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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXXII

El Superior me mandó llamar y con un extraño presen­timiento seguí a su mensajero a lo largo de la escarpada senda que lleva hasta el lago; allí volví a embarcar. Me encontraba sumido en sombrías meditaciones y pre­moniciones sobre una ominosa desgracia, y por eso casi no me di cuenta de que nos alejábamos de la orilla cuando el sonido de alegres gritos me hizo entender que habíamos llegado a San Bartolomé. En el precioso prado que rodea la residencia del Superior se congrega­ba un sinfín de personas: Sacerdotes, frailes, cazadores y montañeses. Muchos habían llegado desde lejanas comarcas, acompañados por nutridos séquitos de sir­vientes y acompañantes. En la casa se notaba una in­tensa actividad, había también una gran confusión y se veía a todos ir en todas direcciones, sin sentido, mo­viéndose de un lugar a otro como si fuese una feria. Las puertas permanecían abiertas de par en par y las perso­nas entraban y salían a toda velocidad, hablando a gri­tos. Los perros también ladraban y aullaban con toda la fuerza de que eran capaces. Bajo un roble había sido colocada una barrica de cerveza sobre un caballete, y a su alrededor se concentraban muchas personas deseo­sas de beber. Aparentemente, la bebida también corría en abundancia en el interior de la casa, ya que cerca de las ventanas pude ver a muchos hombres sujetando grandes copas en sus manos.
Al entrar, me tropecé con un enjambre de criados que llevaban fuentes rebosantes de pescado y de piezas de caza. Le pregunté a uno de aquellos sirvientes cuán­do podría ver al Superior. Me contestó que Su Reve­rencia bajaría justo después de la comida; decidí en­tonces que lo mejor sería esperarlo en la recepción. En las paredes de esta estancia había reproducciones de al­gunos peces gigantescos capturados en el lago. Bajo cada uno de ellos se había inscrito en grandes letras el peso del monstruo y la fecha en que fue pescado, así como el nombre del pescador. No se me ocurrió otra posibilidad -quizá por mi espíritu caritativo- que pen­sar que aquellos nombres incitaban a los buenos cris­tianos a rezar por las almas de cuantos se exhibían en aquellas tablas.
Mi Superior apareció por la escalera una hora des­pués. Acudí a su encuentro y lo saludé con absoluta humildad, propia de mi condición. Me contestó con un gesto de cabeza, después me taladró con su pene­trante mirada y me indicó que debía presentarme en sus aposentos después de la cena. Eso fue lo que hice.
-¿Cómo se encuentra tu alma, Ambrosio, hijo mío? -me preguntó solemne-mente. ¿Te concedió el Señor Su gracia? ¿Lograste soportar con paciencia y resigna­ción estos días de prueba?
Inclinando mi cabeza, contesté con sumisión:
-Muy Reverendo Padre, en aquellas montañas soli­tarias el Señor iluminó mi conocimiento.
-¿Respecto a tu culpa?
Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
-¡Alabado sea el Señor! -exclamó el Superior. Es­taba convencido, hijo mío, de que la soledad le habla­ría a tu alma como si fuese un dulce ángel. Tengo bue­nas noticias para ti. Hablé de ti en una de mis cartas al obispo de Salzburgo. Ha decidido que te traslades a su palacio. Te consagrará y te impondrá el sagrado orden personalmente; después te establecerás en su ciudad. Dispón tus cosas, porque dentro de tres días tendrás que dejarnos.
El Superior volvió a mirarme fijamente, pero no le dejé llegar hasta mi corazón. Le pedí que me bendijera, incliné la cabeza y me marché. ¡Ay, de modo que quería verme para esto! Debo irme para siempre. Tengo que dejar tras de mí lo que más deseo en el mundo; debo renunciar a la custodia de Benedicta. ¡Que Dios nos ampare a ambos!

1.007. Briece (Ambrose)

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