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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXV

Después de irse las jóvenes, guardé las vituallas que me trajeron; a continuación, armado con una corta y pun­tiaguda pala y un costal, me fui en busca de raíces de genciana. Crecían en abundancia, y la espalda comen­zó enseguida a dolerme de tanto agacharme a cavar la tierra, aunque segcon el trabajo, ya que deseaba mandarle al monasterio una buena remesa como prue­ba de mi celo y obediencia. Me había apartado bastan­te de mi cabaña, sin darme cuenta de la dirección que tomaba, cuando inesperadamente me encontré al bor­de de un precipicio tan profundo y horrible que retro­cedí lanzando un grito de terror. En el fondo de aquel abismo y a tanta distancia de mis pies que me mareaba el hecho de mirar hacia abajo para verlo, había un mi­núsculo lago circular, que parecía el ojo del diablo. En su orilla, cerca de un promontorio que se levantaba so­bre el agua, había una cabaña desde cuyo techo lleno de piedras surgía una delgada columna de humo azula­do. Alrededor de ella, en el suelo estrecho y estéril, pa­seaban unas pocas vacas y ovejas. ¡Qué lugar tan espan­toso para erigir una vivienda!
Aún miraba aterrado aquel agujero cuando volví a asustarme: ¡escuché con absoluta claridad una voz que llamaba a alguien por su nombre! El sonido pro­cedía de un lugar situado a mis espaldas y el nombre era dicho con una dulzura tan exquisita que me santi­güé inmediatamente a modo de protección contra las artimañas, maleficios y hechizos de las hadas. Volví a oír la voz y en aquel momento mi corazón latió con tanta violencia que casi me desmayé: ¡era la voz de Benedicta! ¡Benedicta en aquella terrible región y yo solo con ella!
Evidentemente, me es imprescindible tu ayuda, ve­nerable San Francisco, para que mis pasos no se des­víen del sendero trazado por los designios divinos.
Al darme la vuelta la vi. Saltaba de una roca en otra; miraba hacia atrás y pronunciaba un nombre que me era desconocido. Cuando descubrió que la estaba mi­rando se paró, inmóvil. Me acerqué a ella saludándola en nombre de la Santísima Virgen, a pesar de que, ¡que Dios me perdone!, las terribles emociones que me tras­tornaban casi me incapacitaban para poder realizar tan sagrada invocación.
¡Qué cambios parecían haberse operado en la des­graciada niña! Su hermoso rostro estaba tan pálido como el mármol; los grandes ojos, hundidos e infinita­mente tristes. Sólo en su preciosa cabellera no se veía la menor alteración, y le caía sobre los hombros como una cascada de hebras de oro. Permanecimos mirándo­nos mutuamente, callados por la sorpresa; entonces volví a hablarle:
-¿De modo que eres tú, Benedicta, la que vive en esa choza que hay junto al Lago Negro, al lado de las aguas del Averno? ¿Tu padre vive contigo?
No me contestó, pero sentí un estremecimiento en sus delicados labios, como le suele ocurrir a los niños cuando intentan sujetar el llanto. Repetí la pregunta:
-¿Tu padre vive contigo?
Me contestó en un susurro poco mayor que un sus­piro:
-Mi padre ha muerto.
Noté un agudo y repentino dolor en el mismo cen­tro de mi pecho, y por algunos segundos me sentí inca­paz de decir nada más, completamente desconcertado por la compasión. Benedicta había girado el rostro para esconder sus lágrimas y su delicada figura se con­vulsionaba con el llanto. No logré contenerme por más tiempo. Me acerqué, cogí su mano e, intentando rele­gar a lo más profundo de mi corazón cualquier deseo humano de dirigirme a ella con alguna expresión reli­giosa de consuelo, le dije:
-Hija mía, querida Benedicta, tu padre ya no está a tu lado, pero todavía tienes a otro Padre que te prote­gerá en todos y cada uno de los días de tu vida. En todo lo que tenga que ver con Su venerable voluntad, bon­dadosa y encantadora muchacha, te ayudaré a soportar tan terrible pena. Aquel por quien lloras no está perdi­do, se ha dirigido a la casa donde habita la misericor­dia, y Dios será benévolo con él.
A pesar de todo, mis palabras sólo consiguieron agudizar su ador-mecida tristeza. Se dejó caer al suelo y dio rienda suelta a su llanto, sollozando con tanta ve­hemencia que me alarmé sobremanera. ¡Ah, Madre de Misericordia!, ¿cómo podré superar el recuerdo de aquella angustia que sufrí al presenciar la tremenda desdicha que aniquilaba a tan hermosa e inocente cria­tura? Me agaché sobre ella y también mis lágrimas ca­yeron sobre sus dorados cabellos. Mi corazón me im­pulsaba a levantarla del suelo, pero mis músculos se negaban a obedecerme. Finalmente se serenó un poco y comenzó a hablar; lo hizo, a pesar de todo, más como si estuviese hablando consigo misma que conmigo:
-¡Ah, mi padre, mi pobre padre afligido! Sí, ha muerto... ellos lo mataron... hace mucho tiempo que murió de congoja. Mi hermosa madre también murió de tristeza... de pena y remordimiento por algún graví­simo pecado, no sé cuál, que mi padre le había perdona­do. Él sólo sabía ser compasivo y misericordioso. Había tanta ternura en su corazón que no era capaz de aplastar siquiera a un gusano o una cucaracha, y a pesar de ello se vio obligado a matar hombres. Su padre, y el padre de su padre pasaron la vida entera y murieron también en el Monte de los Ahorcados. Es una estirpe de verdugos cuya horrible herencia fue a recaer en mi padre: no tuvo elección. Esa gente sin corazón le obligó a ejercer la pro­fesión de sus antepasados. Muchas veces le oí decir que había tenido incluso la tentación de suicidarse, y estoy convencida de que lo habría hecho, de no ser por mí. No podía tolerar la idea de que muriese de hambre; pero fue forzado a ver cómo me humillaban y, final­mente, ¡oh, Santísima Virgen!, escarnecida en público por un delito del que era inocente.
