Juan
Morenas siguió con los ojos al señor Bernardón. Costábale trabajo el comprender
y darse cuenta de lo que le acontecía. ¿Cómo se explicaba que aquel hombre
conociera tan bien las diversas circunstancias de su vida?
Era ése
un problema insoluble. Sin embargo, comprendiera o no, era menester en todo
caso aceptar la oferta que se le hacía, y resolvió, por consiguiente,
prepararse para la fuga.
Ante
todo, se veía en la precisión de informar a su compañero del golpe que
meditaba. No había medio alguno de dispensarse de ello, ya que el lazo que los
encadenaba no podía romperse por el uno sin que el otro lo advirtiera. Tal vez
Romano quisiera aprovecharse de la ocasión, lo cual disminuiría las
probabilidades de éxito.
No
quedándole al viejo forzado más que dieciocho meses de cadena, Juan se esforzó
por demostrarle que, para tan poco como le quedaba, no debía exponerse a un
aumento de pena. Pero Romano, que olía dinero en todo aquel negocio, no quería
escuchar razones, y se resistía obstinadamente a prestarse a las combinaciones
de su camarada. Cuando éste, sin embargo, le habló de un millar de francos,
pagaderos en el acto, y de una suma igual que podría recibir el viejo a la
salida del presidio, Romano comenzó a estar convencido, accediendo a los deseos
de su camarada.
Arreglado
este punto, quedaba por decidir la manera de realizar la evasión. Lo esencial
era salir del puerto sin ser visto y escapar, por consiguiente, a las miradas
de los centinelas y celadores. Una vez en el campo, antes de que las brigadas
de gendarmes fuesen avisadas, sería fácil imponerse a los campesinos, y por lo
que hacía a aquellos a quienes podría alentar la esperanza de la prima que se
concede a quienes apresan a un evadido, no resistirían seguramente a la
tentación de embolsarse una suma superior.
Juan
Morenas resolvió evadirse durante la noche. A pesar de no hallarse condenado a
perpetuidad, no estaba alojado en uno de los viejos buques transformados en
presidios flotantes. Por excepción, habitaba en una de las prisiones situadas
en tierra firme. Salir de ella habría sido sumamente difícil. Siendo, por
tanto, preciso no entrar en ella por la noche. Hallándose, como se hallaba, la
rada casi desierta a aquella hora, no le sería, indudablemente, imposible el
atravesarla a nado, pues no podía, en efecto, pensar en salir del Arsenal a no
ser por mar. Una vez que llegase a tierra, correspondía a su protector acudir
en su ayuda.
Llevándole
sus reflexiones a contar con el incógnito, resolvió aguardar los consejos de
éste y saber en seguidas si serían ratificadas las promesas hechas a su
compañero. El tiempo transcurrió lentamente para lo que hubiera querido su
impaciencia.
Tan
sólo a los dos días fue cuando vio reaparecer a su amigo misterioso.
-¿Y
bien? -preguntó el señor Bernardón.
-Todo
está convenido, caballero, y ya que usted desea serme útil, puedo asegurarle
que todo marchará bien.
-¿Qué
necesita usted?
-He
prometido dos mil francos a mi compañero, mil a su salida de presidio...
-Los
tendrá, ¿qué más?
-Y mil
francos en el acto.
-Ahí
van -dijo el señor Bernardón entregando la suma pedida, que el viejo forzado hizo
desaparecer instantáneamente. He aquí dinero y una lima de las mejor templadas.
¿Le bastará esto para librarse de sus hierros?
-Sí, señor.
¿Dónde volveré a verle?
-En el
cabo Negro. Me hallará usted en la playa, en el fondo de la ensenada llamada
Port Mejean. ¿La conoce usted?
-Sí;
cuente conmigo.
-¿Cuándo
escapará usted?
-Esta
noche, a nado.
-¿Es
usted buen nadador?
-De
primera categoría.
-Mejor
que mejor. Hasta la noche, pues.
-Hasta
la noche.
El
señor Bernardón se separó de los dos forzados, que volvieron al trabajo. Sin
ocuparse más de ellos, el marsellés continuó durante largo tiempo su paseo,
interrogando a unos y otros, y salió, por fin, del Arsenal sin haberse hecho
notar de modo alguno.
1.016. Verne (Julio)
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