Translate

domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XII

El monasterio celebró por aquellas fechas una impor­tante festividad, que a continuación relataré
Antes de aquella celebración, los hermanos perma­necieron muchos días entretenidos con sus preparati­vos, y adornaron la iglesia con flores y ramitas de pino y abedul.
Acompañados por algunos aldeanos, recogieron las más hermosas rosas alpinas que pudieron encontrar, y que a mediados de verano florecen en abundancia. La víspera de la festividad, los hermanos se fueron al huer­to y se dedicaran a entretejer guirnaldas para decorar la iglesia. Incluso, el Superior y los demás sacerdotes se deleitaron presenciando esta alegre labor. Pasearon bajo los árboles y conversaron tranquilamente, mien­tras conminaban al hermano despensero a recurrir ge­nerosamente a las reservas de la bodega.
Al día siguiente tuvo lugar la santísima procesión. Fue un precioso espectáculo que contribuyó a ensalzar la gloria de nuestra santa iglesia. El Superior, sujetan­do con sus manos el sagrado símbolo de la Cruz; ca­minaba envuelto en un palio de seda de color púrpu­ras escoltado por los bondadosos sacerdotes. Tras ellos íbamos nosotros, los hermanos; portábamos velas encendidas y entonábamos cánticos religiosos Nos seguía  una gran multitud vestida con sus mejores galas.
Los más soberbios de quienes participaban en la procesión eran los montañeses y mineros de la sal, encabezados por el: propio Administrador, que montaba un magnífico caballo adornado con lujosos arreos. Su aspecto era altanero; llevaba ceñida en la cintura una gran espada y lucía sobre la frente, amplia y elevada, un sombrero de plumas. Tras él cabalgaba su hijo Roque. Cuando nos encontramos frente al portal, para colo­camos en filas, reparé con especial atención en este úl­timo. Me pareció obstinado y audaz; utilizaba, el sombrero inclinado de forma atrevida hacia un lado, y, dirigía miradas ardientes a las mujeres y jovencitas. A nosotros, los monjes, nos miraba de forma despectiva. Mucho me temo que no sea un buen cristiano; a pesar de que no hay duda de que es el joven, de mejor planta que nunca he conocido: es alto y esbelto como un pino joven, sus ojos son oscuros y brillantes y su cabello es rubio y ensortijado.
En esta región, el Administrador tiene tanto poder como nuestro Superior. Le nombra el Duque, y tiene atributos de juez en cualquier asunto. Incluso tiene el poder de determinar sobre la vida o la muerte de los acusados de asesinato y de otros delitos horribles. Afor­tunadamente, el Señor le ha otorgado un juicio pru­dente y ponderado.
La procesión atravesó el pueblo y entró en el valle hasta alcanzar la entrada de las grandes minas de sal. Frente a la más importante se había levantado un altar.
Nuestro Superior rezó en él una misa solemne, mien­tras todos los asistentes escuchaban de rodillas. Com­probé cómo el Administrador y su hijo se arrodillaban e inclinaban la cabeza claramente a regañadientes, lo que me entristeció profundamente. Tras la ceremonia religiosa, la procesión se dirigió hacia la colina conoci­da como «Monte Calvario», y que es todavía más alta que la del monasterio. Desde su cúspide es posible dis­frutar de una magnífica vista de toda la comarca que se encuentra a sus pies. En ella, el reverendo Superior le­vantó bien alto el crucifijo con el fin de espantar a to­dos los poderes malignos que habitan en aquellas terri­bles elevaciones; rezó también algunas oraciones, y pronunció maldiciones contra todos los demonios que infestan el valle ubicado en la zona inferior. Las campa­nas repicaron ensalzando al Señor, y dando la impre­sión de que varias voces divinas resonaban en los ecos de aquella inhóspita región. No es necesario que diga cómo fue todo de hermoso y magnífico.
