme después de haber ofendido a una persona del clero?... ¡Perdona, Dios mío, al pecador!... ¡Corro a pedirle perdón...!
Y Mijailo, rascándose la nuca y con rostro afligido, se dirigió a los baños. Ya no estaba el diácono en la tabla de arriba, sino abajo, junto a los grifos y llenando de agua un barreño.
-¡Padre diácono! -le dijo Mijailo con voz llorosa. ¡Perdone a este pecador, por el amor de Dios!
-¿Qué tengo que perdonarle?
Mijailo suspiró profundamente; se arrodilló ante el diácono e inclinándose hasta el suelo dijo:
-¡Haber pensado que en su cabeza había ideas...!

II

-Me asombra que su hija..., dada su belleza y su buena conducta... no se haya casado todavía -dijo Nicodim Egorich mientras subía a la tabla de arriba.
Nicodim Egorich Potichkin estaba desnudo como cualquier hombre desnudo, pero llevaba puesto un gorro sobre su cabeza calva. Tenía miedo a la congestión cerebral y al ataque de apoplejía, por lo que tomaba siempre su baño de vapor con su gorro encima de la cabeza. Su compañero Macar Tarasich Peschkin, viejecillo de piernas delgaduchas y azuladas, al escuchar esta pregunta se encogió de hombros y dijo:
-No se ha casado porque Dios no me ha dotado de suficiente carácter. Soy demasiado tímido, Nicodim Egorich, y ahora no sirve de nada la timidez. Los novios de ahora son feroces y hay que tratarlos con procedimientos adecuados.
-¿Cómo feroces?... ¿Desde qué punto de vista...?
-¡Muy consentidos!... Hay que emplear con ellos la severidad, Nicodim Egorich... No andar con contemplaciones y, si es necesario, pegarles unas cuantas bofetadas y acudir a la Policía... ¡Eso es lo que hay que hacer!... Son gente inútil..., sin ningún valor...
Los dos amigos se tumbaron el uno al lado del otro sobre la tabla y empezaron a darse golpes con los vergajos.
-Sin ningún valor... -prosiguió Macar Tarasich. A mí me han hecho sufrir bastante..., ¡canallas!... Si mi carácter fuera más firme..., hace tiempo que mi Dascha estaría casada y tendría una porción de niños... ¡Eso es!... A decir verdad, ahora, en el campo femenino, señor mío, hay un cincuenta por ciento de solteronas... ¡Y observe bien, Nicodim Egorich..., que todas estas mozas tuvieron novios en su juventud!... ¿Por qué no se casaron?... ¿Cuál fue la causa?... No se casaron porque los padres no supieron retener al novio y lo dejaron escapar.
-Exacto.
-El hombre de hoy en día está muy consentido..., es necio y despreocupado. Todo lo quiere gratis y con ventaja. Le das lo que se le antoja y encima te pide dinero... Cuando se casa calcula: «Si me caso, tendré dinero.» ¡Lo de menos es que coma, que zampe y que acepte mi dinero..., pero que haga siquiera la merced de casarse con la criatura!... Porque a veces, además de que te cuesta el dinero, acabas sufriendo y llorando. Los hay que hacen la corte a la muchacha y que cuando llegan al punto decisivo, esto es, al momento de ir a la iglesia, se vuelven atrás y se ponen a hacer la corte a otra. ¡Desde luego, el noviazgo es muy agradable!... ¡encanta-dor!... Le dan a uno de comer, de beber, le prestan lo que necesita... Por eso el novio sigue así hasta la vejez, y cuando le llega la muerte ya no le hace falta casarse. Algunos están calvos, tienen el pelo blanco y se les doblan las rodillas..., ¡pero siguen de novios!... Hay otros que no se casan por pura estupidez. Un hombre tonto no sabe él mismo lo que quiere, y por eso tan pronto le parece mal una cosa como otra. Frecuenta las casas..., hace el amor... y de pronto, sin que se sepa por qué, sale diciendo: «No puedo casarme. No me da la gana casarme.» Como ejemplo puedo citarle al señor Catavasov, el primer novio de Dascha..., maestro de escuela y consejero titular al mismo tiempo... Había estudiado todas las ciencias. Francés, alemán, matemáticas..., y luego resultó ser un majadero. ¡Un perfecto estúpido y nada más!... ¿Se ha dormido usted, Nicodim Egorich?
-No, no... Es que me agrada cerrar los ojos.
-Así, pues..., como le digo..., empezó a hacer la corte a mi Dascha. He de advertirle que entonces Dascha no había cumplido todavía los veinte años. ¡Era un asombro de muchacha! ¡Un dátil!... Gruesa..., formal... El consejero civil Ciceronov le pidió de rodillas que fuera de institutriz a su casa, pero ella no quiso. Catavasov empezó a frecuentar la nuestra, venía diaria-mente y se quedaba hasta la noche conversando con ella sobre física y otras diversas ciencias. Le traía libros, le oía tocar el piano... Lo que más le interesaba eran los libros, pero mi Dascha no necesitaba libros... Como también ella era muy erudita, libros no le faltaban... Él, sin embargo, le estaba siempre diciendo que leyera esto y que leyera lo otro... ¡Un aburrimiento de muerte!... Observé, no obstante, que la quería y que ella tampoco parecía tener nada en contra de él..., aunque solía decirme: «No me gusta, papaíto, que no sea militar...» Cierto que no era militar, pero tenía una buena posición..., un carácter noble..., no era borracho..., conque ¿qué más se podía pedir?... Solicitó su mano..., se les bendijo ¡y ni siquiera se informó de la dote!... Sobre este punto... ¡silencio! Lo mismo que si hubiera sido un ser incorpóreo que puede pasarse sin una dote. Se fijó el día de la boda, ¿y qué se figura usted que pasó?... ¿Eh?... Pues que tres días antes de ésta se me presenta en la tienda el propio Catavasov, con los ojos irritados, el rostro pálido como si le hubieran dado un susto y temblando con todo su cuerpo.
