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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXXV

¡Oh, Dios mío, Salvador de mi espíritu!, ¿hasta dónde me has llevado? Me encuentro en la torre de los convic­tos; soy un asesino condenado, ¡y mañana al amanecer me conducirán al patíbulo para ahorcarme! Quien le arrebate la vida a otro hombre será privado de la exis­tencia: ésa es la ley de Dios y de los hombres.
En el que habrá de ser mi último día en la tierra, he pedido que se me permita escribir y me ha sido conce­dido. En nombre del Señor y de la verdad, contaré cuanto ocurrió.
Después de apartarme del lado de Benedicta, volví a mi cabaña. Preparé mis cosas y me dispuse a esperar la llegada de mi joven guía. Pero no apareció, de modo que habría de pasar una noche más en las montañas. Poco a poco me fue invadiendo el desasosiego. La pro­pia choza me parecía ahora demasiado estrecha, con un aire excesivamente cálido y pesado para poder respirar­lo. Salí afuera, me tumbé sobre una roca y contemplé el firmamento, oscuro pero reluciente de estrellas. Mi alma, sin embargo, no se encontraba en aquel cielo, sino en la cabaña que había a orillas del Lago Negro.
Repentinamente escuché un grito, débil y lejano, que parecía provenir de una garganta humana. Me sen­té a escuchar, pero sólo oí el más absoluto silencio. Pen­sé que probablemente habría sido el canto de algún ave nocturna. Iba a tumbarme de nuevo cuando se repitió el grito, aunque en esta ocasión parecía provenir de otra dirección. ¡Era la voz de Benedicta! Volví a escu­charlo, y en ese instante tuve la impresión de que bro­taba del aire... del cielo, encima de mi cabeza; pronun­ciaba mi nombre claramente; pero, ¡oh, Madre del Cielo!, ¡qué angustia había en su voz!
Me incorporé de un salto, gritando:
-¡Benedicta!, ¡Benedicta! -pero no tuve respuesta.
-¡Benedicta, corro hacia ti! -grité de nuevo. ¡No desesperes, hija mía!
Me adentré velozmente en la oscuridad siguiendo el camino que conducía hasta el Lago Negro. Corría a trompicones y saltaba, tropezando y cayendo a veces sobre piedras y raíces de árboles. Mis brazos y piernas estaban heridos, mis ropas rasgadas, pero no pensaba en ello. Benedicta estaba en un apuro, y yo era el único que podía protegerla. Me lancé enérgicamente hacia delante hasta llegar al Lago Negro. Pero en la choza todo parecía tranquilo; no había luz ni tampoco ruido. Su aspecto era tan tranquilo como el de un santuario de Dios.
Después de esperar durante un buen rato, me fui. La voz que había escuchado no podía ser la de Benedic­ta; evidentemente se trataba de algún espíritu perverso que se reía de mi infinita tristeza. Me dispuse a regresar a mi choza, aunque una mano invisible me guió en otra dirección y, aunque me llevó hasta la perdición, no me cabe la menor duda de que fue la mano de Dios.
Continué caminando sin saber la dirección que lle­vaba, y como no logré encontrar la senda que me había llevado hasta allí, me encontré de repente al pie de un abismo. De ese punto partía un estrecho y escarpado sendero que ascendía por la ladera del promontorio, y que comencé a subir. Después de recorrer alguna dis­tancia miré hacia arriba y distinguí, recortada contra el cielo alumbrado de estrellas, una choza levantada en el borde mismo del precipicio. Una inesperada revela­ción me hizo comprender que aquel era el pabellón de caza de Roque, y que aquella senda era el camino que utilizaba para ir a ver a Benedicta. ¡Dios de Misericor­dia!, no había duda de que el hijo del Administrador utilizaba aquella ruta, no podía haber otra. Lo espera­ría en ese punto.
Me escondí en la sombra y esperé mientras reflexio­naba en lo que podría decirle, y le rezaba al Señor pi­diéndole inspiración para poder cambiar su corazón hasta el punto de alejarlo de su desdichado destino.
