Nada más regresar a mi celda me: lancé sobre las duras piedras del suelo y clamé al
Cielo contra la injusticia y el suplicio de que había sido testigo, y contra la
injusticia todavía mayor que había terminado presenciando. Logré imag inar, la escena del padre atando a su hija al
poste. Pude ver al salvaje populacho bailando alrededor con bestial gozo. Vi a
la malvada Amelia escupiendo en la
cara de la inocente joven. Oré largamente y desde lo más profundo de mi alma
para que a la desdichada doncella se le concediese la fuerza necesaria para
soportar aquella tortura infinita.
Entonces me senté y aguardé. Esperaba impaciente la
puesta del sol porque normalmente es a esa hora cuando la víctima se ve
finalmente libre de la picota.
Cada minuto me parecía una hora, y cada hora me parecía
una eternidad. El sol parecía estar quieto, como si al día de la injusticia se
le hubiese negado la noche.
Intenté inútilmente entender lo que había ocurrido;
me sentía confuso y aturdido. ¿Cómo había podido Roque permitir que semejante
deshonra cayese sobre Benedicta? ¿Es que acaso pensaba que cuanto mayor fuese
la ignominia, más fácil le sería someter a la joven? No pude entenderlo, aunque
tampoco me esforcé demasiado para comprender los motivos. Sin embargo, ¡que Dios
me ayude!, sentí en mi propia piel, con tremenda congoja, la infamia de la
niña.
¡Dios mío, Dios mío, qué luz ha iluminado el entendimiento
de Tu siervo! Me he dado cuenta, como si fuese una revelación del Cielo, que
mis sentimientos hacia la joven son al mismo tiempo mayores y menores de lo que
había imag inado. Se trata de un amor
terreno, del tipo que siente un hombre por una mujer. Cuando por primera vez
me di cuenta de ello, me quedé sin aliento y mi corazón latió intensa y
aceleradamente, dándome la impresión de que me asfixiaría en cualquier
momento. Y a pesar de ello, era tanta la rabia que invadía mi pecho después de
haber presenciado aquella terrible injusticia tolerada por el Cielo, que fui
completamente incapaz de arrepen-tirme. Aquella luz inesperada me cegó: no
estaba en condiciones de comprender en toda su dimensión el alcance de mi
pecado. El huracán de pensamientos que me sobrevino no fue en absoluto
desagradable. Debí reconocer que no estaba dispuesto a privarme
voluntariamente de aquellos sentimientos, aunque me diera cuenta de que eran
inconvenientes. ¡Que la Madre
de la Misericordia
se apiade de mí!
En ese momento, incluso, me era imposible admitir
que estaba completa-mente equivocado al pensar que había recibido la orden
divina de salvar el alma de Benedicta y prepararla para una vida de santidad.
Acaso este otro deseo humano, ¿no procede también de Dios? ¿No busca al mismo
tiempo el bien de aquello que lo motiva? ¿Y puede haber un bien mayor que el de
la salvación del alma?... Vivir una vida santa en la tierra, y verse de esa
forma recompensados en el Cielo por la felicidad y gloria eternas. No hay duda
de que el amor carnal y el espiritual no son tan diferentes como me enseñaron a
verlos. Puede que no sean contrarios, sino la expresión de una misma voluntad.
¡Ah, venerado Francisco, guía de mis pasos en esta elevada revelación que he
tenido! ¡Coloca frente a mis ojos el camino correcto para conseguir el bien de
Benedicta!
Finalmente el sol desapareció tras los claustros. Copos
y nubecillas se arremolinaron en el horizonte; la bruma brotó del abismo y,
tras ella, las sombras púrpuras comenzaron un rápido ascenso por la gran
ladera de la montaña y terminaron extinguiendo los últimos rayos solares que
brillaban en la cumbre. ¡Gracias a Dios, oh, gracias sean dadas al Salvador...
al fin ella está libre!
1.007. Briece (Ambrose)
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