¡Oh, Dios mío, Salvador de mi espíritu!, ¿hasta
dónde me has llevado? Me encuentro en la torre de los convictos; soy un
asesino condenado, ¡y mañana al amanecer me conducirán al patíbulo para
ahorcarme! Quien le arrebate la vida a otro hombre será privado de la existencia:
ésa es la ley de Dios y de los hombres.
En el que habrá de ser mi último día en la tierra,
he pedido que se me permita escribir y me ha sido concedido. En nombre del
Señor y de la verdad, contaré cuanto ocurrió.
Después de apartarme del lado de Benedicta, volví a
mi cabaña. Preparé mis cosas y me dispuse a esperar la llegada de mi joven
guía. Pero no apareció, de modo que habría de pasar una noche más en las
montañas. Poco a poco me fue invadiendo el desasosiego. La propia choza me
parecía ahora demasiado estrecha, con un aire excesivamente cálido y pesado
para poder respirarlo. Salí afuera, me tumbé sobre una roca y contemplé el
firmamento, oscuro pero reluciente de estrellas. Mi alma, sin embargo, no se
encontraba en aquel cielo, sino en la cabaña que había a orillas del Lago
Negro.
Repentinamente escuché un grito, débil y lejano, que
parecía provenir de una garganta humana. Me senté a escuchar, pero sólo oí el
más absoluto silencio. Pensé que probablemente habría sido el canto de algún
ave nocturna. Iba a tumbarme de nuevo cuando se repitió el grito, aunque en
esta ocasión parecía provenir de otra dirección. ¡Era la voz de Benedicta!
Volví a escucharlo, y en ese instante tuve la impresión de que brotaba del
aire... del cielo, encima de mi cabeza; pronunciaba mi nombre claramente;
pero, ¡oh, Madre del Cielo!, ¡qué angustia había en su voz!
Me incorporé de un salto, gritando:
-¡Benedicta!, ¡Benedicta! -pero no tuve respuesta.
-¡Benedicta, corro hacia ti! -grité de nuevo. ¡No
desesperes, hija mía!
Me adentré velozmente en la oscuridad siguiendo el
camino que conducía hasta el Lago Negro. Corría a trompicones y saltaba,
tropezando y cayendo a veces sobre piedras y raíces de árboles.
Mis brazos y piernas estaban heridos, mis ropas rasgadas, pero no
pensaba en ello. Benedicta estaba en un apuro, y yo era el único que podía
protegerla. Me lancé enérgicamente hacia delante hasta llegar al Lago Negro.
Pero en la choza todo parecía tranquilo; no había luz ni tampoco ruido. Su aspecto
era tan tranquilo como el de un santuario de Dios.
Después de esperar durante un buen rato, me fui. La
voz que había escuchado no podía ser la de Benedicta; evidentemente se trataba
de algún espíritu perverso que se reía de mi infinita tristeza. Me dispuse a
regresar a mi choza, aunque una mano invisible me guió en otra dirección y,
aunque me llevó hasta la perdición, no me cabe la menor duda de que fue la mano
de Dios.
Continué caminando sin saber la dirección que llevaba,
y como no logré encontrar la senda que me había llevado hasta allí, me encontré
de repente al pie de un abismo. De ese punto partía un estrecho y escarpado
sendero que ascendía por la ladera del promontorio, y que comencé a subir.
Después de recorrer alguna distancia miré hacia arriba y distinguí, recortada
contra el cielo alumbrado de estrellas, una choza levantada en el borde mismo
del precipicio. Una inesperada revelación me hizo comprender que aquel era el
pabellón de caza de Roque, y que aquella senda era el camino que utilizaba para
ir a ver a Benedicta. ¡Dios de Misericordia!, no había duda de que el hijo del
Administrador utilizaba aquella ruta, no podía haber otra. Lo esperaría en ese
punto.
Me escondí en la sombra y esperé mientras reflexionaba
en lo que podría decirle, y le rezaba al Señor pidiéndole inspiración para
poder cambiar su corazón hasta el punto de alejarlo de su desdichado destino.
