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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XVIII

Nada más regresar a mi celda me: lancé sobre las duras piedras del suelo y clamé al Cielo contra la injusticia y el suplicio de que había sido testigo, y contra la injusticia todavía mayor que había terminado presenciando. Logré imaginar, la escena del padre atando a su hija al poste. Pude ver al salvaje populacho bailando alrededor con bestial gozo. Vi a la malvada Amelia escupien­do en la cara de la inocente joven. Oré largamente y desde lo más profundo de mi alma para que a la desdi­chada doncella se le concediese la fuerza necesaria para soportar aquella tortura infinita.
Entonces me senté y aguardé. Esperaba impaciente la puesta del sol porque normalmente es a esa hora cuando la víctima se ve finalmente libre de la picota.
Cada minuto me parecía una hora, y cada hora me pa­recía una eternidad. El sol parecía estar quieto, como si al día de la injusticia se le hubiese negado la noche.
Intenté inútilmente entender lo que había ocurri­do; me sentía confuso y aturdido. ¿Cómo había podi­do Roque permitir que semejante deshonra cayese sobre Benedicta? ¿Es que acaso pensaba que cuanto mayor fuese la ignominia, más fácil le sería someter a la joven? No pude entenderlo, aunque tampoco me esforcé demasiado para comprender los motivos. Sin embargo, ¡que Dios me ayude!, sentí en mi propia piel, con tremenda congoja, la infamia de la niña.
¡Dios mío, Dios mío, qué luz ha iluminado el en­tendimiento de Tu siervo! Me he dado cuenta, como si fuese una revelación del Cielo, que mis sentimientos hacia la joven son al mismo tiempo mayores y menores de lo que había imaginado. Se trata de un amor terre­no, del tipo que siente un hombre por una mujer. Cuando por primera vez me di cuenta de ello, me que­dé sin aliento y mi corazón latió intensa y acelerada­mente, dándome la impresión de que me asfixiaría en cualquier momento. Y a pesar de ello, era tanta la rabia que invadía mi pecho después de haber presenciado aquella terrible injusticia tolerada por el Cielo, que fui completamente incapaz de arrepen-tirme. Aquella luz inesperada me cegó: no estaba en condiciones de com­prender en toda su dimensión el alcance de mi pecado. El huracán de pensamientos que me sobrevino no fue en absoluto desagradable. Debí reconocer que no esta­ba dispuesto a privarme voluntariamente de aquellos sentimientos, aunque me diera cuenta de que eran inconvenientes. ¡Que la Madre de la Misericordia se apiade de mí!
En ese momento, incluso, me era imposible admi­tir que estaba completa-mente equivocado al pensar que había recibido la orden divina de salvar el alma de Benedicta y prepararla para una vida de santidad. Aca­so este otro deseo humano, ¿no procede también de Dios? ¿No busca al mismo tiempo el bien de aquello que lo motiva? ¿Y puede haber un bien mayor que el de la salvación del alma?... Vivir una vida santa en la tie­rra, y verse de esa forma recompensados en el Cielo por la felicidad y gloria eternas. No hay duda de que el amor carnal y el espiritual no son tan diferentes como me enseñaron a verlos. Puede que no sean contrarios, sino la expresión de una misma voluntad. ¡Ah, venera­do Francisco, guía de mis pasos en esta elevada revela­ción que he tenido! ¡Coloca frente a mis ojos el camino correcto para conseguir el bien de Benedicta!
Finalmente el sol desapareció tras los claustros. Co­pos y nubecillas se arremolinaron en el horizonte; la bruma brotó del abismo y, tras ella, las sombras púrpu­ras comenzaron un rápido ascenso por la gran ladera de la montaña y terminaron extinguiendo los últimos ra­yos solares que brillaban en la cumbre. ¡Gracias a Dios, oh, gracias sean dadas al Salvador... al fin ella está libre!

1.007. Briece (Ambrose)

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