Miré a mi alrededor para ver si se encontraba pre­sente la hija del verdugo, pero no pude verla por nin­guna parte, y no supe si alegrarme, ya que de esa forma se encontraba lejos de los insultos del populacho, o en­tristecerme, al verme privado de la energía espiritual que sin duda me habría otorgado la contemplación de su belleza celestial.
Tras la ceremonia religiosa tuvo lugar el banquete. Se habían colocado mesas en una pradera sombreada por árboles. Clero y pueblo, junto al reverendo Supe­rior y al poderoso Administrador, compartieron la co­mida repartida por los mozos. Era sumamente intere­sante contemplar a los jóvenes mientras se entregaban a la tarea de encender enormes hogueras con madera de pino y de abedul, o mientras ensartaban grandes trozos de carne en varas de madera, que hacían girar so­bre las brasas hasta dorarse, para ofrecérselos a conti­nuación a los sacerdotes y montañeses. También em­plearon pucheros enormes para hervir truchas y carpas de las montañas. El pan fue repartido en cestos tam­bién muy grandes, y tampoco faltó bebida, ya que tan­to el Administrador como el Superior habían donado sendos barriles de cerveza. Aquellos grandes toneles fueron colocados en caballetes de madera y situados bajo un viejo roble. Los criados del Administrador y los jóvenes se servían del tonel que éste había regalado, mientras que el contenido del barril ofrecido por mi Superior era distribuido por el hermano despensero y un grupo de nosotros, los monjes más jóvenes. En ho­nor de San Francisco, debo decir que nuestro tonel era mucho mayor que el del Administrador.
Se habían dispuesto mesas aparte, reservadas para el Superior y los sacerdotes, y también otras preparadas para el Administrador y su séquito de notables. Admi­nistrador y Superior disponían de asientos colocados sobre una bella alfombra, y que permanecían protegi­dos del sol por un palio de tela. En las demás mesas, ro­deados por sus hermosas mujeres e hijas, se sentaban muchos caballeros que habían llegado desde sus dis­tantes castillos para participar en aquella importante festividad. Por mi parte, me dediqué a servir las mesas. Llené platos y copas, reparando en el buen apetito que tenían los concejales, y en cuánto les gustaba aquella bebida de sabor amargo. Pude notar asimismo la bajas pasiones que se reflejaban en el hijo del Administrador cada vez que miraba a cualquiera de las damas, lo que me enojó profundamente, ya que él no podría contraer matrimonio con todas al mismo tiempo, y mucho me­nos con aquellas que ya estaban casadas.
No faltó tampoco la música. A cargo de los instru­mentos, había jóvenes de la aldea que acostumbraban a tocar diferentes instrumentos en sus ratos de ocio. ¡Cómo sonaban aquellas flautas y camarillos, y cómo se estremecían y rechinaban los arcos de los violines! No me cabe la menor duda de que la música era es­pléndida, aunque por desgracia el Cielo no tuvo a bien dotarme de un buen oído para ella.
Estoy convencido de que nuestro bienamado Santo se sintió enormemente satisfecho al ver el espectáculo de todas aquellas personas que bebían y colmaban has­ta la saciedad sus estómagos. ¡Dios mío, cómo comían, y qué fabulosas cantidades de carne engullían! A pesar de todo, nada era comparable con lo que bebían. Estoy totalmente seguro de que, si cada montañés hubiese llevado su propio tonel, no habrían necesitado ayuda para vaciarlo. Sin embargo a las mujeres, y en especial a las mujeres jóvenes, parecía que no les agradaba beber cerveza, Es costumbre por estas tierras que, antes de beber, un joven le ofrezca su copa a una de las donce­llas, que apenas la toca con sus labios aparta su rostro con una mueca. Como no tengo mucha información sobre los hábitos, de las doncellas, tampoco sabría ase­gurar con absoluta certeza si esto quiere decir que en otras ocasiones son también tan abstemias.