No había pasado mucho tiempo cuando vi que el joven
comenzaba a descender. Las piedras que sus pies arrastraban al caminar rodaban
por las empinadas laderas y caían con un distante murmullo mucho más abajo, en
el lago. Le pedí a Dios que si no lograba yo calmar su corazón, que al menos
perdiera pie en aquel descenso y siguiera el camino de aquellas piedrecillas;
era mejor enfrentar una muerte repentina y sin penitencia, y que su espíritu
se condenase, antes que dejarle vivir lo suficiente como para destruir el alma
de una niña inocente.
Después de aparecer por un recodo del sendero se
acercó en mi dirección. Me incorporé y me adelanté bajo la débil luz de la
luna. Me reconoció inmediatamente y con su voz soberbia y despectiva me
pregunto qué es lo que quería.
Le contesté en tono conciliador, explicándole el
motivo por el que le cerraba el paso, y le pedí que volviera por donde había
venido. Me insultó y se rió de mí.
-Maldito aprendiz de santurrón -se mofó, ¿no vas a
dejar nunca de meterte en mis asuntos? Sólo porque las jóvenes montañesas son
tan necias como para admirar tus dientes blancos y tus grandes ojos negros,
¿crees ya que no eres un monje, sino un hombre? ¡Para cualquier mujer vales
menos que una cabra!
Le supliqué que depusiera su actitud y me escuchara.
Me hinqué de rodillas incluso y le pedí que, aunque me despreciase a mí y a mi
humilde aunque sagrada condición, respetara y preservara al menos a Benedicta.
Pero me echó a un lado, colocando su bota sobre mi pecho. Incapaz de contenerme
por más tiempo, me levanté y, de pie ante él, le dije que era un asesino y un
canalla.
Por toda respuesta extrajo un puñal de su cinto y
gritó:
-¡Estúpido, voy a mandarte al infierno!
Con la velocidad de un rayo mi mano aferró su muñeca.
Logré arrebatarle el arma y la arrojé detrás de mí, mientras exclamaba:
-¡No peleemos con armas, sino desarmados, y en las
mismas condiciones! ¡Lucharemos a muerte y será el propio Dios quien decida!
Nos abalanzamos el uno sobre el otro con la rabia de
dos animales salvajes, y enseguida quedamos enredados con brazos y manos.
Rodamos sendero arriba y sendero abajo, ajenos a la existencia tanto del muro
rocoso que teníamos a un lado, ¡como del precipicio abismal que teníamos al
otro, y que conducía directamente hasta las aguas del Lago Negro! Forcejeamos
y luchamos intentado conseguir alguna ventaja, pero el Señor parecía estar
contra mí porque permitió que mi contrincante me superara y me lanzara al suelo
justo al borde del abismo. Me encontraba a merced de un fornido enemigo cuyos
ojos brillaban como dos ascuas. Su rodilla aprisionaba mi pecho y mi cabeza
colgaba sobre el abismo..., mi vida estaba en sus manos. Pensé que me dejaría
caer, pero no lo hizo. Me mantuvo allí, entre la vida y la muerte, durante un
horrible instante; entonces me dijo en un susurro siseante:
-Ya ves, monje, que con un solo movimiento. podría
tirarte a la sima como si fueses una piedra. Pero de nada me sirve quitarte la
vida, porque en el fondo no eres ningún obstáculo para mí. Quiero que entiendas
que esa joven es mía, ¿está claro?
Con esas palabras se levantó y dejó que me marchase,
mientras comenzaba a descender por el sendero que conducía hasta el lago. Sólo
mucho después de que se disipara el sonido de sus pasos fui capaz de moverme.
¡Dios Todopoderoso! No creo que mereciese una derrota y un sufrimiento tan
humillantes. Lo único que pretendía era salvar un alma; el Cielo, sin embargo,
permitió que me dominase justamente aquel que iba a destruirla.
Finalmente logré incorporarme, aunque ello me
provocó agudos dolores por las heridas que me había hecho en la caída y porque
todavía notaba sobre mi pecho la rodilla del airado joven y sus manos de
hierro en mi garganta. Inicié trabajosamente el descenso, a través del sendero
que conducía hasta el lago. A pesar de mis mag ulladuras
volvería nuevamente hasta la cabaña de Benedicta y me situaría otra vez
entre ella y el peligro. Pero avanzaba casi arrastrándome y muchas
veces tenía que pararme para descansar. Ya casi había amanecido cuando
renuncié al sacrificio, convencido de que era demasiado tarde para hacerle a la
desdichada niña el pobre servicio de mi defensa, con lo poco que me quedaba de
energía.
