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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. VII

Los lugareños pertenecen a una estirpe obstinada y or­gullosa. Me han asegurado que una crónica de la anti­güedad afirma que estos asentamientos descienden de los romanos, que en su época excavaron millares de tú­neles en estas montañas para extraer de ellas la sal, al­gunas de cuyas minas siguen en pie. Desde la ventana de mi celda puedo ver estas enormes montañas y los negros bosques que las adornan, y que a la puesta de sol parecen antorchas encendidas sobre las cimas recorta­das contra el firmamento.
También me han dicho que los antepasados de estas personas (posteriores a los romanos) eran todavía más obstinados que sus actuales descendientes y se empe­rraron en la idolatría mucho después de que todos sus vecinos le hubieran rendido definitiva pleitesía a la cruz de nuestro Señor. Actualmente, sin embargo, in­clinan sus rígidos cuellos ante el símbolo sagrado y pre­paran sus corazones para recibir este ejemplo de verdad viva. Aunque su cuerpo es realmente fornido, su espíri­tu goza con la humildad, y es sumiso ante el Verbo. En ningún otro lugar las personas besan mi mano con tan­to fervor como aquí, a pesar de que aún no soy sacerdo­te, lo que demuestra el poder y la victoria gloriosa de nuestra fe.
Físicamente son vigorosos y sus rasgos y talle son en extremo hermosos, y especialmente en el caso de los muchachos. Incluso los hombres mayores caminan er­guidos y con un aire tan altivo como el de cualquier monarca. Las mujeres lucen cabellos largos y dorados que peinan con trenzas alrededor de la cabeza; y tam­bién les gusta adornarse con joyas. Algunas poseen un brillo en sus pupilas que rivaliza con el fulgor de los ru­bíes y granates que adornan sus blancos cuellos. Me han dicho que los jóvenes luchan por sus parejas del mismo modo que los ciervos. ¡Ah, qué malvadas pasio­nes anidan en los corazones de los hombres! Aunque como soy ignorante en estos asuntos, y como nunca llegaré a sentir tan impías emociones, tampoco me es lícito juzgar o condenar.
¡Ah, Señor, qué bendición es la paz con que has lle­nado los espíritus de quienes han entregado sus vidas a Ti! Comprueba, oh Señor, que en mi pecho no existe la menor alteración, y que todo presenta calma y paz; como en el alma de ese crío que llama a su Padre. Ojalá todo permanezca de ese modo por siempre jamás.

1.007. Briece (Ambrose)

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