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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XIV

Eché un vistazo por la ventana y vi al verdugo sentado en una silla al lado de su hija. La joven tenía una mano apoyada en el hombro de su padre, y al oírle gemir y to­ser, comprendí que estaba intentando aplacar sus sufri­mientos. Todo el amor y pesadumbre del mundo se re­flejaban en el rostro de Benedicta, que estaba más bella que nunca.
No pude dejar de reparar en lo limpio y ordenado que aparecía el interior de la vivienda, y en todo lo que había en ella. Aquel humilde cobijo parecía contar realmente con la bendición de la Paz de Dios. ¡A pesar de ello; cómo se trataba a, aquellos inocentes seres como si estuviesen malditos y cómo se les odiaba más que a cualquier pecado mortal! Me agradó sobremane­ra ver que en la pared opuesta a la ventana desde la que miraba había tina imagen de la Bienaventurada Virgen María. El marco había sido decorado con flores silves­tres, y sobre el manto de la Santa Madre se habían colo­cado algunas Edelweiss.
Llamé enérgicamente a la puerta, mientras decía en voz alta:
No tengan miedo, soy el hermano Ambrosio.
Me dio la impresión de que al escuchar mi voz y mi nombre, aparecía en el rostro de la joven una alegría inesperada, aunque puede que sólo fuese la sorpresa..., espero que los santos me protejan de cualquier pecado de orgullo. Se acercó a la ventana y la abrió.
-Benedicta -dije rápidamente, después de devol­verle el saludo-, algunos jóvenes borrachos y sin con­trol se acercan hacia aquí con la intención de arrastrar­te al baile. Roque va delante de ellos, y asegura que te arrebatará de donde sea, con tal que bailes con él. Me he adelantado a ellos para ayudarte a huir.
Al pronunciar el nombre de Roque, noté cómo la sangre afluía a las mejillas de la niña, confiriendo a su rostro una tonalidad, rosácea. Entendí que, por desgra­cia, mi celosa guía tenía toda la razón: ninguna mujer era capaz de resistírsele al orgulloso muchacho, ni si­quiera aquella inocente y virtuosa doncella. Cuando su padre comprendió el sentido de mis palabras, se puso en pie y levantó sus brazos, como intentando proteger a su hija de cualquier peligro; me di cuenta, sin embar­go, de que a pesar de la fortaleza de su alma, su cuerpo seguía muy debilitado. Entonces le dije:
-Deje que me la lleve. Los chicos están borrachos y no saben lo que hacen. Si se resiste, lo único que conse­guirá será enfadarlos, y que quizá los hieran a ambos. ¡Oh, vea; por allí asoman sus antorchas! ¡Escuche sus atronadoras carcajadas! ¡Dése, prisa, Bene-dicta ¡Rá­pido!
Benedicta se abalanzó sobre el anciano, que había comenzado a llorar, y se despidió de él con ternura. En­tonces abandonó rápidamente la habitación, y tras cu­brir mis manos de besos, se internó en el bosque, desa­pareciendo en la oscuridad de la noche de una forma que me sorprendió enormemente. Durante algunos minutos esperé que regresará, después entré en la caba­ña para proteger a su padre de los desaforados mucha­chos, quienes; me dio la impresión, lo convertirían en el blanco de sus frustradas expectativas.
Pero no aparecieron. En vano esperé, prestando atención. Inesperadamente escuché exclamaciones de júbilo y gritos que me estremecieron y me indujeron a rezar al bienaventurado Santo. Pero el ruido se fue di­fuminando en la distancia, y me di cuenta de que los jóvenes estaban desandando el camino, descendiendo del Monte de los Ahorcados en busca del prado donde todavía continuaba la fiesta. El enfermo y yo conversa­mos sobre el milagro que había cambiado hasta ese punto sus intenciones, y los dos nos sentimos embria­gados de gratitud y de dicha. Inmediatamente em­prendí el camino de regreso, por la misma senda que me había llevado hasta allí. Al aproximarme a la prade­ra, comencé a escuchar un griterío más salvaje y de­mencial que nunca, y logré distinguir en medio de los árboles el resplandor de hogueras mucho mayores que las que había. Contra ellas se recortaban las figuras de los jóvenes y de unas pocas doncellas que bailaban en el descampado con sus rostros descubiertos, el pelo ca­yendo en cascada sobre sus hombros, y la ropa desajus­tada por tan frenéticos movimientos. Juntándose y se­parándose, describían círculos alrededor de las hogueras, de forma que sus figuras adquirían tonalida­des negras o rojizas según se viesen iluminadas por el resplandor de las llamas. Parecían una legión de De­monios del Averno celebrando algún aniversario infer­nal o alguna nueva forma de torturar a los condenados. ¡Y, Dios Todopoderoso, allí, en el centro de un espacio iluminado en el que los demás no se atrevían a entrar, bailando solos y aparentemente ajenos al resto, se en­contraban Roque y Benedicta!

1.007. Briece (Ambrose)

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