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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XIII

Pero continuemos el relato.
Los muchachos lanzaron hojas secas al fuego; las llamas iluminaron la pradera lanzando resplandores rojizos al bosque. Entonces cogieron en brazos a las jó­venes de la aldea y comenzaron a hacerlas girar y bailar sin interrupción. ¡Santo Cielo, cómo danzaban, dando vueltas y lanzando sus sombreros al aire, saltando y le­vantando a las jóvenes del suelo como si las doncellas fuesen tan ligeras como plumas! ¡Al oírles gritar y aullar poseídos por todos los espíritus perversos, me dieron ganas de que apareciese una piara de cerdos, para que los demonios abandonasen a esos rudos humanos y se alojaran en las bestias de cuatro patas! Los muchachos estaban completamente hartos de cerveza oscura, cuya fuerza y acidez la transformaba en una bebida brutal.
No. pasó demasiado tiempo sin que se desatara la locura de la borrachera; se abalanzaron entonces unos sobre otros, a puñetazos y cuchilladas, dando la im­presión de encontrarse al borde del asesinato. Inespe­radamente, el hijo del Administrador, que estaba contemplando lo que ocurría, se lanzó en medio des los luchadores, tomó a dos por los cabellos e hizo chocar sus cabezas con tanta violencia que comenzó a manarles sangre por la nariz, y no me cupo la menor duda de que sus cráneos se habían aplastado igual que cáscaras de huevo; aunque probablemente estaban dotados con cabezas bien recias, porque cuando Roque los sol­tó no parecieron mostrarse muy doloridos por aquel castigo. Lanzando gritos y alaridos de energúmeno, Roque logró establecer la paz de una forma que a mí, pobre hormiga, me pareció incluso heroica. Comenzó nuevamente la música; los violines inundaron, el aire con su melodía, los caramillos proferían sus quejidos, y mientras los jóvenes, con las ropas hechas jirones y, sus rostros arañados y sangrantes, reiniciaban la danza como si no hubiese pasado nada. ¡Sin duda que estos mozalbetes llenarían de júbilo el corazón de un Bramarbás o. de un Holofernes!
Casi no me había recuperado del terror que me inspiró Roque, cuando tuve que enfrentar un miedo aún superior. Roque bailaba con una joven alta y bella que parecía ser la pareja adecuada para ese juvenil monarca. Saltaba con tanta agilidad y giraba de forma tan frené­tica, pero al mismo tiempo con tanto estilo, que todos los admiraban con asombro y agrado. En los labios de la muchacha relucía una sonrisa sensual y su rostro moreno exhibía una expresión de triunfo que parecía proclamar: «¡Fijaos, yo soy la dueña de su corazón!» Pero inesperadamente Roque la apartó de un empu­jón, como si estuviese enojado, y se abrió paso entre el círculo de bailarines, gritando a sus amigos:
-Voy a buscarme una compañera apropiada. ¿Quién se viene conmigo?
La joven alta, enfurecida por aquella ofensa, se quedó parada, mirándolo con una expresión diabóli­ca, mientras-sus ojos oscuros ardían como brasas infernales. Pero aquel despecho, divirtió aún más a los jóvenes borrachos, que prorrumpieron en atronadoras carcajadas.
Roque levantó una antorcha alrededor de su cabeza hasta que las brasas cayeron, como de una cascada. Gri­tó nuevamente: «¿Quién se viene conmigo?», y se adentró inmediatamente en el bosque. Los demás se hicieron también con antorchas y se precipitaron tras él, y enseguida sus voces resonaron lejanas en medio de la noche, mientras se perdían de vista. Aún miraba en la dirección en que habían desaparecido, cuando la doncella alta a quien Roque había ofendida se me acery me susurró algo al oído. Noté su cálido aliento en mi mejilla.
-Si tiene usted alguna consideración por la hija del verdugo, dése prisa y sálvela de ese maldito borracho: ¡No hay mujer que pueda resistírsele!
¡Dios es testigo de cómo me espantaron aquellas vehementes palabras! Sin dudar de su veracidad, y ansio­so por la seguridad de la muchacha, le pregunté:
-¿Qué puedo hacer para salvarla?
-Corra y avísela de lo que ocurre -replicó. Ella le hará caso a usted, monje.
-¡Pero ellos llegarán hasta ella antes que yo!
-Están borrachos, y no andan muy rápido. Ade­más, conozco un atajo para llegar antes a la cabaña del verdugo.
-¡Entonces dígame enseguida por dónde debo ir!
Se encaminó hacia los árboles y me hizo señas para que la siguiera. Inmediatamente nos encontramos en el bosque, rodeados por una oscuridad tan impenetra­ble que apenas lograba distinguir a mi guía, a pesar de lo cual ésta se desplazaba con pasos tan rápidos y fir­mes como si fuese pleno día. Podíamos distinguir a lo alto las antorchas de los jóvenes, señal que indicaba que se movían por el camino más largo que discurría por la ladera de la montaña. Pude escuchar sus salvajes alaridos, e inmediatamente sentí miedo por la niña. Llevábamos un tiempo caminando en silencio, dejan­do a los demás participantes de la fiesta atrás, cuando la guía comenzó a hablar consigo misma. Al principio no entendí una palabra, pero pronto mi oído captó ní­tidamente su apasionado monólogo.
Jamás la conseguirá! ¡Al infierno con la hija del verdugo! Todos la desprecian y la escupen a su paso. Esto es muy típico de él... no le importa lo que la gente diga o piense. Y como todos la odian, él la ama. Enci­ma ella tiene un rostro hermoso. ¡Bonito se lo voy a de­jar yo! ¡La marcaré con mis propias manos! Aunque fuese la hija del propio diablo, él no descansaría hasta tenerla. ¡Pero jamás la conseguirá!
Levantó los brazos y profirió bestiales carcajadas, capaces de estremecer a cualquiera. Pensé en los oscu­ros poderes que habitan en lo más profundo del cora­zón humano, a pesar de que, gracias a Dios, yo sé tan poco de ellos como un niño.
Finalmente alcanzamos el Monte de los Ahorcados, donde se encontraba la cabaña del verdugo. Después de descender un breve trecho, llegamos junto a su puerta.
-Es aquí -dijo mi guía, señalando la choza a través de cuyas ventanas podía verse la macilenta luz de una vela de sebo; vaya a advertirles. El verdugo se encuen­tra enfermo, y no está en condiciones de proteger a su hija, aunque quisiera. Lo mejor será que usted se la lle­ve de aquí. Condúzcala hasta el Alpfield en el Göll, donde está la casa de mi padre. Nunca la buscarían allí.
Y con aquellas palabras se marchó, desapareciendo nuevamente en la oscuridad.

1.007. Briece (Ambrose)

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