El monasterio celebró por aquellas fechas una importante
festividad, que a
continuación
relataré
Antes de aquella celebración, los hermanos permanecieron
muchos días entretenidos con sus preparativos, y adornaron la iglesia con
flores y ramitas de pino y abedul.
Acompañados por algunos aldeanos, recogieron las más
hermosas rosas alpinas que pudieron encontrar, y que a mediados de verano
florecen en abundancia. La víspera de la festividad, los hermanos se fueron al
huerto y se dedicaran a entretejer guirnaldas para decorar la iglesia.
Incluso, el Superior y los demás sacerdotes se deleitaron presenciando esta
alegre labor. Pasearon bajo los árboles y conversaron tranquilamente, mientras
conminaban al hermano despensero a recurrir generosamente a las
reservas de la bodega.
Al día siguiente tuvo lugar la santísima procesión.
Fue un precioso espectáculo que contribuyó a
ensalzar la gloria de nuestra santa iglesia. El Superior, sujetando con sus
manos el sagrado símbolo de la Cruz ; caminaba envuelto en un palio de seda de color
púrpuras escoltado por los bondadosos sacerdotes. Tras ellos íbamos nosotros,
los hermanos; portábamos velas encendidas y entonábamos cánticos religiosos Nos
seguía una gran multitud vestida con sus
mejores galas.
Los más soberbios de quienes participaban en la
procesión eran los montañeses y mineros de la sal, encabezados por el: propio
Administrador, que montaba un mag nífico
caballo adornado con lujosos arreos. Su aspecto era altanero; llevaba ceñida en
la cintura una gran espada y lucía sobre la frente, amplia y elevada, un
sombrero de plumas. Tras él cabalgaba su hijo Roque. Cuando nos encontramos
frente al portal, para colocamos en filas, reparé con especial atención en
este último. Me pareció obstinado y audaz; utilizaba, el sombrero inclinado de
forma atrevida hacia un lado, y, dirigía miradas ardientes a las mujeres y
jovencitas. A nosotros, los monjes, nos miraba de forma despectiva. Mucho me
temo que no sea un buen cristiano; a pesar de que no hay duda de que es el
joven, de mejor planta que nunca he conocido: es alto y esbelto como un pino
joven, sus ojos son oscuros y brillantes y su cabello es rubio y ensortijado.
En esta región, el Administrador tiene tanto poder
como nuestro Superior. Le nombra el Duque, y tiene atributos de juez en
cualquier asunto. Incluso tiene el poder de determinar sobre la vida o la
muerte de los acusados de asesinato y de otros delitos horribles. Afortunadamente,
el Señor le ha otorgado un juicio prudente y
ponderado.
La procesión atravesó el pueblo y entró
en el valle hasta alcanzar la entrada de las grandes minas de sal. Frente a la
más importante se había levantado un altar.
Nuestro Superior rezó en él una misa solemne, mientras
todos los asistentes escuchaban de rodillas. Comprobé cómo el Administrador y
su hijo se arrodillaban e inclinaban la cabeza claramente a regañadientes, lo
que me entristeció profundamente. Tras la ceremonia religiosa, la procesión se
dirigió hacia la colina conocida como «Monte Calvario», y que es todavía más
alta que la del monasterio. Desde su cúspide es posible disfrutar de una mag nífica vista de toda la comarca que se encuentra
a sus pies. En ella, el reverendo Superior levantó bien alto el crucifijo con
el fin de espantar a todos los poderes malignos que habitan en aquellas terribles
elevaciones; rezó también algunas oraciones, y pronunció maldiciones contra
todos los demonios que infestan el valle ubicado en la zona inferior. Las campanas
repicaron ensalzando al Señor, y dando la impresión de que varias voces
divinas resonaban en los ecos de aquella inhóspita región. No es necesario que
diga cómo fue todo de hermoso y mag nífico.