Tras la comida, los muchachos se entregaron a dife­rentes juegos; en los cuales pudieron exhibir su agili­dad y su fuerza. ¡San Francisco, que músculos poseen estos jóvenes! Brincaban y luchaban entre ellos como si fuesen osos. El mero hecho de ser espectador de aque­llos juegos ya me hizo sentir miedo. Parecía como si de­searan destrozarse mutuamente. Sin embargo las jóve­nes permanecían mirando sin dar la menor muestra de temor o angustia; se reían como tontas y, según parece, se sentían realmente complacidas. También era ex­traordinario oír las voces de aquellos recios montañe­ses; echaban sus cabezas hacia atrás, y gritaban hasta que les llegaban sus propios ecos, procedentes de las la­deras de las mon-tañas cercanas, y haciendo rugir a los precipicios como si aquellos unidos procediesen de las gargantas de una legión de demonios.
Sobresalía de entre todos el hijo del Administrador. Saltaba como un cervatillo, luchaba como un demonio y rugía como un toro salvaje. En medio de aquellos mon­tañeses era una especie de rey. Vi que muchos de ellos, envidiando su fuerza y altanería, le odiaban en secreto; a pesar de ello, todos se sometían a él. Era un espectáculo único contemplar, su esbelto cuerpo flexionándose y pre­parándose para saltar. Cuando participaba en algún entretenimiento, era admirable ver cómo levantaba la ca­beza como si fuese un ciervo sorprendido, agitando sus bucles dorados con las mejillas enrojecidas y los ojos bri­llantes, mientras le rodeaban sus camaradas. ¡Cómo en­tristece ver que el orgullo y la pasión pueden llegara do­minar un cuerpo que parece haber sido creado para ser la morada de un alma capaz de glorificar a su Creador!
Casi había anochecido cuando el Superior, el Ad­ministrador, los Sacerdotes y el resto de comensales importantes se despidieron y se marcharon en direc­ción a sus respectivos hogares, dejando a los demás en manos de la bebida y el baile. Mi obligación era la de quedarme con el hermano despensero para seguir sir­viendo a los alegres jóvenes la cerveza de nuestro tonel. Roque también se quedó. No recuerdo muy bien qué fue lo que pasó, pero lo cierto es que inesperadamente me lo encontré frente a mí. Su apariencia era sombría y sus maneras altivas.
-¿Eres tú el monje que el otro día ofendió al pue­blo? -me preguntó.
A pesar de que bajo mi hábito de monje bullía una ira pecaminosa, repliqué humildemente:
-¿A qué se refiere?
-¡Ya sabes a qué me refiero! -gritó groseramente. Ahora graba bien en tu cabeza lo que voy a decirte: si alguna vez demuestras el menor sentimiento amistoso hacia esa muchacha, te daré una lección que nunca ol­vidarás. Vosotros, los monjes, soléis disfrazar la propia impertinencia con alguna virtud desconocida. Pero me las sé todas, y no dejaré que me engañes. De modo que recuerda mis palabras, aprendiz de santurrón, porque la próxima vez tu bonito rostro y tus grandes ojos no lograrán salvarte.
Después de aquellas palabras me dio la espalda y se marchó, aunque todavía pude escuchar su enérgica voz retumbando en medio de la noche mientras cantaba y gritaba con los otros. Me alarmó bastante saber que aquel osado joven había puesto sus ojos en la encanta­dora hija del verdugo. Era obvio que los sentimientos que Benedicta le inspiraba no eran honestos, ya que, en caso de serlos, me habría agradecido la actitud que manifesté hacia la joven, en vez de odiarme por aquel gesto de bondad. Pensando en la pobre niña, me sentí lleno de angustia por su futuro, y le prometí reiterada­mente a mi bienaventurado Santo que la guardaría y protegería, respondiendo de esa forma al milagro que él mismo había realizado en mi corazón. Un maravillo­so sentimiento ha nacido en mi interior y no puedo de­morarme en el cumplimiento de mi deber. Benedicta ¡tú te salvarás... y lo harás en cuerpo y alma!

1.007. Briece (Ambrose)

No hay comentarios:

Publicar un comentario