Ante la
pesada mesa que ocupaba el centro de la sala estaba sentado un hombre, al que
otro, en pie tras él, estrangulaba con gran esfuerzo de todo su ser. El primero
fue quien, al sentirse cogido por el cuello, había dado los gritos; y del pecho
del segundo era de donde se escapaba aquel ronco silbido de atleta, tratando de
vencer a su adversario. En la lucha se había derribado una silla.
Ante el
hombre sentado, un tintero y papel de cartas mostraban que estaba en
disposición de escribir cuando su enemigo le había sorprendido. Sobre la mesa,
y al alcance de su mano, un saquito dejaba ver los papeles del que estaba
lleno.
La
escena, que había comenzado hacía apenas un minuto, estaba a punto de terminar.
El hombre sentado ya había dejado de debatirse, y sólo se percibía el aliento
entrecortado del homicida. La escena, por otra parte, no habría podido
prolongarse más. El grito de la víctima había sido oído. En una habitación del
primer piso de la posada, a la que se accedía por una escalera que nacía en la
sala, Juan oyó el ruido de unos pies desnudos que caían pesadamente sobre el
pavimento. Alguien se levantaba allí. Dentro de un instante, se abriría una
puerta y se presentaría un testigo.
El
asesino comprendió el peligro; sus manos aflojaron, y en tanto que la cabeza de
la víctima caía inerte sobre la mesa, metió una de ellas en el saco y la retiró
con un fajo de billetes de banco. Luego dio un salto hacia atrás y desapareció
por una puertecilla que conducía al sótano.
Por el
espacio de un segundo, su semblante apareció en plena luz, siendo suficiente
para que Juan Morenas, aturdido, espantado, lo reconociese.
Aquel
hombre era el mismo que acababa de hacer caer los hierros del condenado
inocente, que le había dado dinero, que le había protegido, guiado a través de
la campiña, hasta pocos kilómetros del pueblo. En vano había suprimido la barba
postiza y la peluca, con los que había intentado modificar su rostro. Quedaban
los ojos, la frente, la nariz, la boca, la estatura, y Juan no podía
equivocarse.
Pero la
supresión de la barba postiza y de la peluca tenía otra consecuencia más
sorprendente y más emocionante aún. En aquel hombre, vuelto así a su aspecto
natural, en aquel hombre que acababa de revelarse a un tiempo como su salvador
y como un asesino, Juan había experimentado el estupor de reconocer a su
hermano, a Pedro, desaparecido en otro tiempo, y a quien hacía quince años que
no veía...
¿Qué
misteriosas razones hacían que su hermano y su salvador fueran una sola
persona? ¿Por qué concurso de circunstancias se encontraba Pedro Morenas aquel
día precisamente en la posada del tío Sandro? ¿A título de qué? ¿Por qué la
había elegido como teatro de su crimen?
Todas
estas preguntas se agolpaban tumultuosa-mente en el espíritu de Juan; los
hechos vinieron, por sí mismos, a responder a ellas.
Apenas
acababa de desaparecer el asesino, cuando una puerta se abrió en el primer
piso.
Sobre
la galería de madera en la que terminaba la escalera apareció una mujer joven,
contra la que se apretaban dos niños, que acababan de saltar, al parecer, del
lecho; la mujer llevaba además en brazos otro niño pequeño. Juan reconoció a
María. ¡María con sus hijos...! ¿Había, pues, olvidado al inocente que, lejos
de ella, agonizaba en el presidio? ¡El desventurado comprendió entonces la
inanidad de sus esperanzas!
-¡Pedro...!
¡Pedro! -dijo la mujer, con voz temblorosa por la angustia.
De
repente percibió el cuerpo derribado sobre la mesa. Murmuró un «¡Dios mío!» y
descendió precipitadamente con su niño en los brazos y los otros dos tras ella,
llorando.
Corrió
hasta el hombre estrangulado, le alzó la cabeza y lanzó un suspiro de alivio.
No comprendía nada de lo que había ocurrido, pero todo era preferible a lo que
había llegado a temer; el hombre muerto no era su marido.
En el
mismo instante llamaron rudamente a la puerta exterior, percibiéndose, a la
vez, el ruido de muchas voces. Temerosa sin saber de qué, María retrocedió a la
escalera y permaneció en pie sobre el primer peldaño, con sus dos hijos mayores
aferrados a su falda y con el pequeño siempre en los brazos.
Desde
el sitio en que se hallaba, no podía ver la puerta del sótano, así es que no
vio entreabrirse la puertecilla y a Pedro Morenas insinuar su cabeza, que
mostraba un semblante lívido por el terror. Pero Juan, por el contrario,
descubría el conjunto y los pormenores del cuadro: el hombre muerto, María y
sus hijos batiéndose en retirada, Pedro, su hermano ¡un asesino! al acecho, y
viendo llegar amenazador el castigo que sigue de cerca al crimen. En su cerebro
se agitaban los pensamientos como un torbellino. Juan llegó a comprenderlo
todo.
La
presencia de Pedro, su atentado actual, la acusación del tío Sandro iluminaban
el pasado. El asesino de otro tiempo era el mismo asesino de hoy, y por su
culpable hermano era por quien el inocente había pagado. Luego, una vez que el
tiempo había atenuado el ruido del drama, Pedro había vuelto, se había hecho
amar por María y había sido destruido por segunda vez la dicha del desdichado
que se desesperaba bajo la férula de los cómitres del presidio de Tolón.