»-¿Qué se le ofrece? -le pregunté yo.
»-¡Perdóneme, Macar Tarasich! -dijo él; pero no puedo casarme con Daria Macarovna. ¡Me he equivocado! -dijo. ¡Su florida juventud..., su imaginación..., me hicieron pensar que había de encontrar en ella el terreno..., digamos..., la frescura espiritual!... ¡Veo, sin embargo, que ya ha tenido tiempo de adquirir otras inclinaciones! Dice que le atrae la vanidad, que no sabe lo que es trabajar y que con la leche de su madre ha mamado... Ya no recuerdo qué era lo que había mamado... Él seguía hablando y llorando al mismo tiempo. Yo, señor mío, me limité a enfadarme y lo dejé marchar. Ni me dirigí al juez, ni fui a quejarme a su jefe, ni dije nada por la ciudad. Si hubiera acudido al juez, seguro que se hubiera asustado y se hubiera casado... A la autoridad le tendría sin cuidado lo que ella había mamado... ¿Te has prometido a una joven?... ¡Pues tienes que casarte, y se acabó!... ¿Oyó usted hablar de un comerciante llamado Kliakin?... Era un mujik, ¡pero qué ocurrencia tuvo!... También el novio de su hija, que había reparado en que la cuestión de la dote no estaba del todo clara, empezó a protestar. Kliakin entonces se encerró con él en la despensa, sacó de su bolsillo una gran pistola con todas las balas en regla y le dijo: «¡Jura delante de la imagen que te casarás! ¡Si no lo haces -dijo-, ahora mismo te mataré, canalla! ¡Ahora mismo!...» El joven juró y se casó. ¿Lo está usted viendo?... Yo, en cambio, no soy capaz de hacer eso ni de pegarme con nadie... En otra ocasión, un funcionario ucraniano... un tal Briusdenco..., vio a mi Dascha y se enamoró de ella. Iba tras de ella, rojo como un cangrejo y diciéndole una porción de cosas. Su boca despedía calor, como una estufa. Se pasaba el día entero sentado en nuestra casa y la noche paseando bajo las ventanas. También Dascha había empezado a quererlo. Le gustaban sus ojos, porque decía que en ellos había ¡fuego y negrura de noche!... Así, pues, el ucraniano venía a visitarnos, y un día se decidió a pedir la mano de Dascha. Ésta, que puede decirse que estaba encantada..., se la concedió. «Comprendo, papaíto -me dijo, que no es militar; pero como, en cambio, pertenece al departamento de Asuntos Eclesiásticos..., o sea, como si fuera de intenten-cia, lo quiero mucho...» Se veía que la muchacha, a pesar de su juventud, sabía distinguir... ¿Se fija usted cómo dijo «¡De intendencia!»?... Cuando el ucraniano se enteró de la dote, regateó un poco conmigo, pero dijo que estaba conforme con todo. Lo único que quería era que la boda se celebrara lo antes posible. Pues bien..., cuando llegó el día de los esponsales y vio reunidos a los invitados, se agarró la cabeza con las manos y exclamó: «¡Dios mío! ¡Cuántos parientes tiene! ¡No estoy conforme..., no! ¡No puedo! ¡No quiero!...» Y así dale que dale. Yo intenté por todos los medios tran-quilizarlo. «Pero ¿se ha vuelto loco su señoría?... ¡Cuantos más parientes, más honor!...» Pero él no estaba de acuerdo con esto. Cogió su gorro y no volvimos a verlo más. Le contaré también otro caso: El guardabosque Alialiev pretendió casarse con Dascha. La quería por su inteligencia y por su conducta. A su vez, Dascha se enamoró de él. Le agradaba su carácter equilibrado. Era, en efecto, un hombre bueno y noble. Procedió en aquella ocasión con mucha seriedad. Se enteró de la cuantía de la dote, revolvió todos los baúles y reprendió a Matriona por no haber sabido preservar bien las capas de la polilla. A mí también me dio una lista de sus haberes. Era, desde luego, un noble carácter y una persona seria (es un pecado hablar mal de él) y, a decir verdad, a mí me gustaba enormemente. Se pasó dos meses regateando conmigo. Yo le daba ocho mil, pero él quería ocho mil quinientos. Regateábamos y regateábamos constantemente. Se daba el caso de que nos sentáramos a tomar el té, lleváramos bebidos quince vasos y siguiéramos siempre regateando... Yo subí hasta doscientos, pero él no quiso aceptar. ¡Y eso fue lo que nos separó!... ¡Trescientos rublos!... Él se fue todo pálido y lloroso... ¡Quería tanto a Dascha!... Ahora, pecador de mí, me culpo a mí mismo... Debería haberle dado los trescientos rublos o haberlo asustado o avergonzado delante de la ciudad entera..., o haberlo metido en una habitación oscura y propinado unas cuantas bofetadas. ¡Ahora me doy cuenta de que el que perdió fui yo! ¡Perdí por tonto!... Pero ¡qué se le va a hacer, Nicodim Egorich!... Mi carácter es así..., demasiado tímido.
-Demasiado tímido..., exacto. Bien... yo ya me voy. Siento la cabeza un poco pesada.
Nicodim Egorich se golpeó con los vergajos por última vez y bajó. Macar Tarasich agitó los suyos con renovado brío y suspiró.

