Eché un vistazo por la ventana y vi al verdugo
sentado en una silla al lado de su hija. La joven tenía una mano apoyada en el
hombro de su padre, y al oírle gemir y toser, comprendí que
estaba intentando aplacar sus sufrimientos. Todo el amor y pesadumbre del
mundo se reflejaban en el rostro de Benedicta, que estaba más bella que nunca.
No pude dejar de reparar en lo limpio y ordenado que
aparecía el interior de la vivienda, y en todo lo que había en ella. Aquel
humilde cobijo parecía contar realmente con la bendición de la Paz de Dios. ¡A pesar de ello;
cómo se trataba a, aquellos inocentes seres como si estuviesen malditos y cómo
se les odiaba más que a cualquier pecado mortal! Me agradó sobremanera ver que
en la pared
opuesta a la ventana desde la que miraba había tina imag en
de la
Bienaventurada Virgen María. El marco había sido decorado con
flores silvestres, y sobre el manto de la Santa Madre se habían
colocado algunas Edelweiss.
Llamé enérgicamente a la puerta, mientras decía en voz alta:
No tengan miedo, soy el hermano Ambrosio.
Me dio la impresión de que al escuchar mi voz y mi
nombre, aparecía en el rostro de la joven una alegría inesperada, aunque puede
que sólo fuese la sorpresa..., espero que los santos me protejan de cualquier
pecado de orgullo. Se acercó a la ventana y la abrió.
-Benedicta -dije rápidamente, después de devolverle
el saludo-, algunos jóvenes borrachos y sin control se acercan hacia aquí con
la intención de arrastrarte al baile. Roque va delante de ellos, y asegu ra que te arrebatará de donde sea, con tal que
bailes con él. Me he adelantado a ellos para ayudarte a huir.
Al pronunciar el nombre de Roque, noté cómo la
sangre afluía a las mejillas de la niña, confiriendo a su rostro una tonalidad,
rosácea. Entendí que, por desgracia, mi celosa guía tenía toda la razón:
ninguna mujer era capaz de resistírsele al orgulloso muchacho, ni siquiera
aquella inocente y virtuosa doncella. Cuando su padre comprendió el sentido de
mis palabras, se puso en pie y levantó sus brazos, como intentando proteger a
su hija de cualquier peligro; me di cuenta, sin embargo, de que a
pesar de la fortaleza de su alma, su cuerpo seguía muy debilitado. Entonces le
dije:
-Deje que me la lleve. Los chicos están borrachos y
no saben lo que hacen. Si se resiste, lo único que conseguirá será enfadarlos,
y que quizá los hieran a ambos. ¡Oh, vea; por allí asoman sus antorchas!
¡Escuche sus atronadoras carcajadas! ¡Dése, prisa, Bene-dicta ¡Rápido!
Benedicta se abalanzó sobre el anciano, que había comenzado
a llorar, y se
despidió
de él con ternura. Entonces abandonó rápidamente la habitación, y tras cubrir
mis manos de besos, se internó en el bosque, desapareciendo en la oscuridad de
la noche de una forma que me sorprendió enormemente. Durante algunos minutos
esperé que regresará, después entré en la cabaña para
proteger a su padre de los desaforados muchachos, quienes; me dio la
impresión, lo convertirían en el blanco de sus frustradas expectativas.
Pero no aparecieron. En vano esperé, prestando
atención. Inesperadamente escuché exclamaciones de júbilo y gritos que
me estremecieron y me
indujeron a rezar al bienaventurado Santo. Pero el ruido se fue difuminando en
la distancia, y me di cuenta de que los jóvenes estaban desandando el camino,
descendiendo del Monte de los Ahorcados en busca del prado donde todavía
continuaba la fiesta. El enfermo y yo conversamos sobre el milagro que había
cambiado hasta ese punto sus intenciones, y los dos nos sentimos embriagados
de gratitud y de dicha. Inmediatamente emprendí el camino de
regreso, por la misma senda que me había llevado hasta allí. Al aproximarme a
la pradera, comencé a escuchar un griterío más salvaje y demencial que nunca,
y logré distinguir en medio de los árboles el resplandor de hogueras mucho
mayores que las que había. Contra ellas se recortaban las figuras de los
jóvenes y de unas pocas doncellas que bailaban en el descampado con sus rostros
descubiertos, el pelo cayendo en cascada sobre sus hombros, y la ropa desajustada
por tan frenéticos movimientos. J untándose
y separándose, describían círculos alrededor de las hogueras, de forma que sus
figuras adquirían tonalidades negras o rojizas según se viesen iluminadas por
el resplandor de las llamas. Parecían una legión de Demonios del Averno
celebrando algún aniversario infernal o alguna nueva forma de torturar a los
condenados. ¡Y, Dios Todopoderoso, allí, en el centro de un espacio iluminado
en el que los demás no se atrevían a entrar, bailando solos y aparentemente
ajenos al resto, se encontraban Roque y Benedicta!
1.007. Briece (Ambrose)
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