¡Ay, qué desgraciado es mi destino! He vuelto a ser
castigado, y de nuevo soy incapaz de admitir mi culpa.
Parece ser que Amelia
se ha explaya do en su historia sobre
Roque y Benedicta. La alta doncella fue de casa en casa contando cómo Roque fue
hasta el mismísimo patíbulo en busca de una compañera de baile. Añadió además
que Benedicta se había comportado mucho peor que los jóvenes borrachos. Siempre
que se me comentaba lo ocurrido, me apresuraba a aclarar los hechos, porque
estaba convencido de que ése era mi deber, y explicaba lo que realmente había
pasado.
Según parece, por contradecir a alguien capaz de
violar los Mandamientos para levantar falso testimonio contra su prójimo,
terminé incurriendo en la ira de mi venerable Superior. Me llamó de nuevo ante
su presencia y me acusó de defender a la hija del verdugo en contra de las
afirmaciones de una honesta muchacha cristiana. Pregunté servilmente cómo
debería haber actuado... si debería haber permitido que se calumniase a un
inocente.
-¿Cuál es el interés que puedes tener tú por la hija
del verdugo? -me interrogó-. Es más, parece más que demostrado que se fue a
bailar con los jóvenes borrachos por su propia voluntad.
-Movida exclusivamente por el cariño que le inspira
su padre -repliqué, porque si estos jóvenes ebrios no la hubiesen encontrado en
su cabaña, seguramente lo habrían maltratado... y ella ama sinceramente al anciano,
que se encuentra enfermo y solo.
Esto es lo que pasó, y así fue como lo conté.
Pero Su Reverencia insistió en que yo estaba equivocado
y me aplicó un duro castigo. Lo soporto alegremente, ya que me hace feliz
sufrir por tan dulce criatura. A pesar de ello, no caeré en la tentación de
murmurar contra el padre Superior; él es mi Señor, y cualquier rebelión contra
él por mi parte es un claro pecado. ¿Acaso la obediencia no es el principal mandato
que nuestro Santo impuso a sus discípulos? ¡Ah, cómo deseo que me ordenen
sacerdote y me unjan con el aceite sagrado! Así podré gozar de paz y estaré en
condiciones para servir mejor al Cielo, y disfrutaré también de una acogida
mejor.
Me angustia la situación de Benedicta. Si no fuese
porque sigo recluido en mi celda me acercaría hasta el Monte de los Ahorcados,
donde quizá podría verla de nuevo. Me duele tanto como si ella fuese mi
hermana.
Pero como mi alma pertenece al Señor, no me es lícito
amar a nadie excepto a Aquel que murió en la cruz para redimir nuestros
pecados... Cualquier otro afecto es una falta. ¡Bienaventurados los Santos del
Cielo! ¿Qué ocurriría si este sentimiento que acepté como señal inequívoca de
que me había sido encomendada el alma de la joven, fuese en realidad el síntoma
de un amor terrenal? Intercede por mí, bienamado Francisco, e ilumíname para
que no me deje arrastrar hacia ese camino que lleva directamente al infierno.
¡Guíame y dame fuerzas, venerable Santo, para que pueda escoger el camino
correcto, y nunca más me salga de él!
1.007. Briece (Ambrose)
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