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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXI

Al dejar el monasterio con mi joven guía, observé que todo estaba tranquilo dentro de sus muros; la santa co­munidad dormía ensueño de la paz, que en los últimos tiempos parecía habérsele negado. Ya comenzaba a amanecer y, según ascendíamos por el sendero que lle­va hasta las montañas, algunos leves destellos dorados y escarlatas comenzaron a rodear las nubes de oriente. Mi joven compañero, que cargaba en sus hombros el saco de provisiones, abría la marcha. Yo le seguía con el hábito recogido hacia atrás, apoyándome en un grueso cayado, y provisto de una afilada punta de hierro con la que podría defenderme, llegado el caso, de cualquier bestia salvaje.
Mi guía era un muchacho joven, rubio y de ojos azules, y con una expresión en su rostro entre alegre y amistosa. Era obvio que le agradaba enormemente po­der trepar por sus colinas natales en dirección a las cumbres que teníamos por meta. Parecía como si no le molestase el peso de la carga que portaba, ya que su an­dar era ágil y airoso, y su paso firme y seguro. Saltaba por el escarpado y abrupto sendero como si fuese una cabra montesa.
El joven estaba bastante animado. Me contó histo­rias maravillosas acerca de duendes y fantasmas, brujas y hadas. Según parece, conocía perfecta-mente a estas úl­timas. Aseguró que aparecían vestidas con ropas res­plandecientes y que tenían un cabello brillante y alas muy bellas; una descripción que se ajustaba casi exacta­mente con la que hacían algunos Sacerdotes al hablar sobre el tema en sus libros. Cuando se sienten atraídas por alguien, son capaces de retener a esa persona bajo su encantamiento, sin que nadie sea capaz de romper el hechizo, ni siquiera la Santísima Virgen María. Aun así, yo creo que esto sólo se cumple en el caso de quienes se encuentran en pecado, y que los puros de corazón no tienen nada que temer de estas legendarias figuras.
Subimos y bajamos cerros, atravesamos bosques, pastos floridos y quebradas. Los ríos de la montaña que se deslizaban a través de los valles, violentos y encaja­dos en el seno de profundos barrancos, parecían contar las cosas sorprendentes con que se habían encontrado a su paso, y las extrañas aventuras que habían vivido en su itinerario. En las laderas de las colinas y en los bos­ques retumbaban sin descanso las múltiples voces de la naturaleza, convocando, susurrando, suspirando o profiriendo alabanzas al Creador de todas las cosas. Con frecuencia pasábamos frente a la cabaña de algún montañés, a cuyo lado jugaban desarrapados críos de cabello rubio. Al ver a personas extrañas escapaban asustados. Las mujeres, sin embargo, salían a nuestro encuentro cargando a sus hijos pequeños en brazos, y me pedían que las bendijera. Nos ofrecían leche, mantequilla, queso fresco y pan oscuro. Muchas veces veíamos a los hombres instalados ante sus cabañas, y dedicados a tallar en madera sobre todo imágenes de nuestro Redentor en la cruz. Las mandan después para ser vendidas en Munich y, según me han comentado, estos piadosos artesanos llegan a ganar mucho dinero y gozan también de indudable prestigio.
Finalmente alcanzamos las orillas de un lago, pero una neblina nos impidió la clara visión del paisaje. En­contramos un pequeño bote amarrado en el barranco; mi guía me dijo que subiera a él e inmediatamente tuve la impresión de que nos deslizábamos en medio del fir­mamento y de las nubes. Nunca había navegado y tuve el terrible presentimiento de que quizá podríamos naufragar y morir ahogados. Tan sólo se escuchaba el ruido del agua golpeando los costados de la embarca­ción. Mientras avanzábamos, veíamos en ocasiones al­gún objeto oscuro que flotaba en las aguas, aunque in­mediatamente desaparecía con la misma rapidez con que había surgido, y enseguida volvíamos a deslizarnos en medio de un espacio vacío. Como a veces la bruma se elevaba un poco, pude ver gigantescas rocas negras que sobresalían en el agua; también, no muy lejos de la orilla, vi gigantescos árboles medio sumergidos, con sus grandes ramas que semejaban los huesos de algún terri­ble esqueleto. El paisaje se hallaba tan repleto de cosas horribles que incluso mi joven guía permanecía callado, mientras sus ojos atentos intentaban constantemente taladrar la bruma en busca de posibles peligros.
Aquellos indicios me hicieron comprender que es­tábamos atravesando un terrible lago asolado por fan­tasmas y diablos, y en consecuencia le encomendé mi espíritu a Dios. El poder del Señor somete cualquier mal. En el momento en que terminé mi oración contra los espíritus del mal, se rasgó el velo de oscuridad, ¡y el sol brilló como una gigantesca rosa de fuego que cu­briese al mundo con áureos y vistosos ropajes!
Frente a ese glorioso ojo de Dios, las sombras se desvanecieron y no volvieron a acecharnos. La espesa niebla, transformada en una bruma leve y transparen­te, se entretuvo un poco más en las laderas de las mon­tañas, antes de desaparecer por completo. No quedó ni rastro de ella, excepto en las profundas grietas de los ce­rros. El lago parecía plata líquida; las montañas, bri­llantes, mostraban selvas parecidas a llamas de fuego. Mi corazón estaba embriagado de asombro y gratitud.
Mientras nuestro bote avanzaba, noté que el agua del lago colmaba una cuenca larga y angosta. A nuestra derecha los picos se levantaban hasta considerable altu­ra, con las crestas cubiertas de pinos, pero a la izquierda y enfrente había un lugar muy placentero en el que se levantaba una gran construcción. Era San Bartolomé, la residencia veraniega de mi Superior, el Padre Andrés.
Ese tranquilo vergel no era demasiado grande; ex­cepto en la zona que daba sobre el lago, se encontraba rodeado de promontorios que se levantaban en el aire hasta los mil pies de altura. Mucho más arriba, en la zona frontal de ese gigantesco muro, había una fértil pradera que brillaba como una enorme joya sobre el manto gris de la montaña. Mi joven acompañante me informó de que ése era el único lugar en toda la región donde crecían Edelweiss. Era, por lo tanto, el lugar exacto donde Benedicta había recogido aquellas mara­villosas flores que me había regalado mientras estaba de penitencia.
Contemplé aquel bello y terrible lugar con una mezcla de sentimientos que me resulta impo­sible describir. El guía, cuyo estado de ánimo encajaba con el jovial aspecto que en ese momento mostraba la naturaleza, gritaba y cantaba; pero yo, al notar que abrasadoras lágrimas brotaban de mis ojos y me co­rrían por las mejillas, escondí mi rostro en la capucha.

1.007. Briece (Ambrose)

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