¡Ah,
pero todo aquello iba a acabar! Juan sólo tenía que decir una palabra para
echar por tierra aquel montón de infamias y vengarse de una vez por todas las
torturas sufridas hasta entonces. ¿Una palabra...? Ni siquiera eso era
necesario. No tenía más que callarse y desaparecer sin ruido, como había
llegado. El asesino no podía escapar; estaba cogido. Pronto, a su vez,
conocería él lo que era el presidio...
-¿Y
después...?
Parecióle
a Juan oír esta pregunta, como si un irónico contradictor la hubiese
pronunciado a su oído. Sí, verdaderamente. ¿Y después...? ¿Qué sucedería cuando
ambos, Pedro y Juan, estuviesen revestidos de la librea de los presidiarios?
¿Proporcionaría esto al segundo su felicidad perdida? ¿Le amaría por eso María,
que amaba a su hermano, como lo denunciaba su voz cuando había llamado a Pedro,
y lo patentizaba su suspiro de alivio al ver que el muerto no era su esposo?
¿Desde
ese momento, para qué vengarse...? La venganza no le devolvería su imposible
felicidad, ni le libraría de la desesperación de ver a María sumida en ella...
Había algo mejor que hacer; dejar a aquella a quien él adoraba, la ilusión de
su vida dichosa y guardar para sí el dolor, todo el dolor de aquella experiencia
tan triste que tenía. ¿En qué cosa mejor podía emplearse su destino? Ni era ya,
ni jamás podía ser, nada; nada tampoco le era dado esperar. ¿Qué mejor empleo
de su inútil ser que darlo por la salvación de otro, de otro ser que ya poseía
el corazón de ella, y cuya vida era la suya?
Entretanto,
los del exterior pugnaban por entrar. Por fin, se abrió la puerta, y cuatro o
cinco hombres penetraron y corrieron hacia la víctima, cuyo rostro alzaron:
-¡Dios
mío -exclamó uno de ellos, si es el señor Cliquet!
-¡El notario!
-dijo otro.
Apresuráronse
a tender al notario sobre la mesa. Su pecho se dilató en seguida y un suspiro
brotó de sus labios.
-¡Bendito
sea Dios! dijo uno . ¡No está muerto!
Rociósele
el rostro con agua fría, y no tardó en abrir los ojos. Juan suspiró
tristemente. No habiéndose consumado el homicidio, y vivo el notario,
denunciaría al criminal, a quien aguardaba el presidio. Juan casi habría
preferido que el crimen se hubiese consumado.
-¿Quién
le ha puesto en ese estado, señor Cliquet? -le preguntó un campesino.
El
notario, que iba recobrando trabajosamente el aliento, bosquejó un gesto de
ignorancia. En realidad, no había visto a su agresor.
-¡Canalla!
-gritó.
-Busquemos
-dijo otro.
No
tenían, en verdad, que buscar mucho; el culpable no se hallaba lejos, y,
además, iba él mismo a entregarse tontamente.
Queriendo,
en efecto, aprovecharse del desorden para emprender la fuga, Pedro había
abierto algo más la puertecilla, y colocaba ya un pie sobre el piso para
escapar. Aunque hubiese logrado huir, tendría que pasar delante de María, que
había permanecido en su sitio, inmóvil como una estatua, y ésta lo comprendería
todo entonces.
Ahora
bien, salvar al culpable era poco, si al propio tiempo no conseguía salvarse la
dicha de María, para lo cual era menester que pudiera continuar amándole...
¿Quién sabe? Tal vez fuera ya demasiado tarde... Tal vez la sospecha comenzaba
a nacer tras aquella frente que hacía palidecer un misterioso espanto...
Juan
salió bruscamente de la penumbra que le ocultaba, y se mostró en plena luz.
Todos le reconocieron en el acto: Pedro y María, que fijaron en él los ojos,
dilatados por la sorpresa, y los cinco campesinos, cuyos semblantes ofrecieron
a la vez una expresión compleja de la simpatía por el pasado y del invencible
horror que siempre inspira un forzado.
-No
busquen -dijo Juan; soy yo quien ha dado el golpe. Nadie dijo una palabra, no
porque no se le creyera, pues quien una vez ha matado puede volver a matar.
Pero aquello era tan inesperado, que la sorpresa les paralizó a todos.
La
escena, sin embargo, había cambiado en sus pormenores. Pedro se mostraba ahora
por entero fuera de la puerta, y, sin que nadie prestase atención a él, se
acercaba a María, que no parecía advertir su presencia. Ésta se había
enderezado, con el semblante rebosante de alegría y odio. Alegría por ver
destruida, apenas formada, la sospecha, y odio hacia aquel cuyo crimen había
sido causa de que concibiera semejante pensamiento.
A María
era a quien Juan miraba únicamente.
La
joven esposa extendió el puño hacia él.
-¡Canalla!
-gritó.
Sin
responder, Juan volvió la cabeza y ofreció sus brazos a las rudas manos que
cayeron sobre él y le arrastraron.
La
puerta, abierta de par en par, dibujaba un rectángulo oscuro, que Juan miraba
con pasión. Sobre ese fondo oscuro, un cuadro cruel y tierno se dibujaba para
él con rasgos precisos. Bajo un implacable cielo azul, un muelle abrasado por
el sol, y sobre ese muelle se cruzaban, llevando pesados fardos, hombres con
los pies cargados de hierros... Pero por encima de ellos brillaba una radiante
y seductora imagen, la imagen de una joven esposa con un niño pequeñito en sus
brazos...
Juan,
con los ojos fijos sobre aquella imagen, desapareció en las tinieblas de la
noche.
1.016. Verne (Julio)
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