Cuando Benedicta habló de la terrible injusticia con que había sido tratada, sus blancas mejillas se en­carnaron al recordar la ignominia sufrida, a pesar de que en su momento fue capaz de soportarla con un ánimo diferente, por cariño a su padre.
Mientras me contaba sus desdichas se fue incorpo­rando progre-sivamente, y después, conforme recupera­ba confianza en sus propias energías, terminó girando su hermoso rostro hacia mí. Pero en seguida cubrió su cara con el cabello y me habría dado la espalda de no ser porque se lo impedí suavemente mientras le hablaba con frases reconfortantes, a pesar de que Dios sabe que mi propio corazón estaba a punto de reventar, de tanta lástima como me inspiraba. Permitió que pasaran algu­nos segundos y después continuó:
-¡Ah, mi pobre padre siempre fue desgraciado! Ni siquiera se le permitió el consuelo de ver bautizada a su niña. Como hija de verdugo, a mis padres les estaba prohibido solicitar ese sacramento para mí; y nunca lo­graron encontrar un solo sacerdote dispuesto a bende­cirme en nombre de la Santísima Trinidad. Por ese mo­tivo me llamaron Benedicta, y me bendijeron ellos mismos un día tras otro.
»Tenía muy corta edad cuando murió mi bella ma­dre. Fue enterrada en tierra no consagrada. Como no podía elevarse hasta el Padre Celestial que vive en lo más alto, fue enviada al pozo de llamas del Infierno. Cuando agonizaba, mi padre fue a suplicarle al Reve­rendo Superior la gracia de un sacerdote que pudiese administrarle los últimos sacramentos. Pero su peti­ción fue rechazada. No apareció ningún sacerdote y mi desgraciado padre tuvo que cerrar él mismo. los ojos de mi madre, mientras se le cegaban los suyos con las lá­grimas de angustia que le arrancaba el terrible destino que le esperaba a la difunta.
»Tuvo que ser él mismo quien cavara la tumba, sin la menor ayuda. El único pedazo de tierra de que dis­ponía era aquel en que había enterrado a los ahorcados y excomulgados, y se vio obligado a depositar allí a mi madre, en tierra no consagrada. Ni siquiera se permitió que rezasen misas por su alma.
»Me acuerdo perfectamente que después de aquello mi querido padre me llevó ante la imagen de la Santísi­ma Virgen y me dijo que me arrodillara. Juntó mis pe­queñas manos y me enseñó a rezar por mi desdichada madre, que no había tenido a nadie que intercediera por ella ante el poderoso Juez de los Muertos. Desde aquel día he rezado por las mañanas y por las noches por el espíritu de ella, y ahora lo hago por el espíritu de mi padre también, cuya alma no fue preparada para enfrentar al Todopoderoso, y que por tanto no se en­cuentra con Dios, sino que arde en el fuego eterno.
»Durante su agonía, corrí a presentarme ante el su­perior, tal y como él había hecho con mi madre. Le su­pliqué de rodillas, le imploré llorando, le besé los pies, y también le habría besado la mano si no la hubiese retira­do. Pero lo único que hizo fue ordenarme que me fuera.
Conforme avanzaba en su relato, Benedicta impri­mía mayor énfasis a sus palabras. Se levantó y perma­neció en pie; echó hacia atrás su bella cabeza y levantó su mirada al cielo, como presentando aquellas ofensas a los elevados ángeles del Señor, mensajeros de su vo­luntad. Levantó sus brazos desnudos con un gesto enérgico y dotado de tanta gracia natural que me sentí sobrecogido de asombro; las palabras brotaban espon­táneamente de sus labios con una elocuencia que jamás le habría imaginado. No me atrevo a pensar que aque­llas palabras fuesen inspiradas desde lo alto, ya que, ¡que Dios nos perdone!, cada una de ellas era una de­nuncia soterrada de Él y de su Santa Iglesia y, a pesar de ello, ¡no me cabe la menor duda de que nunca habló de aquel modo ningún mortal cuyos labios no hubieran sido tocados por el espíritu de fuego del altar! Delante de aquella agraciada y sorprendente criatura me di cuenta con tanta claridad de mi propia falta de méri­tos, que probablemente me habría arrodillado ante Be­nedicta al encararla como una santa bienaventurada, de no ser porque inesperadamente ella puso fin a sus palabras de una forma tan patética que me hizo llorar de emoción.
-Las personas crueles le mataron -dijo intercalando el llanto entre sus palabras. Se apoderaron de mí, a quien él amaba. Me acusaron injustamente de un delito horrible. Me vistieron con unas ropas deshonrosas, de­positaron en mi cabeza una corona de paja y me colgaron del cuello una tablilla negra como símbolo de la infamia. Me escupieron y escarnecieron, obligando a mi padre a arrastrarme hasta la picota, donde fui atada y golpeada con látigos o y piedras. Eso acabó por destruir su grande y noble corazón; y con su muerte me dejó sola.

1.007. Briece (Ambrose)

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