El Superior me mandó llamar y con un extraño presentimiento
seguí a su mensajero a lo largo de la escarpada senda que lleva hasta el lago;
allí volví a embarcar. Me encontraba sumido en sombrías meditaciones y premoniciones
sobre una ominosa desgracia, y por eso casi no me di cuenta de que nos
alejábamos de la orilla cuando el sonido de alegres gritos me hizo entender que
habíamos llegado a San Bartolomé. En el precioso prado que rodea la residencia
del Superior se congregaba un sinfín de personas: Sacerdotes, frailes,
cazadores y montañeses. Muchos habían llegado desde lejanas comarcas,
acompañados por nutridos séquitos de sirvientes y acompañantes. En la casa se
notaba una intensa actividad, había también una gran confusión y se veía a todos
ir en todas direcciones, sin sentido, moviéndose de un lugar a otro como si
fuese una feria. Las puertas permanecían abiertas de par en par y las personas
entraban y salían a toda velocidad, hablando a gritos. Los perros también
ladraban y aullaban con toda la fuerza de que eran capaces. Bajo un roble había
sido colocada una barrica de cerveza sobre un caballete, y a su alrededor se
concentraban muchas personas deseosas de beber. Aparentemente, la bebida
también corría en abundancia en el interior de la casa, ya que cerca de las
ventanas pude ver a muchos hombres sujetando grandes copas en sus manos.
Al entrar, me tropecé con un enjambre de criados que
llevaban fuentes rebosantes de pescado y de piezas de caza. Le pregunté a uno
de aquellos sirvientes cuándo podría ver al Superior. Me contestó que Su Reverencia
bajaría justo después de la comida; decidí entonces que lo mejor sería
esperarlo en la recepción. En las paredes de esta estancia había reproducciones
de algunos peces gigantescos capturados en el lago. Bajo cada uno de ellos se
había inscrito en grandes letras el peso del monstruo y la fecha en que fue
pescado, así como el nombre del pescador. No se me ocurrió otra posibilidad
-quizá por mi espíritu caritativo- que pensar que aquellos nombres incitaban a
los buenos cristianos a rezar por las almas de cuantos se exhibían en aquellas
tablas.
Mi Superior apareció por la escalera una hora después.
Acudí a su encuentro y lo saludé con absoluta humildad, propia de mi condición.
Me contestó con un gesto de cabeza, después me taladró con su penetrante
mirada y me indicó que debía presentarme en sus aposentos después de la cena.
Eso fue lo que hice.
-¿Cómo se encuentra tu alma, Ambrosio, hijo mío? -me
preguntó solemne-mente. ¿Te concedió el Señor Su gracia? ¿Lograste soportar con
paciencia y resignación estos días de prueba?
Inclinando mi cabeza, contesté con sumisión:
-Muy Reverendo Padre, en aquellas montañas solitarias
el Señor iluminó mi conocimiento.
-¿Respecto a tu culpa?
Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
-¡Alabado sea el Señor! -exclamó el Superior. Estaba
convencido, hijo mío, de que la soledad le hablaría a tu alma como si fuese un
dulce ángel. Tengo buenas noticias para ti. Hablé de ti en una de mis cartas
al obispo de Salzburgo. Ha decidido que te traslades a su palacio. Te
consagrará y te impondrá el sagrado orden personalmente; después te
establecerás en su ciudad. Dispón tus cosas, porque dentro de tres días tendrás
que dejarnos.
El Superior volvió a mirarme fijamente, pero no le
dejé llegar hasta mi corazón. Le pedí que me bendijera, incliné la cabeza y me
marché. ¡Ay, de modo que quería verme para esto! Debo irme para siempre. Tengo
que dejar tras de mí lo que más deseo en el mundo; debo renunciar a la custodia
de Benedicta. ¡Que Dios nos ampare a ambos!
1.007. Briece (Ambrose)
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