No había pasado mucho tiempo cuando vi que el joven comenzaba a descender. Las piedras que sus pies arrastraban al caminar rodaban por las empinadas la­deras y caían con un distante murmullo mucho más abajo, en el lago. Le pedí a Dios que si no lograba yo calmar su corazón, que al menos perdiera pie en aquel descenso y siguiera el camino de aquellas piedrecillas; era mejor enfrentar una muerte repentina y sin peni­tencia, y que su espíritu se condenase, antes que dejarle vivir lo suficiente como para destruir el alma de una niña inocente.
Después de aparecer por un recodo del sendero se acercó en mi dirección. Me incorporé y me adelanté bajo la débil luz de la luna. Me reconoció inmediata­mente y con su voz soberbia y despectiva me pregunto qué es lo que quería.
Le contesté en tono conciliador, explicándole el motivo por el que le cerraba el paso, y le pedí que volviera por donde había venido. Me insultó y se rió de mí.
-Maldito aprendiz de santurrón -se mofó, ¿no vas a dejar nunca de meterte en mis asuntos? Sólo porque las jóvenes montañesas son tan necias como para admi­rar tus dientes blancos y tus grandes ojos negros, ¿crees ya que no eres un monje, sino un hombre? ¡Para cual­quier mujer vales menos que una cabra!
Le supliqué que depusiera su actitud y me escucha­ra. Me hinqué de rodillas incluso y le pedí que, aunque me despreciase a mí y a mi humilde aunque sagrada condición, respetara y preservara al menos a Benedic­ta. Pero me echó a un lado, colocando su bota sobre mi pecho. Incapaz de contenerme por más tiempo, me le­vanté y, de pie ante él, le dije que era un asesino y un canalla.
Por toda respuesta extrajo un puñal de su cinto y gritó:
-¡Estúpido, voy a mandarte al infierno!
Con la velocidad de un rayo mi mano aferró su mu­ñeca. Logré arrebatarle el arma y la arrojé detrás de mí, mientras exclamaba:
-¡No peleemos con armas, sino desarmados, y en las mismas condiciones! ¡Lucharemos a muerte y será el propio Dios quien decida!
Nos abalanzamos el uno sobre el otro con la rabia de dos animales salvajes, y enseguida quedamos enre­dados con brazos y manos. Rodamos sendero arriba y sendero abajo, ajenos a la existencia tanto del muro rocoso que teníamos a un lado, ¡como del precipicio abismal que teníamos al otro, y que conducía directa­mente hasta las aguas del Lago Negro! Forcejeamos y luchamos intentado conseguir alguna ventaja, pero el Señor parecía estar contra mí porque permitió que mi contrincante me superara y me lanzara al suelo justo al borde del abismo. Me encontraba a merced de un fornido enemigo cuyos ojos brillaban como dos as­cuas. Su rodilla aprisionaba mi pecho y mi cabeza col­gaba sobre el abismo..., mi vida estaba en sus manos. Pensé que me dejaría caer, pero no lo hizo. Me mantu­vo allí, entre la vida y la muerte, durante un horrible instante; entonces me dijo en un susurro siseante:
-Ya ves, monje, que con un solo movimiento. po­dría tirarte a la sima como si fueses una piedra. Pero de nada me sirve quitarte la vida, porque en el fondo no eres ningún obstáculo para mí. Quiero que entiendas que esa joven es mía, ¿está claro?
Con esas palabras se levantó y dejó que me marcha­se, mientras comenzaba a descender por el sendero que conducía hasta el lago. Sólo mucho después de que se disipara el sonido de sus pasos fui capaz de moverme. ¡Dios Todopoderoso! No creo que mereciese una de­rrota y un sufrimiento tan humillantes. Lo único que pretendía era salvar un alma; el Cielo, sin embargo, permitió que me dominase justamente aquel que iba a destruirla.
Finalmente logré incorporarme, aunque ello me provocó agudos dolores por las heridas que me había hecho en la caída y porque todavía notaba sobre mi pe­cho la rodilla del airado joven y sus manos de hierro en mi garganta. Inicié trabajosamente el descenso, a tra­vés del sendero que conducía hasta el lago. A pesar de mis magulladuras volvería nuevamente hasta la cabaña de Benedicta y me situaría otra vez entre ella y el peli­gro. Pero avanzaba casi arrastrándome y muchas veces tenía que pararme para descansar. Ya casi había amane­cido cuando renuncié al sacrificio, convencido de que era demasiado tarde para hacerle a la desdichada niña el pobre servicio de mi defensa, con lo poco que me quedaba de energía.
