Tras abandonar nuestro bote comenzamos a escalar por
la montaña. Amado Dios, nada sale de Tu venerable mano sin un designio y una
utilidad, pero no logro entender para qué agrupaste estas montañas, ni para
qué las cubristes con tantos peñascos que no suponen una bendición ni para los
hombres ni para los animales.
Después de horas y más horas de ascenso alcanzamos un manantial; me
senté agotado, con los pies doloridos y jadeando. Contemplé el paisaje que se
extendía a mi alrededor y comprendí que todo lo que me habían dicho sobre
aquellos parajes desolados estaba completamente justificado. Allá donde mirase
no veía más que rocas grises y desnudas, veteadas de rojo, amarillo y marrón.
Había tenebrosos eriales cubiertos de piedra en los que nada crecía -ni una
planta, ni una brizna de hierba, terribles abismos llenos de hielo y
brillantes bancos de nieve que escalaban hacia las alturas, tanto que casi
parecían tocar el cielo.
Sin embargo, encontré unas pocas flores entre las rocas. Parecía como
si el Creador de aquella inhóspita y solitaria región la hubiese considerado
demasiado terrible e, inclinándose sobre los valles, hubiera tomado de ellos
un puñado de flores para esparcirlas después por estas estériles regiones. Las
flores, así enaltecidas por la mano divina, habían crecido con una belleza celestial
e inigualable. El guía me enseñó la planta cuya raíz debía yo recoger, y
también algunas hierbas resistentes y saludables, útiles para el hombre, y
entre las que se encontraba el árnica de flores doradas.
Una hora más tarde reemprendimos nuestro camino y seguimos hasta que
casi me sentí incapaz de arrastrar los pies ni siquiera un paso más. Finalmente
llegamos a un lugar solitario rodeado de negros y gigantescos peñascos. En su
centro había una miserable cabaña de piedra con una puerta baja en uno de sus
lados, que hacía las veces de entrada. El joven me explicó que aquélla habría
de ser mi morada. Nada más entrar, mi corazón se estremeció al pensar que tendría
que vivir en un lugar semejante. No había ni un solo mueble. Mi cama sería un
ancho banco cubierto por algunos secos matojos alpinos. También había una
chimenea que se alimentaba con leña, y uno o dos utensilios de cocina.
El joven cogió un recipiente y se marchó a toda prisa. Yo me tumbé en
el suelo frente a la choza y enseguida me sumí en la contemplación de aquel
paisaje agreste y aterrador, en el que debería preparar mi espíritu para
servir mejor a Dios. El guía regresó rápidamente, sujetando la vasija con ambas
manos. Al verme lanzó un alegre grito, cuyos ecos retumbaron como si fuesen
miles de voces charlatanas entre las piedras. Aunque había permanecido solo
apenas unos instantes, me sentí tan alegre de ver un rostro humano que me
adelanté y respondí a su saludo con desproporcionada felicidad. ¿Cómo podía
entonces tener la esperanza de que conseguiría soportar una semana de
aislamiento total en aquel lugar solitario?
Cuando el muchacho colocó el recipiente delante de mí, vi que estaba
lleno de leche. También sacó de entre sus ropas un pan de manteca amarilla,
bellamente decorado con flores alpinas, y un pedazo de queso blanco como la
nieve, envuelto en hierbas aromáticas. El ver aquella comida me agradó y le
dije a modo de broma:
-Ya veo que en estas alturas la leche y la manteca brotan de las
piedras. ¿También encontraste un manantial de leche?
-Usted también podría conseguir un milagro como éste -contestó,
aunque me pareció mejor trasladarme rápidamente hasta el Lago Negro
y pedir esta comida a las muchachas que viven allí.
Sacó un poco de harina de algo parecido a una alacena
que había en la cabaña; encendió el fuego en la chimenea y se dedicó a preparar
un pastel.
-De modo que no estamos solos en esta región asolada
-le dije. ¿Dónde está ese lago en cuyas orillas viven tan generosas personas?
-Es el Lago Negro -contestó guiñando los ojos debido
al humo. Se encuentra detrás de ese Kogel y la vaquería fue construida justo al borde de esa colina
que sobresale de entre las aguas. Es un mal lugar. El lago llega en línea recta
hasta el Infierno y entre las piedras se puede oír el rugido y el chirriar de
las llamas y los gemidos de los condenados. No hay lugar en el mundo que
cuente con tantos espíritus crueles y malvados. ¡Tenga mucho cuidado! Aquí, a
pesar de su santidad, podría ponerse enfermo. Podría conseguir leche, manteca y
queso en el lago Verde, que está mucho más lejos; les diré a las mujeres que le
traigan lo que necesita. Se sentirán felices de poder ayudarlo, y si les
predica un sermón todos los domingos, ¡no les importará enfrentar al demonio
en persona con tal de complacerlo!
Después de nuestro almuerzo, que me pareció el más
agradable que jamás hubiese comido, el joven se tumbó bajo el sol e
inmediatamente se quedó dormido, roncando con tanta violencia que me fue
imposible seguir su ejemplo, a pesar del cansancio que tenía.
1.007. Briece (Ambrose)
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