Al dejar el monasterio con mi joven guía, observé
que todo estaba tranquilo dentro de sus muros; la santa comunidad dormía
ensueño de la paz, que en los últimos tiempos parecía habérsele negado. Ya
comenzaba a amanecer y, según ascendíamos por el sendero que lleva hasta las
montañas, algunos leves destellos dorados y escarlatas comenzaron a rodear las
nubes de oriente. Mi joven compañero, que cargaba en sus hombros el saco de
provisiones, abría la marcha. Yo le seguía con el hábito recogido hacia atrás,
apoyándome en un grueso caya do, y
provisto de una afilada punta de hierro con la que podría defenderme, llegado
el caso, de cualquier bestia salvaje.
Mi guía era un muchacho joven, rubio y de ojos
azules, y con una expresión en su rostro entre alegre y amistosa.
Era obvio que le agradaba enormemente poder trepar por sus colinas natales en
dirección a las cumbres que teníamos por meta. Parecía como si no le molestase
el peso de la carga que portaba, ya que su andar era ágil y airoso, y
su paso firme y seguro. Saltaba por el escarpado y abrupto sendero como si
fuese una cabra montesa.
El joven estaba bastante animado. Me contó historias
maravillosas acerca de duendes y fantasmas, brujas y hadas. Según parece,
conocía perfecta-mente a estas últimas. Aseguró que aparecían vestidas con
ropas resplandecientes y que tenían un cabello brillante y alas
muy bellas; una descripción que se ajustaba casi exactamente con la que hacían
algunos Sacerdotes al hablar sobre el tema en sus libros. Cuando se sienten
atraídas por alguien, son capaces de retener a esa persona bajo su
encantamiento, sin que nadie sea capaz de romper el hechizo, ni siquiera la Santísima Virgen
María. Aun así, yo creo que esto sólo se cumple en el caso de quienes se
encuentran en pecado, y que los puros de corazón no tienen nada que temer de
estas legendarias figuras.
Subimos y bajamos cerros, atravesamos bosques,
pastos floridos y quebradas. Los ríos de la montaña que se deslizaban a través
de los valles, violentos y encajados en el seno de profundos barrancos,
parecían contar las cosas sorprendentes con que se habían encontrado a su paso,
y las extrañas aventuras que habían vivido en su itinerario. En las laderas de
las colinas y en los bosques retumbaban sin descanso las múltiples voces de la
naturaleza, convocando, susurrando, suspirando o profiriendo alabanzas al
Creador de todas las cosas. Con frecuencia pasábamos frente a la cabaña de
algún montañés, a cuyo lado jugaban desarrapados críos de cabello rubio. Al ver
a personas extrañas escapaban asustados. Las mujeres, sin embargo, salían a
nuestro encuentro cargando a sus hijos pequeños en brazos, y me pedían que las
bendijera. Nos ofrecían leche, mantequilla, queso fresco y pan oscuro. Muchas
veces veíamos a los hombres instalados ante sus cabañas, y dedicados a tallar
en madera sobre todo imágenes de nuestro Redentor en la cruz. Las mandan
después para ser vendidas en Munich y, según me han comentado, estos piadosos
artesanos llegan a ganar mucho dinero y gozan también de indudable prestigio.
Finalmente alcanzamos las orillas de un lago, pero
una neblina nos impidió la clara visión del paisaje. Encontramos un pequeño
bote amarrado en el barranco; mi guía me dijo que subiera a él e inmediatamente
tuve la impresión de que nos deslizábamos en medio del firmamento y de
las nubes. Nunca había navegado y tuve el terrible presentimiento de que
quizá podríamos naufragar y morir ahogados. Tan sólo se escuchaba el ruido del
agua golpeando los costados de la embarcación. Mientras avanzábamos, veíamos
en ocasiones algún objeto oscuro que flotaba en las aguas, aunque inmediatamente
desaparecía con la misma rapidez con que había surgido, y enseguida volvíamos a
deslizarnos en medio de un espacio vacío. Como a veces la bruma se elevaba un
poco, pude ver gigantescas rocas negras que sobresalían en el agua; también, no
muy lejos de la orilla, vi gigantescos árboles medio sumergidos, con sus
grandes ramas que semejaban los huesos de algún terrible esqueleto. El paisaje
se hallaba tan repleto de cosas horribles que incluso mi joven guía permanecía
callado, mientras sus ojos atentos intentaban constantemente taladrar la bruma
en busca de posibles peligros.
Aquellos indicios me hicieron comprender que estábamos
atravesando un terrible lago asolado por fantasmas y diablos, y en
consecuencia le encomendé mi espíritu a Dios. El poder del Señor somete
cualquier mal. En el momento en que terminé mi oración contra los espíritus del
mal, se rasgó el velo de oscuridad, ¡y el sol brilló como una gigantesca rosa
de fuego que cubriese al mundo con áureos y vistosos ropajes!
Frente a ese glorioso ojo de Dios, las sombras se
desvanecieron y no volvieron a acecharnos. La espesa niebla, transformada en
una bruma leve y transparente, se entretuvo un poco más en las laderas de las
montañas, antes de desaparecer por completo. No quedó ni rastro de ella,
excepto en las profundas grietas de los cerros. El lago parecía plata líquida;
las montañas, brillantes, mostraban selvas parecidas a llamas de fuego. Mi
corazón estaba embriagado de asombro y gratitud.
Mientras nuestro bote avanzaba, noté que el agua del
lago colmaba una cuenca larga y angosta. A nuestra derecha los picos se
levantaban hasta considerable altura, con las crestas cubiertas de pinos, pero
a la izquierda y enfrente había un lugar muy placentero en el que se levantaba
una gran construcción. Era San Bartolomé, la residencia veraniega de mi
Superior, el Padre Andrés.
Ese tranquilo vergel no era demasiado grande; excepto
en la zona que daba sobre el lago, se encontraba rodeado de promontorios que se
levantaban en el aire hasta los mil pies de altura. Mucho más arriba, en la
zona frontal de ese gigantesco muro, había una fértil pradera que brillaba como
una enorme joya sobre el manto gris de la montaña. Mi joven acompañante me
informó de que ése era el único lugar en toda la región donde crecían Edelweiss. Era, por
lo tanto, el lugar exacto donde Benedicta había recogido aquellas maravillosas
flores que me había regalado mientras estaba de penitencia.
Contemplé aquel bello y terrible lugar con una
mezcla de sentimientos que me resulta imposible describir. El guía, cuyo
estado de ánimo encajaba con el jovial aspecto que en ese momento mostraba la
naturaleza, gritaba y cantaba; pero yo, al notar que abrasadoras lágrimas
brotaban de mis ojos y me corrían por las mejillas, escondí mi rostro en la
capucha.
1.007. Briece (Ambrose)
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