Al amanecer oí a Roque que regresaba, mientras en­tonaba una alegre canción. Me escondí detrás de una roca, aunque no tenía miedo, y pasó sin notar siquiera mi presencia.
En aquel punto había una imperfección en la pared del acantilado; el sendero pasaba junto a una enorme grieta que atravesaba la montaña como si un Titán le hubiese asestado un espadazo. Al fondo, cubierto de cantos rodados, crecían numerosas zarzas y arbustos, de en medio de los cuales brotaba un pequeño curso de agua provocado por el deshielo de las cumbres neva­das. Fue allí donde permanecí durante tres días y dos noches. Pude oír al joven del monasterio mientras me llamaba a gritos por el sendero, buscándome, pero no contesté. Ni una sola vez me permití siquiera calmar mi terrible sed en aquel arroyuelo, ni sacié mi hambre con las zarzamoras que proliferaban por allí. Así fue como mortifiqué mi espíritu pecador, acabando con mi rebelde naturaleza y sometí mi alma al Señor, hasta que finalmente me sentí libre de todo mal, ajeno a la esclavitud del amor terrenal y preparado para consa­grar mi corazón, mi vida y mi alma a una sola mujer: ¡Tú, Santísima Virgen!
El Señor fue quien permitió ese milagro y mi espíri­tu se sentía tan leve y libre como si unas alas me estu­viesen llevando en volandas hasta el Cielo. Alabé al Se­ñor en voz alta, gritando y alegrándome hasta que el sonido tronó en medio de los riscos. No cesaba de ex­clamar: «¡Hosanna!, ¡Hosanna!» Finalmente estaba lis­to para presen-tarme ante el altar y para que mi cabeza fuese honrada con el óleo bendito. Ya no era el mismo. Ambrosio, el miserable monje confuso, había muerto para siempre. Ahora me había transformado en un ins­trumento, en la mano derecha de Dios, preparada para ejecutar Su venerable voluntad. Elevé mis oraciones pi­diendo que fuese liberada el alma de la hermosa joven, y mientras oraba, ¡oh, qué milagro!, apareció delante de mí el Cielo en toda su gloria y esplendor, y el propio Dios, rodeado por infinidad de ángeles que llenaban la mitad del firmamento. Un éxtasis sublime cegó mis sentidos, y enmudecí de júbilo. Con una sonrisa de in­descriptible bondad, el Señor me dijo:
-Ya que has sido leal a la confianza que deposité en ti y no dudaste a pesar de las pruebas a que te sometí, dejo ahora en tus manos la salvación del alma de esa inocente criatura.
-Tú sabes, oh Señor -contesté, que no tengo me­dios para cumplir esa labor, y que tampoco sé, del mis­mo modo, cómo llevarla a cabo.
El Señor Todopoderoso mandó que me incorpora­se y comenzara a caminar. Obedecí; alejé la mirada de la gloriosa Presencia que inundaba con su luz el centro de la hendida montaña, y me aparté del escenario en que tuvo lugar mi purificación, reemprendiendo el ca­mino por el sendero que llevaba hasta la pared frontal del acantilado. Comencé a ascender, sin parar de cami­nar, rodeado por el esplendor del ocaso que brillaba en las nubes carmesíes.
Entonces, repentinamente, sentí el impulso de pa­rarme y mirar hacia el suelo. A mis pies, brillando como una tea roja bajo las encendidas nubes, como si estuviese manchado de sangre, se encontraba la daga de Roque. En ese preciso momento comprendí por qué el Señor había tolerado que ese depravado mucha­cho me sometiera, induciéndolo al mismo tiempo a perdonarme la vida. Había sido reservado para llevar a cabo una tarea más elevada. De ese modo acabó en mis manos el instrumento necesario para llevar a cabo tan sagrado designio. ¡Ah, gran Dios, cuán inescrutables son Tus intenciones!

1.007. Briece (Ambrose)

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