Miré a mi alrededor para ver si se encontraba presente
la hija del verdugo, pero no pude verla por ninguna parte, y no supe si
alegrarme, ya que de esa forma se encontraba lejos de los insultos del
populacho, o entristecerme, al verme privado de la energía espiritual que sin
duda me habría otorgado la contemplación de su belleza celestial.
Tras la ceremonia religiosa tuvo lugar el banquete.
Se habían colocado mesas en una pradera sombreada por árboles. Clero y pueblo,
junto al reverendo Superior y al poderoso Administrador, compartieron la comida
repartida por los mozos. Era sumamente interesante contemplar a los jóvenes
mientras se entregaban a la tarea de encender enormes hogueras con madera de
pino y de abedul, o mientras ensartaban grandes trozos de carne en varas de
madera, que hacían girar sobre las brasas hasta dorarse, para ofrecérselos a
continuación a los sacerdotes y montañeses. También emplearon pucheros
enormes para hervir truchas y carpas de las montañas. El pan fue repartido en
cestos también muy grandes, y tampoco faltó bebida, ya que tanto el
Administrador como el Superior habían donado sendos barriles de cerveza.
Aquellos grandes toneles fueron colocados en caballetes de madera y situados
bajo un viejo roble. Los criados del Administrador y los jóvenes se servían del
tonel que éste había regalado, mientras que el contenido del barril ofrecido por
mi Superior era distribuido por el hermano despensero y un grupo de nosotros,
los monjes más jóvenes. En honor de San Francisco, debo decir que nuestro
tonel era mucho mayor que el del Administrador.
Se habían dispuesto mesas aparte, reservadas para el
Superior y los sacerdotes, y también otras preparadas para el
Administrador y su séquito de notables. Administrador y Superior disponían de
asientos colocados sobre una bella alfombra, y que permanecían protegidos del
sol por un palio de tela. En las demás mesas, rodeados por sus hermosas
mujeres e hijas, se sentaban muchos caballeros que habían llegado desde sus distantes
castillos para participar en aquella importante festividad. Por mi parte, me
dediqué a servir las mesas. Llené platos y copas, reparando en el buen apetito
que tenían los concejales, y en cuánto les gustaba aquella bebida de sabor
amargo. Pude notar asimismo la bajas pasiones que se reflejaban en el hijo del
Administrador cada vez que miraba a cualquiera de las damas, lo que me enojó
profundamente, ya que él no podría contraer matrimonio con todas al mismo
tiempo, y
mucho
menos con aquellas que ya estaban casadas.
No faltó tampoco la música. A cargo de los instrumentos,
había jóvenes de la aldea que acostumbraban a tocar diferentes instrumentos en
sus ratos de ocio. ¡Cómo sonaban aquellas flautas y camarillos, y cómo se
estremecían y rechinaban los arcos de los violines! No me cabe la menor duda de
que la música era espléndida, aunque por desgracia el Cielo no tuvo a bien
dotarme de un buen oído para ella.
Estoy convencido de que nuestro bienamado Santo se
sintió enormemente satisfecho al ver el espectáculo de todas aquellas personas
que bebían y colmaban hasta la saciedad sus estómag os.
¡Dios mío, cómo comían, y qué fabulosas cantidades de carne engullían! A pesar
de todo, nada era comparable con lo que bebían. Estoy totalmente seguro de que,
si cada montañés hubiese llevado su propio tonel, no habrían necesitado ayuda
para vaciarlo. Sin embargo a las mujeres, y en especial a las mujeres jóvenes,
parecía que no les agradaba beber cerveza, Es costumbre por estas tierras que, antes de
beber, un joven le ofrezca su copa a una de las doncellas, que apenas la toca
con sus labios aparta su rostro con una mueca. Como no tengo mucha información
sobre los hábitos, de las doncellas, tampoco sabría asegurar con absoluta
certeza si esto quiere decir que en otras ocasiones son también tan abstemias.
