El
país, situado al Este de Tolón, erizado de bosques y de montañas, surcado de
barrancos y de arroyos, ofrecía al fugitivo muchas probabilidades de salvación.
Ahora que ya había tomado tierra, podía abrigar la esperanza de reconquistar
plenamente su libertad. Tranquilo por esta parte, Juan Morenas sintió renacer
la curiosidad que le inspiraba su generoso protector. No podía adivinar el
objeto que se habría propuesto. ¿Tendría acaso el marsellés necesidad de un
bribón, emprendedor y dispuesto a todo, y sin ningún género de escrúpulos,
habiéndose dirigido al presidio para escoger uno? En ese caso, sus cálculos
iban a resultarle fallidos, pues Juan Morenas se hallaba firmemente resuelto a
rechazar toda proposición sospechosa.
-¿Se
siente usted mejor? -preguntó el señor Bernardón, después de haber dejado al
fugitivo el tiempo necesario para reponerse-. ¿Tendrá fuerzas para andar?
-Sí
-respondió Juan poniéndose en pie.
-En ese
caso, vístase con este traje de campesino que he traído como prevención. En
seguida, en marcha. No tenemos ni un minuto que perder.
Eran
las once de la noche cuando ambos hombres se aventuraron a través de los
campos, tratando de evitar los senderos frecuentados, arrojándose a los fosos u
ocultándose en el bosque tan pronto como el ruido de pasos o el de una carreta
resonaban en el silencio. Aun cuando el disfraz del fugitivo le hacia a éste
irreconocible, temían que una inspección muy atenta y minuciosa le descubriese.
Además
de las brigadas de gendarmería que se ponen en campaña tan pronto como suena el
cañonazo de alarma, Juan Morenas tenía que temer a cualquier transeúnte. El
cuidado de su seguridad, por una parte, y la esperanza de obtener la prima que
el Gobierno otorga por la captura de un forzado evadido, por otra, hacen que
los campesinos experimenten el deseo de capturarlos y no perdonen medio de
conseguirlo. Y todo fugitivo corre el riesgo de ser reconocido, ya porque,
habituado al peso de la cadena, arrastra un poco la pierna, o ya porque una
turbación delatora le asoma al semblante.
Después
de tres horas de marcha, los dos hombres se detuvieron a una señal del señor
Bernardón, quien sacó de un cestillo que llevaba a la espalda algunas
provisiones, que fueron ávidamente devoradas al abrigo de una espesura.
Duerma
usted ahora -dijo el marsellés una vez terminada aquella corta refacción; tiene
usted que andar mucho, y es preciso recuperar fuerzas.
Juan no
se hizo repetir la invitación, y tendiéndose sobre el suelo, cayó como una masa
en un sueño de plomo.
Ya
había salido el sol cuando el señor Bernardón le despertó, poniéndose ambos
inmediatamente en marcha. Ahora ya no se trataba de avanzar a través de los
campos, de esconderse, mostrándose, con todo, lo menos posible; de evitar las
miradas, sin dejar, no obstante, que les examinaran de cerca. Seguir ostensible-mente
los caminos reales, tal debía ser la línea de conducta que convenía adoptar en
lo sucesivo.
Mucho
tiempo hacía ya que el señor Bernardón y Juan Morenas caminaban tranquilamente,
cuando este último creyó oír el ruido de muchos caballos. Subió sobre un talud
para dominar la carretera, pero la curva que hacía ésta le impidió divisar
algo. No podía, sin embargo, equivocarse. Echándose en el suelo se esforzó por
reconocer el ruido que le había llamado la atención.
Antes
de que se hubiese levantado, el señor Bernardón se precipitó sobre él, y en un
momento Juan se vio sujeto y fuertemente amarrado.
En el
mismo instante, dos gendarmes a caballo desembocaban en la carretera y llegaron
al sitio en que el señor Bernardón sujetaba sólidamente a su prisionero.
Uno de
los gendarmes interpeló al marsellés:
-¡Eh,
hombre! ¿Qué significa eso?
-Es un
forzado evadido, gendarme, un forzado evadido a quien yo acabo de apresar
-respondió en el acto el señor Bernardón.
-¡Oh,
oh! -dijo el gendarme. ¿Es el de esta noche?
-Puede
ser; como quiera que sea, yo le tengo bien sujeto.
-¡Una
buena prima para usted, camarada!
-No es
de despreciar. Eso sin contar con que sus vestidos no pertenecen a la chusma y
me los darán también.
-¿Nos
necesita usted? -preguntó el otro gendarme.
-¡No, a
fe mía! ¡Está bien amarrado y lo conduciré yo solo!
-Eso es
mejor -respondió el gendarme; hasta la vista y buena suerte.
Los
gendarmes se alejaron. Tan pronto como desaparecieron, el señor Bernardón
desató a Juan Morenas.
-Está
usted libre -le dijo, señalándole la dirección del Oeste-; siga el camino por
este lado. Con un poco de esfuerzo puede usted hallarse esta noche en Marsella.
Busque en el puerto viejo la
María Magdalena , un buque de tres mástiles, cargado
para Valparaíso en Chile. El capitán está ya prevenido y le recibirá a bordo.
Se llama usted Santiago Reynaud, y he aquí los documentos que lo demuestran.
Tiene usted dinero; trate de rehacerse una vida. ¡Adiós!
Antes
de que Juan Morenas hubiese tenido tiempo de responder, el señor Bernardón
había desaparecido entre los árboles. El fugitivo se hallaba solo en medio del
camino.
1.016. Verne (Julio)
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