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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. IV

Después de encomendar el espíritu de aquel desgracia­do a la intercesión de la Santísima Virgen y de todos los Santos, dejamos aquel lugar maldito, aunque mientras nos marchábamos me permití volver la cabeza para mi­rar una última vez a la hermosa hija del verdugo. Se­guía en el lugar donde la había dejado; sus ojos no se apartaban de nosotros. Su bella y blanca frente estaba todavía coronada por aquella guirnalda de prímulas que le otorgaba un encanto añadido a la maravillosa hermosura de sus facciones y de su expresión, y sus enormes ojos oscuros refulgían como las estrellas en una medianoche invernal. Mis hermanos, para quienes la hija de un verdugo era algo completamente ajeno a nuestra fe, me echaron en cara el interés que había de­mostrado por la doncella. Me entristeció pensar que a esa dulce y bella jovencita se la marginaba y desprecia­ba por crímenes que no había cometido. ¿Por qué colo­carle como un estigma vergonzoso la horrible profe­sión de su padre? ¿Acaso no eran las más profundas convicciones cristianas las que empujaban a esta deli­cada criatura a espantar a los buitres del cadáver de un congénere a quien ni siquiera había conocido en el pa­sado y al que se había condenado a muerte? Me parecía que el suyo había sido un acto más caritativo que el de cualquier cristiano declarado que dona constantemen­te dinero a los pobres. Participé aquellas reflexiones a mis compañeros, aunque pude comprobar con gran pesar por mi parte que no las compartían en absoluto. Me replicaron que era un idealista y un loco que ani­maba la intención de derribar las antiguas y edificantes costumbres del mundo. Todos están obligados, me di­jeron, a despreciar a la clase a la que pertenecen tanto el verdugo como su familia, ya que quienes se relacionan con semejantes criaturas no logran escapar jamás a la contaminación que provocan. Tuve a pesar de todo la temeridad de sostener firmemente mis argumentos, y con la humildad adecuada cuestioné la justicia de tra­tar a esas personas como criminales, por el mero hecho de formar parte del mecanismo utilizado por la ley para castigar a los delincuentes. El hecho de que en la iglesia al verdugo y a su familia les es asignado un rin­cón oscuro y apartado, exclusivo para ellos, no puede apartarlos de nuestro deber, como servidores del Señor, de predicar el evangelio de justicia y perdón y de dar un ejemplo de amor y piedad cristianos. Sin embargo mis hermanos se enojaron de tal forma conmigo, y sus vo­ces resonaron atronadoras en aquella desolada región hasta un punto tal, que comencé a creerme un gran pe­cador, a pesar de que no lograba entender cuál podría haber sido mi error. Lo único que me quedó por hacer fue confiar en que el Cielo fuese más clemente con no­sotros de lo que nosotros lo éramos con nuestros seme­jantes. Al pensar en la joven, fue un consuelo para mí recordar que su nombre era Benedicta. Puede que sus padres la hubiesen bautizado con ese nombre sabedo­res de que nadie más la bendeciría nunca.
Pero no puedo dejar de describir también la asom­brosa región a la que acabábamos de llegar. Si no estu­viésemos completamente seguros de que el mundo en­tero es obra del Señor, podríamos tener la tentación de imaginar que una comarca de semejante apariencia sólo podría ser el reino del Maligno.
Bastante más abajo de nuestro camino, el río rugía y bramaba lanzando espuma en medio de gigantescos peñascos cuyas puntas grises parecían taladrar el cielo. A nuestra izquierda, conforme íbamos escalando en el desfiladero, aparecía una floresta de pinos de terrible aspecto, y justo frente a nosotros se alzaba una tremen­da cumbre. Esa montaña, a pesar de su apariencia tene­brosa, mostraba también un aspecto cómico: era blan­ca y puntiaguda como el gorro de un bufón, y daba la impresión de que alguien había derramado además un costal de harina sobre la cabeza de tan ridículo perso­naje. Pero después de todo, se trataba únicamente de nieve. ¡Nieve en medio del espléndido mes de mayo! ¡Sin duda, las obras del Señor son portentosas hasta el punto de aniquilar cualquier incredulidad! Pensé que si aquella venerable montaña sacudiese la cumbre, la comarca entera quedaría cubierta por nubes de nieve.
Nos sorprendió bastante comprobar que a lo largo de nuestro camino entre los árboles, se habían ido abriendo claros de suficiente tamaño como para insta­lar en ellos una cabaña y una huerta. Algunas de aque­llas rústicas edificaciones se encontraban emplazadas en lugares de los que se podría pensar que sólo las águi­las tendrían la suficiente audacia como para instalar allí sus nidos. Pero parece ser que no existe ningún lu­gar que se vea libre de la intromisión del Hombre, que es capaz de extender su mano para apoderarse de todo, incluyendo lo que está en el aire. Cuando finalmente llegamos a nuestro destino y vimos el templo y la casa construidos en esta desolada comarca para honra y glo­ria de nuestro amado Santo, una piadosa emoción nos embargó. Sobre la superficie de un pedregoso pro­montorio cubierto de pinos se encontraba un grupo de casas y cabañas; el monasterio se levantaba en medio, como si fuese un pastor rodeado por su rebaño. Tanto la iglesia como el monasterio eran de piedra tallada; su arquitectura, noble, amplia y confortable.
Que el buen Dios bendiga nuestra llegada a tan ve­nerable hogar.

1.007. Briece (Ambrose)

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