Los lugareños pertenecen a una estirpe obstinada y
orgullosa. Me han asegu rado que una
crónica de la antigüedad afirma que estos asentamientos descienden de los
romanos, que en su época excavaron millares de túneles en estas montañas para
extraer de ellas la sal, algunas de cuyas minas siguen en pie. Desde la
ventana de mi celda puedo ver estas enormes montañas y los negros bosques que
las adornan, y que a la puesta de sol parecen antorchas encendidas sobre las
cimas recortadas contra el firmamento.
También me han dicho que los antepasados de estas
personas (posteriores a los romanos) eran todavía más obstinados que sus
actuales descendientes y se emperraron en la idolatría mucho después de que
todos sus vecinos le hubieran rendido definitiva pleitesía a la cruz de nuestro
Señor. Actualmente, sin embargo, inclinan sus rígidos cuellos ante el símbolo
sagrado y preparan sus corazones para recibir este ejemplo de verdad viva.
Aunque su cuerpo es realmente fornido, su espíritu goza con la humildad, y es
sumiso ante el Verbo. En ningún otro lugar las personas besan mi mano con tanto
fervor como aquí, a pesar de que aún no soy sacerdote, lo que demuestra el
poder y la victoria gloriosa de nuestra fe.
Físicamente son vigorosos y sus rasgos y talle
son en extremo hermosos, y especialmente en el caso de los muchachos. Incluso
los hombres mayores caminan erguidos y con un aire tan altivo como el de
cualquier monarca. Las mujeres lucen cabellos largos y dorados que peinan con
trenzas alrededor de la cabeza; y también les gusta adornarse con joyas.
Algunas poseen un brillo en sus pupilas que rivaliza con el fulgor de los rubíes
y granates que adornan sus blancos cuellos. Me han dicho que los jóvenes luchan
por sus parejas del mismo modo que los ciervos. ¡Ah, qué malvadas pasiones
anidan en los corazones de los hombres! Aunque como soy ignorante en estos
asuntos, y como nunca llegaré a sentir tan impías emociones, tampoco me es
lícito juzgar o condenar.
¡Ah, Señor, qué bendición es la paz con que has llenado
los espíritus de quienes han entregado sus vidas a Ti! Comprueba, oh Señor, que
en mi pecho no existe la menor alteración, y que todo presenta calma y
paz; como en el alma de ese crío que llama a su Padre. Ojalá todo
permanezca de ese modo por siempre jamás.
1.007. Briece (Ambrose)
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