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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XVI

¡Ay, qué desgraciado es mi destino! He vuelto a ser cas­tigado, y de nuevo soy incapaz de admitir mi culpa.
Parece ser que Amelia se ha explayado en su historia sobre Roque y Benedicta. La alta doncella fue de casa en casa contando cómo Roque fue hasta el mismísimo patíbulo en busca de una compañera de baile. Añadió además que Benedicta se había comportado mucho peor que los jóvenes borrachos. Siempre que se me co­mentaba lo ocurrido, me apresuraba a aclarar los he­chos, porque estaba convencido de que ése era mi de­ber, y explicaba lo que realmente había pasado.
Según parece, por contradecir a alguien capaz de violar los Mandamientos para levantar falso testimo­nio contra su prójimo, terminé incurriendo en la ira de mi venerable Superior. Me llamó de nuevo ante su pre­sencia y me acusó de defender a la hija del verdugo en contra de las afirmaciones de una honesta muchacha cristiana. Pregunté servilmente cómo debería haber ac­tuado... si debería haber permitido que se calumniase a un inocente.
-¿Cuál es el interés que puedes tener tú por la hija del verdugo? -me interrogó-. Es más, parece más que demostrado que se fue a bailar con los jóvenes borra­chos por su propia voluntad.
-Movida exclusivamente por el cariño que le inspi­ra su padre -repliqué, porque si estos jóvenes ebrios no la hubiesen encontrado en su cabaña, seguramente lo habrían maltratado... y ella ama sinceramente al an­ciano, que se encuentra enfermo y solo.
Esto es lo que pasó, y así fue como lo conté.
Pero Su Reverencia insistió en que yo estaba equi­vocado y me aplicó un duro castigo. Lo soporto ale­gremente, ya que me hace feliz sufrir por tan dulce criatura. A pesar de ello, no caeré en la tentación de murmurar contra el padre Superior; él es mi Señor, y cualquier rebelión contra él por mi parte es un claro pecado. ¿Acaso la obediencia no es el principal man­dato que nuestro Santo impuso a sus discípulos? ¡Ah, cómo deseo que me ordenen sacerdote y me unjan con el aceite sagrado! Así podré gozar de paz y estaré en condiciones para servir mejor al Cielo, y disfrutaré también de una acogida mejor.
Me angustia la situación de Benedicta. Si no fuese porque sigo recluido en mi celda me acercaría hasta el Monte de los Ahorcados, donde quizá podría verla de nuevo. Me duele tanto como si ella fuese mi hermana.
Pero como mi alma pertenece al Señor, no me es lí­cito amar a nadie excepto a Aquel que murió en la cruz para redimir nuestros pecados... Cualquier otro afecto es una falta. ¡Bienaventurados los Santos del Cielo! ¿Qué ocurriría si este sentimiento que acepté como se­ñal inequívoca de que me había sido encomendada el alma de la joven, fuese en realidad el síntoma de un amor terrenal? Intercede por mí, bienamado Francis­co, e ilumíname para que no me deje arrastrar hacia ese camino que lleva directamente al infierno. ¡Guíame y dame fuerzas, venerable Santo, para que pueda escoger el camino correcto, y nunca más me salga de él!

1.007. Briece (Ambrose)

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