Translate

domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXXI

La noche anterior al domingo en que debía realizar mis celebraciones religiosas se encendieron enormes ho­gueras en los riscos; para los jóvenes del valle era la se­ñal que indicaba que podían subir a los caseríos. Acu­dieron en gran número, y fueron recibidos con músicas y gritos estridentes de las jóvenes doncellas de los caseríos, quienes, además, hacían girar antorchas para iluminar las grandes rocas y provocar tras ellas gi­gantescas sombras. Era un bello espectáculo, llevado a cabo por personas que, por cierto, eran generalmente muy felices.
El joven del monasterio llegó junto con los otros. Permanecerá aquí el domingo y a su vuelta se llevará las raíces que he ido recogiendo. Me contó muchas de las novedades que habían tenido lugar en el monasterio. En estos días, el reverendo Superior se encuentra en San Bartolomé, cazando y pescando. Otra de las nove­dades -que me produjo una considerable alarma- fue la de que el hijo del Administrador, el joven Roque, se encuentra en las montañas, no demasiado lejos del Lago Negro. Tiene un pabellón de caza en el promon­torio más alto y un sendero lo une directamente con el lago. El joven me dio aquella noticia sin darse cuenta de mi estremecimiento al oírla. ¡Quiera Dios que un ángel con su espada llameante vigile la senda que lleva hasta el lago y custodie a Benedicta!
Los gritos y la música duraron toda la noche, lo cual, unido a la agitación de mi alma, me impidió con­ciliar el sueño. Al día siguiente, muy temprano, jóve­nes y doncellas llegaron por todos los caminos en gru­pos numerosos. Las muchachas llevaban pañuelos de seda anudados graciosamente alrededor de la cabeza y habían recurrido a las flores para engalanarse y para adornar también a sus parejas.
Puesto que todavía no soy sacerdote, no puedo de­cir misa o predicar una homilía; pero recé por los fieles y les conté todo lo que mi dolorido corazón fue capaz de manifestar. Les hablé de nuestra naturaleza pecado­ra y de la infinita misericordia de Dios, del trato severo que nos damos unos a otros, del amor que el Creador nos prodiga a todos y de Su sublime compasión. Con­forme los ecos de mis palabras eran devueltos por el abismo inferior y las elevadas cimas, me pareció que me arrancaban de este mundo de penalidades sobre alas de ángeles, y me llevaban hasta las brillantes esferas que hay más allá del firmamento. Fue una celebración solemne; mis pocos fieles se encontraban concentrados en sus oraciones y parecía que me encontraba en el sanctasanctórum.
Al acabar el acto, les otorgué la bendición y todos se fueron tranquila-mente. No se habían alejado demasia­do cuando escuché a los jóvenes proferir sus gritos atronadores, aunque no me importó. ¿Por qué no ha­brían de sentirse felices? ¿Es que la alegría no es la ala­banza más pura que puede ofrecerle a Dios el corazón de un hombre?
Por la tarde me dirigí a la choza de Benedicta; se en­contraba junto a la puerta confeccionando una corona de Edelweiss para la imagen de la Virgen; para ello in­tercalaba entre las blancas flores pimpollos de un color rojo semejante a la sangre.
Me senté junto a ella y, en silencio, la miré mientras se entretenía en su delicada tarea, pero en mi alma ha­bía un confuso desorden de emociones y una voz que clamaba:
-¡Benedicta, mi amor, alma mía, te amo más que a la vida! ¡Te quiero más que a todo cuanto existe en la tierra y en el Cielo!

1.007. Briece (Ambrose)

No hay comentarios:

Publicar un comentario