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domingo, 19 de enero de 2014

El diccionario del diablo - Lexicografo del demonio

La posteridad ha descuidado a este clásico de las letras norteamericanas que, en su tiempo, tuvo más renombre que el mismo Poe. Hoy, después de muchos años de sobria fama en su patria y de un par de imperceptibles tentativas de emigración a Francia, donde fue traducido en 1937 y 1947 sin consecuencias memorables, su gloria reverdece.
En 1952 Alain Bosquet escribió de él, y al final de una excelsa nómina de divos del humor negro -Swift, Sade, Lichtenberger, Petrus Borel, Poe, Lewis Caroll, Villiers de l'Isle Adam, Lautremont, Huysmans, Jarry... -puso esta frase: “Parece, sin embargo, que se nos ha olvidado agregar en esta lista al más brillante, al más sistemático, al más desconcertante de todos: Ambrose Bierce”. Después, dos nuevas ediciones de sus cuentos traducidos por Jacques Papy -“su Baudelaire” desde hace más de treinta años- otras dos del Diccionario -una con prólogo de Jean Cocteau- y la publicación en “Planète” de algunas de sus fábulas y cuentos, abrieron el camino a su conocimiento en el extranjero. Los antecedentes argentinos más remotos de que tengamos noticia, son una biografía aparecida en “Caras y Caretas” hace cuarenta años, y una entrevista imaginaria publicada en la misma revista en 1937. Tuvieron que pasar otros veintiséis años para que alguien volviera a ocuparse de él, cuando Rodolto Walsh tradujo para “Leoplán” algunos de sus relatos. Este diccionario es por tanto, la primera de sus obras que el público argentino tiene ocasión de leer.
El mismo Bierce contó la historia de este libro en un breve prefacio que se reprodujo en la edición de 1935. Los primeros aforismos sulfurosos de que se compone aparecieron en un semanario en 1881, y su publicación continuó en forma esporádica y con largos intervalos hasta 1906.
Por entonces gran parte de la obra ya se había editado como libro con el título de Diccionario del cínico, “nombre -dice Bierce- que no tuve el poder de rechazar ni la alegría de aprobar”. Fueron los escrúpulos religiosos de los directores del último periódico en que apareció el trabajo la causa de ese título reprobado por el autor. El éxito provocó un alud de “libros del cínico”, “la mayoría de ellos solamente estúpidos, aunque algunos eran también tontos”. “Entre tanto, agrega Bierce, algunos de los esforzados humoristas del país se habían servido en parte del trabajo en la medida que convenía a sus necesidades, y muchas de sus definiciones, anécdotas y frases se habían hecho más o menos corrientes en el lenguaje popular. Esta explicación se ofrece no por orgullo de prioridad en bagatelas, sino para prevenir posibles cargos de plagio, lo cual no es una bagatela”.
El diccionario es la mejor carta de presentación que pudo haberse elegido. Bierce ha reñido genéricamente con el hombre y en este libro expone una por una las causas de su encono. Se muestra en él como un eximio tocador de llagas, y la humanidad se le ofrece desnuda, pletórica de pústulas, a este indefectible señalador de vicios, debilidades y taras. Desde temprano tuvo motivos suficientes para sobrellevar el mundo como un percance indeclinable, y en el transcurso de su vida no le fue difícil dar con más razones para exteriorizar su pesimismo vital, contraído a despecho de la admiración, de los halagos, de la gloria y también de los temores que suscitó en un largo período de su existencia.
Es por lo menos improbable que alguien o algo con radicación habitual en este planeta haya escapado a su anotación chirriante. La vida, a través del cristal birciano, aparece entenebrecida por el egoísmo, la mezquindad, la estupidez ilimitada y tantos otros atributos afines que la naturaleza prodigó sin regateos al género humano.
Toda la obra de Bierce es el fruto ácido de la desdicha, de una desdicha irreparable para la cual sólo hay dos caminos: la facilidad del alarido o la maceración del sarcasmo. Pero su dolor es demasiado hondo para tratarlo con la irrisoria terapia de la vociferación. “Y es sin duda -anotó Jacques Stenberg- en las filigranas de las fábulas y de las definiciones del diccionario donde el rostro de Ambrose Bierce aparece con más claridad. No es el rostro de un hombre cruel y ebrio de venganza, sino el de un hombre incurablemente desgraciado que bebe del cáliz hasta la hez con una loable dignidad, sin proferir clamores de desesperación distinguida, sin duda porque su desesperación era demasiado profunda como para no trocarse en leve sonrisa, en murmullo, en sarcasmo”.
Desde la A hasta la Z, nuestro lexicógrafo flagela con fría delectación los basamentos consagrados de la sociedad humana. En sus mejores momentos, “en el apogeo de su aseo -para emplear la fórmula de otro soberbio amargo- una rata parece habérsele infiltrado en el cerebro para soñar en él”. ¿Cínico? Quizás, pero a su manera. Tomemos en cuenta que para él, cínico es “un granuja que, en virtud de su visión defectuosa, no ve las cosas como debieran ser, sino como son”.
Y también según él, las cosas son así:

Amistad, s. Barco lo bastante grande como para llevar a dos con buen tiempo, pero a uno solo en caso de tormenta.
Espalda, s. Parte del cuerpo de un amigo que uno tiene el privilegio de contemplar en la adversidad.
Duelo, s. Ceremonia solemne previa a la reconciliación de los enemigos. Para cumplirla satisfactoriamente, hace falta gran habilidad; si se practica con torpeza, pueden sobrevenir las más imprevistas y deplorables consecuencias. Hace mucho tiempo, un hombre perdió la vida en un duelo.
Cerebro, s. Aparato con que pensamos que pensamos. Lo que distingue al hombre contento con “ser” algo del que quiere “hacer” algo. Un hombre de mucho dinero, o de posición prominente, tiene por lo común tanto cerebro en la cabeza que sus vecinos no pueden conservar el sombrero puesto. En nuestra civilización y bajo nuestra forma republicana de gobierno, el cerebro es tan apreciado que se recompensa a quien lo posee eximiéndolo de las preocupaciones del poder.
Y esto último, síntesis y clave del trastrueque universal.
Blanco. Negro.

Advirtamos por fin que con frecuencia el lector de este libro notará que el sulfuroso índice de que ya hablamos se vuelve hacia él. En tal trance, una actitud plausible es mirar al techo silbando bajito.
Otra posibilidad es detenerse a pensar de buena fe. Esta alternativa aparentemente no preferible, puede resultar de una amenidad salutífera.

HORACIO J. ACHAVAL

1.007. Briece (Ambrose)

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