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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXII

Tras abandonar nuestro bote comenzamos a escalar por la montaña. Amado Dios, nada sale de Tu venerable mano sin un designio y una utilidad, pero no logro en­tender para qué agrupaste estas montañas, ni para qué las cubristes con tantos peñascos que no suponen una bendición ni para los hombres ni para los animales.
Después de horas y más horas de ascenso alcanza­mos un manantial; me senté agotado, con los pies do­loridos y jadeando. Contemplé el paisaje que se exten­día a mi alrededor y comprendí que todo lo que me habían dicho sobre aquellos parajes desolados estaba completamente justificado. Allá donde mirase no veía más que rocas grises y desnudas, veteadas de rojo, ama­rillo y marrón. Había tenebrosos eriales cubiertos de piedra en los que nada crecía -ni una planta, ni una brizna de hierba, terribles abismos llenos de hielo y brillantes bancos de nieve que escalaban hacia las altu­ras, tanto que casi parecían tocar el cielo.
Sin embargo, encontré unas pocas flores entre las rocas. Parecía como si el Creador de aquella inhóspita y solitaria región la hubiese considerado demasiado te­rrible e, inclinándose sobre los valles, hubiera tomado de ellos un puñado de flores para esparcirlas después por estas estériles regiones. Las flores, así enaltecidas por la mano divina, habían crecido con una belleza ce­lestial e inigualable. El guía me enseñó la planta cuya raíz debía yo recoger, y también algunas hierbas resis­tentes y saludables, útiles para el hombre, y entre las que se encontraba el árnica de flores doradas.
Una hora más tarde reemprendimos nuestro ca­mino y seguimos hasta que casi me sentí incapaz de arrastrar los pies ni siquiera un paso más. Finalmente llegamos a un lugar solitario rodeado de negros y gi­gantescos peñascos. En su centro había una miserable cabaña de piedra con una puerta baja en uno de sus lados, que hacía las veces de entrada. El joven me ex­plicó que aquélla habría de ser mi morada. Nada más entrar, mi corazón se estremeció al pensar que ten­dría que vivir en un lugar semejante. No había ni un solo mueble. Mi cama sería un ancho banco cubierto por algunos secos matojos alpinos. También había una chimenea que se alimentaba con leña, y uno o dos utensilios de cocina.
El joven cogió un recipiente y se marchó a toda pri­sa. Yo me tumbé en el suelo frente a la choza y ensegui­da me sumí en la contemplación de aquel paisaje agres­te y aterrador, en el que debería preparar mi espíritu para servir mejor a Dios. El guía regresó rápidamente, sujetando la vasija con ambas manos. Al verme lanzó un alegre grito, cuyos ecos retumbaron como si fuesen miles de voces charlatanas entre las piedras. Aunque había permanecido solo apenas unos instantes, me sen­tí tan alegre de ver un rostro humano que me adelanté y respondí a su saludo con desproporcionada felicidad. ¿Cómo podía entonces tener la esperanza de que con­seguiría soportar una semana de aislamiento total en aquel lugar solitario?
Cuando el muchacho colocó el recipiente delante de mí, vi que estaba lleno de leche. También sacó de entre sus ropas un pan de manteca amarilla, bellamente deco­rado con flores alpinas, y un pedazo de queso blanco como la nieve, envuelto en hierbas aromáticas. El ver aquella comida me agradó y le dije a modo de broma:
-Ya veo que en estas alturas la leche y la manteca brotan de las piedras. ¿También encontraste un ma­nantial de leche?
-Usted también podría conseguir un milagro como éste -contestó, aunque me pareció mejor trasladarme rápidamente hasta el Lago Negro y pedir esta comida a las muchachas que viven allí.
Sacó un poco de harina de algo parecido a una ala­cena que había en la cabaña; encendió el fuego en la chimenea y se dedicó a preparar un pastel.
-De modo que no estamos solos en esta región aso­lada -le dije. ¿Dónde está ese lago en cuyas orillas vi­ven tan generosas personas?
-Es el Lago Negro -contestó guiñando los ojos de­bido al humo. Se encuentra detrás de ese Kogel y la vaquería fue construida justo al borde de esa colina que sobresale de entre las aguas. Es un mal lugar. El lago lle­ga en línea recta hasta el Infierno y entre las piedras se puede oír el rugido y el chirriar de las llamas y los gemi­dos de los condenados. No hay lugar en el mundo que cuente con tantos espíritus crueles y malvados. ¡Tenga mucho cuidado! Aquí, a pesar de su santidad, podría ponerse enfermo. Podría conseguir leche, manteca y queso en el lago Verde, que está mucho más lejos; les diré a las mujeres que le traigan lo que necesita. Se sen­tirán felices de poder ayudarlo, y si les predica un ser­món todos los domingos, ¡no les importará enfrentar al demonio en persona con tal de complacerlo!
Después de nuestro almuerzo, que me pareció el más agradable que jamás hubiese comido, el joven se tumbó bajo el sol e inmediatamente se quedó dormi­do, roncando con tanta violencia que me fue imposible seguir su ejemplo, a pesar del cansancio que tenía.

1.007. Briece (Ambrose)

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