El
número 2224 era un hombre de treinta y cinco años, sólidamente constituido. Su
rostro era franco y denotaba a un tiempo inteligencia y resignación; no la
resignación del bruto cuyo cerebro ha sido aniquilado por un trabajo
degradante, sino la aceptación reflexiva de una desgracia inevitable, en manera
alguna incompatible con la supervivencia de la energía interior, como lo
atestiguaba la firmeza de su mirada.
Estaba
acoplado a un viejo forzado, quien, más endurecido y más bestial, contrastaba
singularmente con él, y cuya frente deprimida no debía abrigar más que
pensamientos abyectos.
Las
parejas estaban izando entonces los mástiles de un navío reciente-mente botado,
y, con objeto de acompasar sus esfuerzos, cantaban la canción de la Viuda. La Viuda es la
guillotina, viuda de todos aquellos a quienes mata:
«Oh! Oh! Oh! Jean-Pierre, oh!
Fais toilette!
V'là! v'là l'barbier! oh!
Oh! Oh! Oh! Jean-Pierre, oh!
V'là la charrette!
Ah! ah! ah!
Faucher Colas!»
Fais toilette!
V'là! v'là l'barbier! oh!
Oh! Oh! Oh! Jean-Pierre, oh!
V'là la charrette!
Ah! ah! ah!
Faucher Colas!»
El señor
Bernardón aguardó pacientemente a que los trabajos fuesen interrumpidos. La
pareja que le interesaba se aprovechó del respiro para descansar. El más viejo
de los dos forzados se tendió cuan largo era sobre el suelo, y el más joven,
apoyándose sobre los brazos de un ancla, se quedó en pie.
El
marsellés se acercó a este último.
-Amigo
mío -le dijo, desearía hablarle.
Para
adelantarse hacia su interlocutor, el número 2224 tuvo que estirar la cadena,
cuyo movimiento sacó al viejo forzado de su somnolencia.
-¡Eh,
eh! -dijo. ¿Vas a quedarte quieto?
-Cállate,
Romano. Quiero hablar a este señor.
-¡Te
digo que no quiero!
-¡Vamos,
suelta un poco de tu cadena!
-No,
cojo la mitad que me corresponde.
-¡Romano...!
¡Romano! -gritó el número 2224, que comenzaba a sulfurarse.
-¡Pues
bien, juguémosla! -dijo Romano sacando del bolsillo una baraja grasienta.
-Bueno
-dijo el joven forzado.
La
cadena de los dos forzados estaba formada por dieciocho anillos de seis
pulgadas. Cada uno poseía, pues, nueve, y disponía, por tanto, de un radio
equivalente de libertad.
El
señor Bernardón se adelantó hacia Romano.
-Yo le
compro su parte de cadena.
-¿Y con
qué?
El
negociante sacó cinco francos de su bolsillo.
-¡Un
ojo de buey...! -exclamó el forzado. ¡No hay más que hablar!
Se
apoderó de la moneda, que desapareció no se sabe dónde, y luego, extendiendo
sus anillos, que había enrollado ante él, recobró su posición, acostándose en
el suelo.
-¿Qué
quiere usted de mí? -preguntó el número 2224 al marsellés.
Éste,
mirándole fijamente, dijo:
-Se
llama usted Juan Morenas, y fue condenado a veinte años de galeras por
homicidio y robo. En la actualidad, ha cumplido ya la mitad de su pena.
-Es
cierto -dijo Juan Morenas.
-Es
usted hijo de Juana Morenas, de la villa de Sainte Marie des Maures.
-¡Mi pobre
querida madre! -dijo el condenado tristemente. ¡No me hable usted de ella...!
¡Murió!
-Hace
nueve años -dijo el señor Bernardón.
-También
es verdad. ¿Quién, pues, es usted, caballero, para conocer tan bien mis
asuntos?
-¿Qué
le importa? -replicó el señor Bernardón. Lo esencial es lo que yo deseo hacer
en favor de usted. Escuche y tratemos de no prolongar demasiado nuestra
conversación. De aquí a dos días, prepárese para huir. Compre el silencio de su
compañero, prometiéndole cuanto sea necesario, que yo cumpliré mi promesa.
Cuando se halle usted dispuesto, recibirá las instrucciones necesarias. ¡Hasta
la vista!
El
marsellés prosiguió tranquilamente su inspección, dejando al forzado
estupefacto con lo que acababa de oír. Dio algunas vueltas por el Arsenal,
visitó diversos talleres y pronto llegó hasta donde se encontraba su carruaje,
cuyos caballos le llevaron al trote largo.
1.016. Verne (Julio)
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