La noche anterior al domingo en que debía realizar
mis celebraciones religiosas se encendieron enormes hogueras en los riscos;
para los jóvenes del valle era la señal que indicaba que podían subir a los
caseríos. Acudieron en gran número, y fueron recibidos con músicas y gritos
estridentes de las jóvenes doncellas de los caseríos, quienes, además, hacían
girar antorchas para iluminar las grandes rocas y provocar tras ellas gigantescas
sombras. Era un bello espectáculo, llevado a cabo por personas que, por cierto,
eran generalmente muy felices.
El joven del monasterio llegó junto con los otros.
Permanecerá aquí el domingo y a su vuelta se llevará las raíces que he ido
recogiendo. Me contó muchas de las novedades que habían tenido lugar en el monasterio.
En estos días, el reverendo Superior se encuentra en San Bartolomé, cazando y
pescando. Otra de las novedades -que me produjo una considerable alarma- fue
la de que el hijo del Administrador, el joven Roque, se encuentra en las
montañas, no demasiado lejos del Lago Negro. Tiene un pabellón de caza en el
promontorio más alto y un sendero lo une directamente con el lago. El joven me
dio aquella noticia sin darse cuenta de mi estremecimiento al oírla. ¡Quiera
Dios que un ángel con su espada llameante vigile la senda que lleva hasta el
lago y custodie a Benedicta!
Los gritos y la música duraron toda la noche, lo
cual, unido a la agitación de mi alma, me impidió conciliar el sueño. Al día
siguiente, muy temprano, jóvenes y doncellas llegaron por todos los caminos en
grupos numerosos. Las muchachas llevaban pañuelos de seda anudados
graciosamente alrededor de la cabeza y habían recurrido a las flores para
engalanarse y para adornar también a sus parejas.
Puesto que todavía no soy sacerdote, no puedo decir
misa o predicar una homilía; pero recé por los fieles y les conté todo lo que
mi dolorido corazón fue capaz de manifestar. Les hablé de nuestra naturaleza
pecadora y de la infinita misericordia de Dios, del trato severo que nos damos
unos a otros, del amor que el Creador nos prodiga a todos y de Su sublime
compasión. Conforme los ecos de mis palabras eran devueltos por el abismo
inferior y las elevadas cimas, me pareció que me arrancaban de este mundo de
penalidades sobre alas de ángeles, y me llevaban hasta las brillantes esferas
que hay más allá del firmamento. Fue una celebración solemne; mis pocos fieles
se encontraban concentrados en sus oraciones y parecía que me encontraba en el
sanctasanctórum.
Al acabar el acto, les otorgué la bendición y todos
se fueron tranquila-mente. No se habían alejado demasiado cuando escuché a los
jóvenes proferir sus gritos atronadores, aunque no me importó. ¿Por qué no habrían
de sentirse felices? ¿Es que la alegría no es la alabanza más pura que
puede ofrecerle a Dios el corazón de un hombre?
Por la tarde me dirigí a la choza de Benedicta; se
encontraba junto a la puerta confeccionando una corona de Edelweiss para la imag en de la Virgen ; para ello intercalaba entre las blancas
flores pimpollos de un color rojo semejante a la sangre.
Me senté junto a ella y, en silencio, la miré
mientras se entretenía en su delicada tarea, pero en mi alma había un confuso
desorden de emociones y una voz que clamaba:
-¡Benedicta, mi amor, alma mía, te amo más que a la
vida! ¡Te quiero más que a todo cuanto existe en la tierra y en el Cielo!
1.007. Briece (Ambrose)
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