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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXXIV

Fui a ver a Benedicta.
-Benedicta -le dije, me voy de esta región..., debo abandonar las montañas..., y alejarme de tu lado.
Empalideció, aunque sin decir nada. Por un- mo­mento le embriagó la emoción, ya que me pareció como si se sofocara, y no fui capaz de continuar. Pero logré recobrarme.
-¡Pobre muchacha! ¿Qué va a ser de ti? Sé que tu amor por Roque es profundo, y el amor es como un torrente impetuoso al que nada logra detener. Tu única posibilidad de salvación es aferrarte a la cruz de nuestro Salvador. Prométeme que lo harás..., no dejes que me vaya anonadado por el sufrimiento.
-De modo que, ¿soy tan depravada? -me preguntó sin levantar la mirada del suelo. ¿Ni siquiera puede depositar su confianza en mí?
-¡Ah, Benedicta! El enemigo es muy poderoso, y tienes un traidor que abrirá los cerrojos de todas tus puertas en medio de la noche: tu corazón.
-Roque no me hará daño -susurró. No hay duda de que usted está siendo injusto con él.
Yo sabía sin embargo que no estaba siendo injusto, y por eso me preocupaba más todavía saber que el lobo utilizaría las estratagemas del zorro. Ante la sagrada pu­reza de la niña, las miserables pasiones de Roque aún no habían sido descubiertas. Pero yo sabía que habría de llegar el momento en que Benedicta necesitaría de todas sus fuerzas, y también sabía que en ese momento le fallarían. La cogí por el brazo y le pedí un juramento: que se arrojaría en medio del Lago Negro antes de ha­cerlo en los brazos de Roque. Pero se negó a contestar­me. Permaneció en silencio, mirándome fijamente, con unos ojos tan llenos de tristeza y censura que mis pensamientos se perdieron por los más sombríos de­rroteros. Entonces, volviéndole la espalda, me alejé de su lado.

1.007. Briece (Ambrose)

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