Tras la comida, los muchachos se entregaron a diferentes
juegos; en los cuales pudieron exhibir su agilidad y su fuerza. ¡San
Francisco, que músculos poseen estos jóvenes! Brincaban y luchaban entre ellos
como si fuesen osos. El mero hecho de ser espectador de aquellos juegos ya me
hizo sentir miedo. Parecía como si desearan destrozarse mutuamente. Sin
embargo las jóvenes permanecían mirando sin dar la menor muestra de temor o angustia;
se reían como tontas y, según parece, se sentían realmente complacidas. También
era extraordinario oír las voces de aquellos recios montañeses; echaban sus
cabezas hacia atrás, y gritaban hasta que les llegaban sus propios ecos, procedentes de las
laderas de las mon-tañas cercanas, y haciendo rugir a los precipicios como si aquellos
unidos procediesen de las gargantas de una legión de demonios.
Sobresalía de entre todos el hijo del Administrador.
Saltaba como un cervatillo, luchaba como un demonio y rugía como un toro
salvaje. En medio de aquellos montañeses era una especie de rey. Vi que muchos
de ellos, envidiando su fuerza y altanería, le odiaban en secreto; a pesar de ello,
todos se sometían a él. Era un espectáculo único contemplar, su esbelto cuerpo
flexionándose y preparándose para saltar. Cuando participaba en algún
entretenimiento, era admirable ver cómo levantaba la cabeza como si fuese un
ciervo sorprendido, agitando sus bucles dorados con las mejillas enrojecidas y
los ojos brillantes, mientras le rodeaban sus camaradas. ¡Cómo entristece
ver que el orgullo y la pasión pueden llegara dominar un cuerpo que parece
haber sido creado para ser la morada de un alma capaz de glorificar a su
Creador!
Casi había anochecido cuando el Superior, el Administrador,
los Sacerdotes y el resto de comensales importantes se despidieron y se
marcharon en dirección a sus respectivos hogares, dejando a los demás en manos
de la bebida y el baile. Mi obligación era la de quedarme con el hermano
despensero para seguir sirviendo a los alegres jóvenes la cerveza de nuestro
tonel. Roque también se quedó. No recuerdo muy bien qué fue lo que pasó, pero
lo cierto es que inesperadamente me lo encontré frente a mí. Su apariencia era
sombría y sus maneras altivas.
-¿Eres tú el monje que el otro día ofendió al pueblo?
-me preguntó.
A pesar de que bajo mi hábito de monje bullía una
ira pecaminosa, repliqué humildemente:
-¿A qué se refiere?
-¡Ya sabes a qué me refiero! -gritó groseramente.
Ahora graba bien en tu cabeza lo que voy a decirte: si alguna vez demuestras el
menor sentimiento amistoso hacia esa muchacha, te daré una lección que nunca olvidarás.
Vosotros, los monjes, soléis disfrazar la propia impertinencia con alguna
virtud desconocida. Pero me las sé todas, y no dejaré que me engañes. De modo
que recuerda mis palabras, aprendiz de santurrón, porque la próxima vez tu
bonito rostro y tus grandes ojos no lograrán salvarte.
Después de aquellas palabras me dio la espalda y se
marchó, aunque todavía pude escuchar su enérgica voz retumbando en medio de la
noche mientras cantaba y gritaba con los otros. Me alarmó bastante saber que
aquel osado joven había puesto sus ojos en la encantadora hija del verdugo.
Era obvio que los sentimientos que Benedicta le inspiraba no eran honestos, ya
que, en caso de serlos, me habría agradecido la actitud que manifesté hacia la
joven, en vez de odiarme por aquel gesto de bondad. Pensando en la pobre niña,
me sentí lleno de angustia por su futuro, y le prometí reiteradamente a mi
bienaventurado Santo que la guardaría y protegería, respondiendo de esa forma
al milagro que él mismo había realizado en mi corazón. Un maravilloso
sentimiento ha nacido en mi interior y no puedo demorarme en el cumplimiento
de mi deber. Benedicta ¡tú te salvarás... y lo harás en cuerpo y alma!
1.007. Briece (Ambrose)
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