Después de encomendar el espíritu de aquel desgraciado
a la intercesión de la
Santísima Virgen y de todos los Santos, dejamos aquel lugar
maldito, aunque mientras nos marchábamos me permití volver la cabeza para mirar
una última vez a la hermosa hija del verdugo. Seguía en el lugar donde la
había dejado; sus ojos no se apartaban de nosotros. Su bella y blanca frente
estaba todavía coronada por aquella guirnalda de prímulas que le otorgaba un
encanto añadido a la maravillosa hermosura de sus facciones y de su expresión,
y sus enormes ojos oscuros refulgían como las estrellas en una medianoche
invernal. Mis hermanos, para quienes la hija de un verdugo era algo
completamente ajeno a nuestra fe, me echaron en cara el interés que había demostrado
por la doncella. Me entristeció pensar que a esa dulce y bella jovencita
se la marginaba y despreciaba por crímenes que no había cometido. ¿Por
qué colocarle como un estigma vergonzoso la horrible profesión de su padre?
¿Acaso no eran las más profundas convicciones cristianas las que empujaban a
esta delicada criatura a espantar a los buitres del cadáver de un congénere a
quien ni siquiera había conocido en el pasado y al que se había condenado a
muerte? Me parecía que el suyo había sido un acto más caritativo que el de
cualquier cristiano declarado que dona constantemente dinero a los pobres.
Participé aquellas reflexiones a mis compañeros, aunque pude comprobar con gran
pesar por mi parte que no las compartían en absoluto. Me replicaron que era un
idealista y un loco que animaba la intención de derribar las antiguas y
edificantes costumbres del mundo. Todos están obligados, me dijeron, a
despreciar a la clase a la que pertenecen tanto el verdugo como su familia, ya
que quienes se relacionan con semejantes criaturas no logran escapar jamás a la
contaminación que provocan. Tuve a pesar de todo la temeridad de sostener
firmemente mis argumentos, y con la humildad adecuada cuestioné la justicia de
tratar a esas personas como criminales, por el mero hecho de formar parte del
mecanismo utilizado por la ley para castigar a los delincuentes. El hecho de
que en la iglesia al verdugo y a su familia les es asignado un rincón oscuro y
apartado, exclusivo para ellos, no puede apartarlos de nuestro deber, como
servidores del Señor, de predicar el evangelio de justicia y perdón y de dar un
ejemplo de amor y piedad cristianos. Sin embargo mis hermanos se enojaron de
tal forma conmigo, y sus voces resonaron atronadoras en aquella desolada
región hasta un punto tal, que comencé a creerme un gran pecador, a pesar de
que no lograba entender cuál podría haber sido mi error. Lo único que me quedó
por hacer fue confiar en que el Cielo fuese más clemente con nosotros de lo
que nosotros lo éramos con nuestros semejantes. Al pensar en la joven, fue un
consuelo para mí recordar que su nombre era Benedicta. Puede que sus padres la
hubiesen bautizado con ese nombre sabedores de que nadie más la bendeciría
nunca.
Pero no puedo dejar de describir también la asombrosa
región a la que acabábamos de llegar. Si no estuviésemos completamente seguros
de que el mundo entero es obra del Señor, podríamos tener la tentación de imag inar que una comarca de semejante apariencia sólo
podría ser el reino del Maligno.
Bastante más abajo de nuestro camino, el río rugía y
bramaba lanzando espuma en medio de gigantescos peñascos cuyas puntas grises
parecían taladrar el cielo. A nuestra izquierda, conforme íbamos escalando en
el desfiladero, aparecía una floresta de pinos de terrible aspecto, y justo
frente a nosotros se alzaba una tremenda cumbre. Esa montaña, a pesar de su
apariencia tenebrosa, mostraba también un aspecto cómico: era blanca y puntiaguda
como el gorro de un bufón, y daba la impresión de que alguien había
derramado además un costal de harina sobre la cabeza de tan ridículo personaje.
Pero después de todo, se trataba únicamente de nieve. ¡Nieve en medio del
espléndido mes de mayo! ¡Sin duda, las obras del Señor son portentosas hasta el
punto de aniquilar cualquier incredulidad! Pensé que si aquella venerable
montaña sacudiese la cumbre, la comarca entera quedaría cubierta por nubes de
nieve.
Nos sorprendió bastante comprobar que a lo largo de
nuestro camino entre los árboles, se habían ido abriendo claros de suficiente
tamaño como para instalar en ellos una cabaña y una huerta. Algunas de aquellas
rústicas edificaciones se encontraban emplazadas en lugares de los que se
podría pensar que sólo las águilas tendrían la suficiente audacia como para
instalar allí sus nidos. Pero parece ser que no existe ningún lugar que se vea
libre de la intromisión del Hombre, que es capaz de extender su mano para
apoderarse de todo, incluyendo lo que está en el aire. Cuando finalmente
llegamos a nuestro destino y vimos el templo y la casa construidos en esta
desolada comarca para honra y gloria de nuestro amado Santo, una piadosa
emoción nos embargó. Sobre la superficie de un pedregoso promontorio cubierto
de pinos se encontraba un grupo de casas y cabañas; el monasterio se levantaba
en medio, como si fuese un pastor rodeado por su rebaño. Tanto la iglesia como
el monasterio eran de piedra tallada; su arquitectura, noble, amplia y
confortable.
Que el buen Dios bendiga nuestra llegada a tan venerable
hogar.
1.007. Briece (Ambrose)
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