1.014. Chejov (Anton)

En la oscuridad

Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar. Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron.
La esposa de Gaguin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño.
Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.
Fuera de la casa, la oscuridad era completa. Nose distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.
Fue María Michailovna quien rompió el silencio.
De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa.
Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano.
Luego le pareció que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y... desaparecía en el hueco negro de la ventana.
«¡Un ladrón!», se dijo como en un relámpago, y una palidez mortal se extendió por su rostro.
En un instante su imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador está la vajilla de plata..., más allá el dormitorio..., un hacha..., los rostros de unos bandidos..., las joyas... Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.
-¡Vasia! -exclamó zarandeando a su marido. ¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despier-ta, Vasili, te lo suplico!
-¿Qué ocurre? -balbucea el consejero suplente, as pirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.
-¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor..., ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra. -¿Qué pasa? ¿Quién... es? -¡Dios mío! No oye... Pero, comprende, pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y... ¡la vasija de plata está en el aparador! -¡Majaderías! -¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?
El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.
-¡Dios mío, qué seres! –gruñó. ¿Es que ni de no che me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!
-Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.
-¿Y qué? Que entre... Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla. -¿Cómo? ¿Qué dices? -Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla. -¡Eso es peor aún! -gritó María Michailovna. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.
-¡Vaya una virtud!... No permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.
-¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante..., semejante... ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!
-¡Dios mío!... -gruñó Gaguin con fastidio. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí? -¡Vasili, que me desmayo! Gaguin escupió con desdén, se calzó las zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.
-Vasilia -le dijo, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está? -Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor. -¡Qué desorden! Cogen las cosas y no las vuelven a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata.
Al entrar en la cocina se dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas...
-¡Pelagia! -gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?
-¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?
-Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.
-Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como ésas... ¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!
-Bueno, bueno... No hay por qué gritar tanto... ¡Que se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?
-Es vergonzoso, señor -dice Pelagia, con voz Llorosa. Unos señores cultos... y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros... -se echó a llorar. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.
-¡Bueno, basta!... ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!
Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.
-Escucha, Pelagia -le dice. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?
-¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.
Gaguin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirige sin hacer ruido al dormitorio.
María Michailovna se había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud.
«¡Cuánto tarda en volver! -piensa. Menos mal si es ese... cínico, pero ¿y si es un ladrón?»
Y en su imaginación se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza..., muere sin proferir un grito..., un charco de sangre...
Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente. -¡Vasili! -gritó con voz estridente-. ¡Vasili! -¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí... -le contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos-. ¿Te están matando acaso? Se acercó y se sentó en el borde de la cama. -No había nadie –dice-. Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa..., una!...
Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.
-¡Lo que tú eres es una miedosa! -se burla de ella. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una psicópata!
-Huele a brea -dice su mujer. A brea o... a algo así como a cebolla..., a sopa de coles.
-Sí... Hay algo que huele mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía... ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.
Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer lo miraba con gran asombro, espanto y cólera...
-¿Has cogido la bata en la cocina? -le preguntó palideciendo. -¿Por qué? -¡Mírate al espejo! El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras, etc. ¿Qué pasa entre Gaguin y la cocinera? María Michailovna da rienda suelta a su imaginación.

1.014. Chejov (Anton)