La posteridad ha descuidado a este
clásico de las letras norteamericanas que, en su tiempo, tuvo más renombre que
el mismo Poe. Hoy, después de muchos años de sobria fama en su patria y de un
par de imperceptibles tentativas de emigración a Francia, donde fue traducido
en 1937 y 1947 sin consecuencias memorables, su gloria reverdece.
En 1952 Alain Bosquet escribió de
él, y al final de una excelsa nómina de divos del humor negro -Swift, Sade,
Lichtenberger, Petrus Borel, Poe, Lewis Caroll, Villiers de l'Isle Adam,
Lautremont, Huysmans, Jarry... -puso esta frase: “Parece, sin embargo, que se
nos ha olvidado agregar en esta lista al más brillante, al más sistemático, al
más desconcertante de todos: Ambrose Bierce”. Después, dos nuevas ediciones de
sus cuentos traducidos por Jacques Papy -“su Baudelaire” desde hace más de
treinta años- otras dos del Diccionario -una con prólogo de Jean Cocteau- y la
publicación en “Planète” de algunas de sus fábulas y cuentos, abrieron el
camino a su conocimiento en el extranjero. Los antecedentes argentinos más
remotos de que tengamos noticia, son una biografía aparecida en “Caras y
Caretas” hace cuarenta años, y una entrevista imaginaria publicada en la misma
revista en 1937. Tuvieron que pasar otros veintiséis años para que alguien
volviera a ocuparse de él, cuando Rodolto Walsh tradujo para “Leoplán” algunos
de sus relatos. Este diccionario es por tanto, la primera de sus obras que el
público argentino tiene ocasión de leer.
El mismo Bierce contó la historia
de este libro en un breve prefacio que se reprodujo en la edición de 1935. Los
primeros aforismos sulfurosos de que se compone aparecieron en un semanario en
1881, y su publicación continuó en forma esporádica y con largos intervalos
hasta 1906.
Por entonces gran parte de la obra
ya se había editado como libro con el título de Diccionario del cínico, “nombre
-dice Bierce- que no tuve el poder de rechazar ni la alegría de aprobar”.
Fueron los escrúpulos religiosos de los directores del último periódico en que
apareció el trabajo la causa de ese título reprobado por el autor. El éxito
provocó un alud de “libros del cínico”, “la mayoría de ellos solamente
estúpidos, aunque algunos eran también tontos”. “Entre tanto, agrega Bierce,
algunos de los esforzados humoristas del país se habían servido en parte del
trabajo en la medida que convenía a sus necesidades, y muchas de sus
definiciones, anécdotas y frases se habían hecho más o menos corrientes en el
lenguaje popular. Esta explicación se ofrece no por orgullo de prioridad en
bagatelas, sino para prevenir posibles cargos de plagio, lo cual no es una
bagatela”.
El diccionario es la mejor carta de
presentación que pudo haberse elegido. Bierce ha reñido genéricamente con el
hombre y en este libro expone una por una las causas de su encono. Se muestra
en él como un eximio tocador de llagas, y la humanidad se le ofrece desnuda,
pletórica de pústulas, a este indefectible señalador de vicios, debilidades y
taras. Desde temprano tuvo motivos suficientes para sobrellevar el mundo como
un percance indeclinable, y en el transcurso de su vida no le fue difícil dar
con más razones para exteriorizar su pesimismo vital, contraído a despecho de
la admiración, de los halagos, de la gloria y también de los temores que suscitó
en un largo período de su existencia.
Es por lo menos improbable que
alguien o algo con radicación habitual en este planeta haya escapado a su
anotación chirriante. La vida, a través del cristal birciano, aparece
entenebrecida por el egoísmo, la mezquindad, la estupidez ilimitada y tantos
otros atributos afines que la naturaleza prodigó sin regateos al género humano.
Toda la obra de Bierce es el fruto
ácido de la desdicha, de una desdicha irreparable para la cual sólo hay dos
caminos: la facilidad del alarido o la maceración del sarcasmo. Pero su dolor
es demasiado hondo para tratarlo con la irrisoria terapia de la vociferación.
“Y es sin duda -anotó Jacques Stenberg- en las filigranas de las fábulas y de
las definiciones del diccionario donde el rostro de Ambrose Bierce aparece con
más claridad. No es el rostro de un hombre cruel y ebrio de venganza, sino el
de un hombre incurablemente desgraciado que bebe del cáliz hasta la hez con una
loable dignidad, sin proferir clamores de desesperación distinguida, sin duda
porque su desesperación era demasiado profunda como para no trocarse en leve
sonrisa, en murmullo, en sarcasmo”.
Desde la A hasta la Z , nuestro lexicógrafo flagela
con fría delectación los basamentos consagrados de la sociedad humana. En sus
mejores momentos, “en el apogeo de su aseo -para emplear la fórmula de otro
soberbio amargo- una rata parece habérsele infiltrado en el cerebro para soñar
en él”. ¿Cínico? Quizás, pero a su manera. Tomemos en cuenta que para él,
cínico es “un granuja que, en virtud de su visión defectuosa, no ve las cosas
como debieran ser, sino como son”.
Y también según él, las cosas son
así:
Amistad, s. Barco lo bastante grande
como para llevar a dos con buen tiempo, pero a uno solo en caso de tormenta.
Espalda, s. Parte del cuerpo de un
amigo que uno tiene el privilegio de contemplar en la adversidad.
Duelo, s. Ceremonia solemne previa
a la reconciliación de los enemigos. Para cumplirla satisfactoriamente, hace
falta gran habilidad; si se practica con torpeza, pueden sobrevenir las más
imprevistas y deplorables consecuencias. Hace mucho tiempo, un hombre perdió la
vida en un duelo.
Cerebro, s. Aparato con que pensamos
que pensamos. Lo que distingue al hombre contento con “ser” algo del que quiere
“hacer” algo. Un hombre de mucho dinero, o de posición prominente, tiene por lo
común tanto cerebro en la cabeza que sus vecinos no pueden conservar el
sombrero puesto. En nuestra civilización y bajo nuestra forma republicana de
gobierno, el cerebro es tan apreciado que se recompensa a quien lo posee
eximiéndolo de las preocupaciones del poder.
Y esto último, síntesis y clave del
trastrueque universal.
Blanco. Negro.
Advirtamos por fin que con
frecuencia el lector de este libro notará que el sulfuroso índice de que ya
hablamos se vuelve hacia él. En tal trance, una actitud plausible es mirar al
techo silbando bajito.
Otra posibilidad es detenerse a
pensar de buena fe. Esta alternativa aparentemente no preferible, puede
resultar de una amenidad salutífera.
HORACIO J. ACHAVAL
1.007. Briece (Ambrose)
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