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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXX

Esta mañana me acerqué al Lago Negro. Se trata, por cierto, de un lugar ominoso y maldito, propio para que vivan en él los condenados. ¡Y pensar que es allí donde vive esta pobre niña abandonada! Al acercarme a la ca­baña vi que el fuego ardía en la chimenea y que sobre él pendía una vasija. Benedicta se encontraba sentada en un taburete, contemplando las llamas. Un resplandor rojizo le iluminaba la cara y gruesas lágrimas le corrían por las mejillas.
Como no quería ser un testigo secreto de su tristeza, le hice notar mi presencia rápidamente y le hablé con la mayor dulzura posible. Se asustó, pero al ver quién era sonrió, y su rostro se enrojeció. Se levantó y se adelantó para darme la bienvenida; comencé a hablarle casi sin darme cuenta de lo que decía, intentando que recobrase la serenidad. Sin embargo, hablé como un hermano po­dría hacerlo con una hermana, con espíritu grave, por­que mi pecho estaba inundado de compasión.
-¡Oh, Benedicta! -exclamé. Puedo leer en tu co­razón, y veo que existe en él más amor por ese salvaje muchacho llamado Roque que por nuestro amado y santísimo Creador. Sé que eres capaz de soportar pa­cientemente infamias y humillaciones, tranquila con el pensamiento de que ese joven sabe que eres ino­cente. En ningún momento he albergado el propósi­to de condenarte, pues, ¿es que hay algo más santo y puro que el amor de una joven muchacha? Lo único que pretendo es alertarte e impedir que le entregues tu corazón a alguien tan indigno de tenerlo.
Escuchó mis palabras sin levantar su cabeza y sin hacer el menor comentario, aunque pude notar que suspiraba. Al ver que temblaba, continué:
-Benedicta, la pasión que inunda tu pecho podría llegar a acabar con tu vida presente y también con la venidera. Roque no es alguien dispuesto a casarse con­tigo ante Dios y ante los hombres. ¿Por qué no fue ca­paz de hacer frente a todos y salir en tu defensa cuando te acusaron injustamente?
-Él no estaba allí -contestó levantando su mirada hasta cruzarla con la mía-; se encontraba con su padre en Salzburgo. No supo nada de lo que había pasado hasta que se lo contaron.
¡Que Dios me perdone!, al escuchar aquellas pala­bras no me agradó que alguien excusara a Roque del grave pecado que le había imputado, y me quedé inde­ciso, con la cabeza gacha y en silencio.
-Pero Benedicta -proseguí, ¿crees que él aceptaría desposar a una doncella cuya honra ha sido mancillada en presencia de su propia familia y de sus vecinos? No; sin duda no te pretende con propósitos tan honora­bles. ¡Oh, mi querida joven!, confía en mí. ¿Es que no es verdad lo que digo?
Permaneció en silencio y no logré que dijese nada más. Se limitaba a temblar y suspirar; parecía como si fuese incapaz de articular palabra. Comprendí que era demasiado frágil como para resistir la tentación de amar al joven Roque; es más, noté que le había entrega­do ya por completo su corazón, y mi espíritu, entriste­cido, sintió compasión y pesadumbre... compasión por ella, y pesa-dumbre por mí mismo, porque acababa de comprender que mis fuerzas no estaban a la altura del mandato que se me había impuesto. Mi sufrimien­to era tal que casi no pude contener las lágrimas.
Salí de la choza, pero no volví a la mía. Paseé erran­te por las hechizadas orillas del Lago Negro, sin direc­ción alguna.
Al pensar amargamente en mi fracaso y al pedir a Dios que me diese fuerza y gracia mayores, me di cuen­ta de que me había convertido en un indigno discípulo del Señor, y en un deshonesto hijo de la Iglesia. Com­prendí mejor que nunca la naturaleza terrena y la índo­le pecadora de mi amor por la doncella. Percibí que, en vez de darle por completo mi corazón a Dios, me aga­rraba a un espejismo temporal y humano. Con una lu­cidez inusitada, me resultó claro que, mientras el amor por la dulce niña no se transformase en un cariño com­pletamente espiritual, purificado de cualquier sucia pasión, jamás podría recibir el orden sagrado, y tendría que conformarme con seguir siendo siempre un pobre monje pecador. Aquellas meditaciones me atormenta­ron profundamente: me entregué a la desesperación y me dejé caer en el suelo invocando a gritos a mi Salva­dor. Aquélla fue la mayor prueba de mi vida, y agarrán­dome a la Cruz exclamé: «¡Oh, Señor, sálvame! Me cie­ga una enorme pasión... ¡Sálvame, Señor, o moriré eternamente!»
Durante toda la noche luché y supliqué, debatién­dome contra los espíritus malignos que, establecidos en mi espíritu, me atormentaban con la tentación de renegar de mi amada Iglesia, de la que siempre he sido un hijo fiel.
«La iglesia», susurraban a mi oído, «ya tiene dema­siados servidores. Aún no te has atado definitivamente al celibato. No te resultaría difícil conseguir la dispensa de tus votos de monje; vivirías en las montañas como un laico más. Puedes aprender el oficio de pastor o ca­zador, y permanecer siempre al lado de la muchacha para protegerla, guiarla... y puede que llegado el mo­mento seas capaz de conquistar el amor que le ha en­tregado ahora a Roque, y convertirla en tu esposa».
Luché contra aquellas tentaciones con mis escasas energías y con toda la ayuda que mi venerado Santo me concedió en esa terrible prueba. La batalla fue larga y agónica, y constantemente, en medio de aquella región inhóspita donde mis gritos retumbaban entre las pie­dras, sentí el deseo de rendirme; sin embargo al amane­cer me sentí más tranquilo, y una vez más la calma se adueñó de mi corazón. Como si fuese un reflejo de mi estado interior, la luz del sol inundó las terribles gargan­tas de la montaña, exactamente en el lugar donde unos minutos atrás reinaban la oscuridad y la niebla. Refle­xioné sobre los sufrimientos y la pasión de nuestro Sal­vador, que entregó su vida para salvar al mundo, y con cristalino fervor le pedí al Cielo que me concediese el don de terminar mis días de un modo semejante, quizá con más humildad, aunque en mi caso fuese con la úni­ca intención de salvar, no al mundo, sino a esa criatura cuyo sufrimiento me angustiaba tanto: Benedicta.
¡Ojalá el Creador llegue a escuchar mis oraciones!

1.007. Briece (Ambrose)

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