La vida en estas altitudes es menos desagradable de
lo que me había imag inado. Lo que me
parecía un deprimente aislamiento se ha convertido en algo menos sombrío y
desolador. Esta región montañosa, que al principio me sobrecogía de terror, está
mostrando progresivamente su índole benigna. Su inmensidad es deliciosamente
bella y está dotada de una perfección que purifica y eleva el espíritu. Es
posible leer en ella, con la misma claridad que en un libro, las alabanzas a su
Creador. Cada día, mientras recojo raíces de genciana, le presto atención a las
voces de esta inhóspita región, y sosiego y corrijo cada vez más mi corazón.
En estas cumbres no hay pájaros cantores. Las aves
del lur apenas emiten estridentes chirridos. Las flores, aunque exentas de
fragancia, son increíble-mente bonitas y brillan con una intensidad semejante a
la de las estrellas. Conozco laderas y promontorios que sin duda no fueron
jamás profanados por pies humanos. Me dan la impresión de ser sagradas y aún es
posible encontrar en ellas el toque final del Creador, como si acabasen de ser
colocadas allí por Su santa mano.
Hay abundante caza. En ocasiones las gamuzas forman
manadas tan numerosas que parecería como si la ladera misma de la colina
estuviese en movimiento. Hay también machos cabríos salvajes, auténticos
monstruos; e incluso osos, aunque hasta ahora, y gracias a Dios, no he visto
ni uno solo. Las marmotas corretean a mi lado como si fuesen gatitos, y las
águilas, que son las aves más nobles en este imperio de las alturas,
anidan en los riscos para establecer sus hogares lo más cerca posible del
cielo.
Cuando me siento cansado me tumbo sobre las
aromáticas praderas alpinas, que huelen como si fuesen valiosas especias.
Cierro los ojos y escucho al viento susurrar entre los altos troncos, mientras
reina la paz en mi corazón. ¡Alabado sea Dios!
1.007. Briece (Ambrose)
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