Juan
Morenas se esforzó por aparecer como el más tranquilo de los presos. Pero, a
pesar de sus esfuerzos, un observador atento hubiera quedado sorprendido a su
desacostumbrada agitación. El ansia de la libertad hacía latir apresuradamente
su corazón, y toda su voluntad era impotente para dominar su febril
impaciencia. ¡Cuán lejos se hallaba entonces aquella resignación superficial,
con la que durante diez años había tratado de acorazarse contra la desespera-ción!
Para
ocultar por algunos instantes su ausencia en la entrada de la noche, pensó
hacerse reemplazar por un camarada cerca de su compañero de cadena. Un forzado,
Calcetín, así llamado por un ligero anillo que los condenados de esta categoría
llevan en la pierna, a quien sólo pocos días quedaban de permanecer en
presidio, y que, como tal, estaba desaparejado, entró, por tres monedas de oro,
en los proyectos de Juan, y consintió en sujetar a su pie, por espacio de
algunos minutos, la cadena de éste cuando estuviese rota.
Un poco
después de las siete de la tarde, aprovechóse Juan de un descanso para aserrar
la cadena. Merced a la perfección de su lima, y a pesar de que la anilla era de
un temple especial, pronto pudo ver terminado este trabajo. Habiendo ocupado su
puesto el forzado Calcetín en el momento del reingreso en las habitaciones, él
se escondió tras una pila de maderos.
No
lejos de él, se hallaba una inmensa caldera destinada a un buque en
construcción, la cual ofrecía al fugitivo un asilo impe-netrable.
Aprovechándose éste de un instante propicio, deslizóse en ella sin ruido,
llevándose consigo un trozo de madero, que ahuecó precipitadamente en forma de
gorro, abriendo en él algunos agujeros. Después aguardó, con la vista y el oído
atentos, y los nervios en tensión.
Algunos
ayudantes erraban aún acá y allá...
Cayó la
noche por completo. El cielo, cargado de nubes, aumentaba la oscuridad,
favoreciendo a Juan Morenas. Al otro lado de la rada, la península de Saint
Madrier desaparecía en las tinieblas.
Cuando
el Arsenal quedó desierto, Juan salió de su escondite, y arrastrándose con
extrema prudencia, se dirigió hacia los estanques del carenero. Algunos
ayudantes erraban aún acá y allá. Juan hacía alto a menudo y se aplastaba
contra el suelo. Afortunadamente, había podido romper sus cadenas, lo que le
permitía moverse sin ruido.
Llegó,
por fin, a orillas del agua, sobre un muelle de la Dársena Nueva , no
lejos de la abertura que da acceso a la rada. Con la especie de gorro de madera
en la mano, se deslizó a lo largo de una cuerda, y se hundió bajo las olas.
Cuando
volvió a la superficie se cubrió prontamente la cabeza con aquel extraño
sombrero, desapareciendo así a todas las miradas. Los agujeros en él
practicados de antemano le permitían guiarse. Se le habría tomado por una boya
a la deriva.
De
pronto, resonó un cañonazo.
Es el
cierre del puerto, pensó Juan Morenas.
Un
segundo cañonazo y un tercero después siguieron al primero.
No
había posibilidad de equivocarse; era el cañón de alarma, y Juan comprendió que
su fuga estaba descubierta.
Evitando,
con cuidado, las proximidades de los buques y las cadenas de las anclas, se
adelantó por la pequeña rada del lado del polvorín de Millau. La mar estaba un
poco dura, pero el vigoroso nadador se sentía con bastantes fuerzas para
vencerla. Sus vestidos, que le estorbaban para la marcha, los abandonó a la
deriva, y sólo conservó la bolsa del dinero atada contra el pecho.
Llegó
sin haber encontrado obstáculo hasta el centro de la rada, y allí, apoyándose
sobre una de esas boyas de hierro llamadas cuerpos muertos, se quitó, con
precaución, el gorro que le protegía y tomó aliento.
-¡Uf!
-se dijo-. Este paseo no es más que una partida de placer al lado de lo que me
espera y de lo que tengo aún que hacer. En altamar ya no hay encuentros que
temer, pero hay que pasar la bocana, y por allí cruzan muchas embarcaciones que
van hacia la Torre Mayor
del Fuerte del Águila. Difícil será que pueda librarme de ellas... En espera de
ello, orientémonos, no vaya a ser que me meta tontamente en la boca del lobo.
Habiéndose
dado cuenta de su posición exacta, Juan volvió a nadar.
Hacíalo
con suma prudencia y muy lentamente, a fin de no dotar a la falsa boya de una
inverosímil velocidad.
Transcurrió
una media hora. A su juicio, debía hallarse ya cerca del paso, cuando hacia la
izquierda creyó percibir ruido de remos; se detuvo prestando atención.
-¡Eh!
-gritaron desde un bote. ¿Hay noticias?
-Nada
nuevo -respondieron desde otra embarcación, a la derecha del fugitivo.
