Durante
algún tiempo, Juan Morenas permaneció inmóvil, estupefacto, ante el desenlace
de su inexplicable aventura. ¿Por qué, después de haberle ayudado en su fuga,
le abandonaba su protector? ¿Por qué, sobre todo, se había interesado aquel
desconocido en la suerte de un condenado al que nada designaba especialmente a
su atención? ¿Cómo, siquiera, se llamaba? Juan entonces se dio cuenta de que ni
siquiera se le había ocurrido preguntar el nombre de su salvador.
Si a
este olvido no había ya remedio, la cosa, en resumen, no importaba mucho. Más
pronto o más tarde se aclararía todo. Lo esencial era que se hallaba solo en un
camino desierto, con dinero en el bolsillo y con papeles corrientes, aspirando
a pleno pulmón el embriagador aire de la libertad.
Juan
Morenas se puso en marcha; se le había dicho que se dirigiese hacia Marsella y
eso hacía sin darse cuenta. Pero a los pocos pasos se detuvo.
Marsella,
la María Magdalena ,
Valparaíso en Chile, rehacerse una vida... ¡Todo eso eran tonterías! ¿Era acaso
por «rehacerse una vida» en lejanos países por lo que tan ardientemente había
anhelado la libertad...? ¡No, no! Durante su prolongado encarcelamiento no
había soñado más que con un país, Sainte Marie des Maures, y con un solo
ser en el mundo, María. El recuerdo del pueblo y el de María eran los que
habían hecho el presidio tan cruel y tan pesadas las cadenas. Y ahora,
¿partiría sin siquiera intentar volverlos a ver...? ¡No, preferible era volver
a someterse al látigo de los vigilantes!
Volver
a su pueblo, arrodillarse ante la tumba de su madre, y, sobre todo, ver de
nuevo a María. ¡Eso era lo que había que hacer! Cuando se encontrase en
presencia de la joven, encontraría el valor que en otro tiempo le faltara. Se
explicaría, hablaría, demostraría su inocencia. María no era una niña y tal vez
le amase ahora. En ese caso, sabría decidirla a que le siguiese. ¡Qué hermoso
porvenir se abriría entonces ante él! Si, por el contrario, no le amaba, ¡que
sucediera lo que sucediera, todo le daba igual!
Dejando
la carretera, Juan penetró por el primer sendero que cruzó en dirección hacia
el Norte. Pero pronto hizo alto de nuevo, llamado por la prudencia por el mismo
deseo de lograr buen éxito en la empresa. Conocía demasiado el país que
atravesaba, y que con tanta frecuencia había recorrido en su infancia, para
ignorar que no se hallaba lejano el punto al que quería llegar. En dos horas
podía estar en su pueblo, e importaba mucho no penetrar en él hasta que fuera
de noche, so pena de verse detenido al primer paso.
Quedóse,
pues, Juan en el campo, y no volvió a ponerse en camino hasta el crepúsculo,
después de un prolongado sueño y una comida en un ventorrillo.
Daban
las nueve y la oscuridad era profunda cuando llegó a las casas de su pueblo.
Deslizóse Juan por las callejuelas desiertas y silenciosas, sin ser visto por
nadie, hasta la posada del tío Sandro.
¿Cómo
introducirse en ella? ¿Por la puerta? De ningún modo. ¿No se encontraría,
dentro, con algún enemigo? Además, ¿continuaría perteneciendo la posada a
María? ¿Por qué no había de haber pasado a otras manos, después de tantos años?
Afortunadamente,
había un medio mejor y más seguro que la puerta para penetrar en la casa.
No es
raro que las casas provenzales posean salidas secretas, que permiten a sus
habitantes entrar y salir de incógnito. Salidas que fueron, sin duda,
imaginadas en el transcurso de las guerras de religión, de las que aquella
región fue sangriento teatro. Nada más natural que quienes vivían en esa época
buscasen trampas más o menos ingeniosas para escapar a la persecución de sus
enemigos, cuando llegase el caso.
El
secreto de la posada del tío Sandro, ignorado, indudablemente, por el
propietario, había sido descubierto casualmente por Juan y María en sus juegos
infantiles, y orgullosos de ser ellos los únicos en conocerlo, se habían
guardado de revelar a nadie su existencia. Cuando dejaron de ser niños, lo
olvidaron ellos a su vez, pero ahora Juan podía esperar encontrar en buen
estado el mecanismo que necesitaba utilizar.
El
secreto consistía en la movilidad del fondo de la chimenea del salón grande.
Esta chimenea, como casi todas, era inmensa, bastante ancha y profunda el
minúsculo hogar sólo ocupaba el centro para contener varias personas. El fondo
estaba hecho de dos placas de hierro paralelas, y separadas por un intervalo de
algunos decímetros. Esas dos placas eran móviles y podían girar levemente bajo
el impulso de un muelle, empujado de cierto modo. Era, pues, fácil para quien
poseyera el secreto, secreto, por otra parte, cuya existencia no podía sospecharse,
introducirse en el espacio que había entre las dos placas, y después, volviendo
a cerrar aquella que primero le había dejado pasar, entreabrir la segunda y
filtrarse al interior o salir al exterior, recíprocamente.
Juan
dio la vuelta a la casa, y pasando la mano por la superficie de la pared,
halló, sin gran trabajo, la placa exterior. Algunos minutos de pesquisas le
hicieron reconocer el muelle, que hizo jugar del modo conveniente.
Decididamente, nada había cambiado; el muelle obedeció, y la placa, con sordo
ruido, se separó, dejando libre el paso.
Introdújose
Juan por el hueco, y después de cerrarlo de nuevo, tomó aliento.
Convenía
obrar con extremada prudencia. Un rayo de luz se filtraba en el escondite por
las junturas de la placa interior, y un ruido de voces llegaba hasta allí del
salón. Aún no dormían en la posada. Antes de mostrarse, convenía saber quién
estaba allí.
Desgraciadamente,
Juan aplicó en vano los ojos en torno de la placa. Le fue imposible ver algo.
Cansado, se decidió a impulsar el muelle a todo evento...
En
aquel preciso momento, un gran estrépito se alzó en la sala; al principio fue
un grito desgarrador, un grito de agonía, seguido inmediatamente de una especie
de ronquido y resoplidos como de fuelles de fragua, como los lanzarían dos que
estuvieran luchando, y en seguida el golpe de un mueble derribado.
Tras un
corto instante de vacilación, Juan hizo jugar el resorte y giró la placa,
dejando al descubierto en toda su extensión la sala común de la posada.
En el
momento de ir a lanzarse, Juan retrocedió rápidamente bajo la protección de la
sombra que inundaba la chimenea y del humo de algunos sarmientos, aterrados por
el espectáculo que se ofreció a sus miradas.
1.016. Verne (Julio)
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