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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XI

No hay duda de que empalidecí, cuando uno de los hermanos comentó a la hora de la cena, que frente a la imagen de San Francisco se había encontrado un rami­llete de Edelweiss de una especie tan extraordinaria­mente hermosa que en la región sólo florece en la cum­bre de un promontorio que se levanta a más de mil pies de altura y se eleva por encima de un lago de malos pre­sagios. Los hermanos hablan de acontecimientos asombrosos relacionados con las horrendas peculiari­dades de ese lago, que hacen referencia a sus profundas y turbulentas aguas; y aseguran también que los más repugnantes fantasmas se aparecen en sus playas o bro­tan de sus aguas.
Las flores de Benedicta han provocado gran con­moción y sorpresa, ya que incluso entre los más auda­ces cazadores, muy pocos se atreverían a escalar ese promontorio que existe junto al lago hechizado... ¡y la dulce muchacha realizó esa proeza! Fue absolutamente sola a este lugar terrible y escaló su ladera casi vertical, hasta alcanzar la tierra fértil donde crecen aquellas flo­res con las que sintió el impulso de agasajarme. Estoy seguro de que fue el Cielo quien la preservó de contra­tiempos para que yo pudiese encontrar en ello el signo inequívoco de que me ha sido encomendada la labor de salvarla.
¡Oh, tú, pobre niña inocente, maldita para el pue­blo, Dios ha declarado que debo cuidar de ti! ¡Mi pe­cho ya siente de alguna forma esa veneración que habrá de darte cuando, en reconocimiento de tu pureza y santidad, Él le conceda a tus reliquias un signo eviden­te de Su favor, y la Iglesia te reconozca bienaventurada!
He tenido noticias acerca de otra circunstancia que debo referir a continuación: en esta región, esas flores son consideradas el símbolo del amor fiel: los jóvenes se las entregan a sus amadas y estas doncellas adornan los sombreros de sus galanes con ellas. Es evidente que, al expresar su gratitud a un humilde siervo de la Iglesia, Benedicta fue movida, quizá sin darse cuenta, a mani­festar al mismo tiempo su amor a la Iglesia, a pesar de que desgraciadamente tiene muy pocos motivos que justifiquen ese afecto.
Paseando de forma errante por las inmediaciones del monasterio, he llegado a familiarizarme con todos y cada uno de los senderos que hay en estos bosques, en el siniestro desfiladero y en las escarpadas laderas de las montañas.
Con frecuencia soy enviado a hogares de campesi­nos, cazadores y pastores, para dar medicinas a los en­fermos o llevar consuelo a quienes más lo necesitan. El muy reverendo Superior me ha informado de que cuando reciba las sagradas órdenes habré también de llevar los sacramentos a los moribundos, ya que soy el más joven y vigoroso de los hermanos. En estas altitu­des, sucede en ocasiones que un cazador o un pastor se despeña, y después de varios días se le encuentra toda­vía con vida. El deber de todo sacerdote es justamente el de cumplir los ritos de nuestra santa religión junto al lecho del herido, de forma que nuestro bendito Salvador se, encuentre allí presente para recibir -el alma que regresa hasta El.
¡Espero que para poder merecer una gracia tan ele­vada, nuestro bienamado Santo logre conservar mi alma purificada de toda pasión y deseo terrenal!

1.007. Briece (Ambrose)

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