Al amanecer oí a Roque que regresaba, mientras entonaba
una alegre canción. Me escondí detrás de una roca, aunque no tenía miedo, y
pasó sin notar siquiera mi presencia.
En aquel punto había una imperfección en la pared
del acantilado; el sendero pasaba junto a una enorme grieta que atravesaba la
montaña como si un Titán le hubiese asestado un espadazo. Al fondo, cubierto de
cantos rodados, crecían numerosas zarzas y arbustos, de en medio de los cuales
brotaba un pequeño curso de agua provocado por el deshielo de las cumbres nevadas.
Fue allí donde permanecí durante tres días y dos noches. Pude oír al joven del
monasterio mientras me llamaba a gritos por el sendero, buscándome, pero no
contesté. Ni una sola vez me permití siquiera calmar mi terrible sed en aquel
arroyuelo, ni sacié mi hambre con las zarzamoras que proliferaban por allí. Así
fue como mortifiqué mi espíritu pecador, acabando con mi rebelde naturaleza y
sometí mi alma al Señor, hasta que finalmente me sentí libre de todo mal, ajeno
a la esclavitud del amor terrenal y preparado para consagrar mi corazón, mi
vida y mi alma a una sola mujer: ¡Tú, Santísima Virgen!
El Señor fue quien permitió ese milagro y mi espíritu
se sentía tan leve y libre como si unas alas me estuviesen llevando en
volandas hasta el Cielo. Alabé al Señor en voz alta, gritando y alegrándome
hasta que el sonido tronó en medio de los riscos. No cesaba de exclamar:
«¡Hosanna!, ¡Hosanna!» Finalmente estaba listo para presen-tarme ante el altar
y para que mi cabeza fuese honrada con el óleo
bendito. Ya no era el mismo. Ambrosio, el miserable monje confuso, había muerto
para siempre. Ahora me había transformado en un instrumento, en la mano
derecha de Dios, preparada para ejecutar Su venerable voluntad. Elevé mis
oraciones pidiendo que fuese liberada el alma de la hermosa joven, y mientras
oraba, ¡oh, qué milagro!, apareció delante de mí el Cielo en toda su gloria y
esplendor, y el propio Dios, rodeado por infinidad de ángeles que
llenaban la mitad del firmamento. Un éxtasis sublime cegó mis sentidos, y
enmudecí de júbilo. Con una sonrisa de indescriptible bondad, el Señor me
dijo:
-Ya que has sido leal a la confianza que deposité en
ti y no dudaste a pesar de las pruebas a que te sometí, dejo ahora en tus manos
la salvación del alma de esa inocente criatura.
-Tú sabes, oh Señor -contesté, que no tengo medios
para cumplir esa labor, y que tampoco sé, del mismo modo, cómo llevarla a
cabo.
El Señor Todopoderoso mandó que me incorporase y
comenzara a caminar. Obedecí; alejé la mirada de la gloriosa Presencia que
inundaba con su luz el centro de la hendida montaña, y me aparté del escenario
en que tuvo lugar mi purificación, reemprendiendo el camino por el sendero que
llevaba hasta la pared frontal del acantilado. Comencé a ascender, sin parar de
caminar, rodeado por el esplendor del ocaso que brillaba en las nubes
carmesíes.
Entonces, repentinamente, sentí el impulso de pararme
y mirar hacia el suelo. A mis pies, brillando como una tea roja bajo las encendidas
nubes, como si estuviese manchado de sangre, se encontraba la daga de Roque. En
ese preciso momento comprendí por qué el Señor había tolerado que ese depravado
muchacho me sometiera, induciéndolo al mismo tiempo a perdonarme la vida.
Había sido reservado para llevar a cabo una tarea más elevada. De ese modo
acabó en mis manos el instrumento necesario para llevar a cabo tan sagrado
designio. ¡Ah, gran Dios, cuán inescrutables son Tus intenciones!
1.007. Briece (Ambrose)
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