-¡No
conseguiremos encontrarle!
-¿Pero
es seguro que se haya evadido por mar?
-¡Sin
ninguna duda! Se ha pescado su traje.
-Hay
bastante oscuridad para que pueda llevarnos hasta las Grandes Indias.
-¡Ánimo!
¡Boguemos de firme!
Separáronse
las embarcaciones. Tan pronto como se encontraron suficientemente alejadas,
Juan aventuró algunas brazadas vigorosas y enfiló rápidamente hacia la bocana.
A
medida que iba acercándose, multiplicábanse los gritos en torno suyo, pues las
embarcaciones que surcaban la rada habían de concentrar necesariamente su
vigilancia sobre aquel punto. Sin dejarse intimidar por el número de sus
enemigos, Juan continuaba nadando con todas sus fuerzas. Estaba resuelto a
dejarse ahogar antes que consentir volver a ser apresado y que los cazadores no
se apoderasen de él vivo.
Pronto la Torre Mayor y el
Fuerte del Águila se dibujaron ante sus ojos.
Varias
antorchas corrían sobre el dique y sobre la playa; las brigadas de gendarmería
estaban ya preparadas. El fugitivo disminuyó su marcha, dejándose llevar por
las olas y el viento del Oeste, que le impulsaban hacia el mar.
El
resplandor de una antorcha iluminó de repente las olas, y Juan pudo ver cuatro
embarcaciones que le rodeaban. No se movió, pues el menor movimiento podía
perderle.
-¡Ah...
del bote! -gritaron de una de las embarcaciones.
-¡Nada!
-¡En
marcha!
Juan
respiró; las embarcaciones iban a alejarse. ¡Ya era hora! No estaban a diez
brazas de él, y su proximidad le obligaba a nadar perpendicularmente.
-¡Mire!
¿Qué hay allí abajo? -gritó un marinero.
-¿Dónde?
-Aquel
punto negro que nada.
-No es
nada. Una boya a la deriva.
-¡Pues
bien, atrapémosla!
Juan se
dispuso a sumergirse; pero dejóse oír el silbato de un contramaestre.
-¡Boguemos,
boguemos! Tenemos que hacer algo más que pescar un trozo de madera... ¡Adelante
siempre...!
Los
remos golpearon el agua con gran ruido. El desgraciado recobró el valor. Su
astucia no había sido descubierta. Con la esperanza le volvieron las fuerzas y
se puso en ruta hacia el Fuerte del Águila, cuya masa sombría se alzaba ante
él.
De repente,
se vio sumido en profundas tinieblas. Un cuerpo opaco interceptaba a sus ojos
la vista del Fuerte. Era una de las embarcaciones, que, lanzada a toda
velocidad, chocó contra él. Al choque, uno de los marineros se inclinó sobre la
borda.
-Es una
boya -dijo a su vez.
El bote
emprendió de nuevo la marcha. Por desdicha, uno de los remos tropezó con la
falsa boya y le dio la vuelta. Antes de que el evadido hubiese podido pensar en
ocultarse y desaparecer, su cabeza rapada se había mostrado por encima del agua.
-¡Ya le
tenemos! -gritaron los marineros.
Juan se
dejó sumergir y mientras los silbatos llamaban por todas partes a las dispersas
embarcaciones, nadó entre dos aguas por el lado de la playa del Lazaret.
Alejábase de este modo del lugar de la cita, pues esta playa se hallaba situada
a la derecha, entrando en la gran rada, en tanto que el cabo Negro avanzaba por
su izquierda. Pero esperaba engañar a sus perseguidores, dirigiéndose del lado
menos propicio para su evasión.
Esto no
obstante, debía llegar al sitio designado por el marsellés. Juan Morenas, en
efecto, no tardó en volver sobre sus pasos. Las embarcaciones se cruzaban en
torno de él, siéndole preciso a cada instante bucear para no ser visto. Por
fin, sus hábiles maniobras lograron despistar a sus enemigos, y consiguió
alejarse en buena dirección.
¿No
sería ya demasiado tarde? Cansado por aquella larga lucha contra los hombres y
contra los elementos, Juan se sentía desfallecer e iba perdiendo sus fuerzas.
Muchas veces se cerraron sus ojos y su cabeza daba vueltas, como suele decirse;
muchas veces sus manos se extendieron sin fuerzas y sus pies, pesados, se iban
hacia el abismo...
¿Por
qué milagro consiguió llegar a tierra? Ni él mismo hubiera podido decirlo. Lo
cierto es que llegó. De pronto, sintió el suelo firme. Se enderezó, dio algunos
pasos inciertos, giró sobre sí mismo y volvió a caer desvanecido, pero fuera
del alcance de las olas.
Cuando
recobró los sentidos, un hombre estaba inclinado sobre él y aplicaba a sus
labios el gollete de una cantimplora que contenía aguardiente.
1.016. Verne (Julio)
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