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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. II

El primer día de mayo del año de nuestro Señor de 1680, los monjes franciscanos Egidio, Romano y Am­brosio fueron mandados por su Superior desde la ciudad cristiana de Passau hasta el Monasterio de Berchtesga­den, en los alrededores de Salzburgo. Yo, Ambrosio, era entonces el más joven y fuerte de ellos, ya que sólo tenía veintiún años.
Sabíamos que el monasterio de Berchtesgaden se encontraba en una comarca agreste y montañosa, cu­bierta de oscuros bosques infestados de osos y espíritus perversos, y nuestros corazones se hallaban llenos de pesadumbre al pensar qué podría ocurrirnos en un lu­gar tan horrible. No obstante, como es un deber cris­tiano ofrecer el sacrificio de nuestra obediencia a la Iglesia, no protestamos, e incluso nos sentimos alegres de acatar de esta forma el deseo de nuestro reverendo Superior.
Después de recibir la bendición y de rezar por últi­ma vez en la iglesia de nuestro Santo, cerramos nues­tras capuchas, nos calzamos sandalias nuevas e inicia­mos nuestra marcha acompañados por las bendiciones de todos. A pesar de que el trayecto era largo y peligro­so, no perdimos la esperanza, ya que ésta es en el fondo el principio y fin de toda religión, y además una carac­terística de la juventud, que también sirve de apoyo en la vejez. Por ese motivo, nuestros corazones superaron enseguida la tristeza de la partida y se alegraron con los nuevos y diversos paisajes que nos ofrecía nuestro pri­mer contacto verdadero con la hermosura de la tierra, tal y como Dios la creó. El colorido y el brillo de la at­mósfera recordaban al manto de la Santísima Virgen: el sol resplandecía como el Áureo Corazón del Salva­dor, del que brota luz y vida para la humanidad entera. La bóveda azul oscura que se desplegaba en las alturas formaba, también, un precioso oratorio en el que cada hoja de hierba, cada flor y cada criatura ensalzaba la gloria de Dios.
Mientras atravesábamos las múltiples aldeas y ciu­dades que se escalonaban a lo largo de nuestra travesía, miles de personas atareadas en todos los trabajos de la vida cotidiana nos ofrecían a nosotros, pobres monjes, un espectáculo nuevo e insólito que nos llenaba de asombro y admiración. Muchas iglesias se nos presen­taban conforme avanzábamos en nuestro itinerario, y la caridad y el fervor popular se ponía de manifiesto en el júbilo con que éramos acogidos y en la velocidad con que satisfacían cualquier necesidad que manifestára­mos, haciendo que nuestros corazones se encontrasen plenos de gratitud y alborozo. Todos los emplazamien­tos de la Iglesia eran prósperos y opulentos, lo que de­mostraba que eran vistos con buenos ojos, y protegidos por el buen Dios a quien servimos. Los huertos y jardi­nes de monasterios y conventos estaban muy bien cul­tivados, mostrando así la habilidad y dedicación de los piadosos campesinos y de los honrados habitantes de los claustros. Era una gloria poder escuchar el repique de las campanas que anunciaban cada hora del día, y los dulces tañidos parecían las voces de ángeles que en­tonasen alabanzas al Señor.
Allí donde llegábamos, saludábamos a las personas en nombre de nuestro santo superior. Encontrábamos todos los ejemplos imaginables de humildad y alegría; mujeres y niños se echaban a la vera del camino y se apelotonaban a nuestro alrededor para besarnos las manos y pedirnos que les bendijéramos. Casi podría decirse que ya no éramos los humildes esclavos del Se­ñor, sino los amos y señores de toda aquella hermosa tierra. Pero que no se arraigue la soberbia en nuestro espíritu; debemos conservar la modestia para no des­viarnos de las reglas de nuestra Orden, ni pecar tampo­co contra nuestro bienaventurado Santo.
Yo, el hermano Ambrosio, debo confesar con ver­güenza y remor-dimiento, que mi alma se dejó arrastrar con demasiada frecuencia por pensamientos muchas ve­ces mundanos y pecaminosos. Me parecía que las muje­res se empeñaban con mayor afán en besar mis manos que las de mis hermanos, lo que sin duda no era cierto, ya que no soy en absoluto más santo que ellos y, además, soy más joven y menos experto en el temor y los manda­mientos del Señor. Cuando percibí el error en que incu­rrían las mujeres y noté la forma en que las doncellas fija­ban en mí sus ojos, me sentí aterrado y me pregunté si estaría en condiciones de mantenerme indemne en caso de que me llegara la tentación; y con frecuencia pensé, tembloroso y asustado, que los votos, las oraciones y la penitencia no bastan en sí mismos para convertirlo a uno en santo; es necesario tener un corazón cuya pureza sea tanta que ignore la tentación. ¡Infeliz de mí!
Al caer la noche siempre nos alojábamos en algún monasterio, e invariablemente éramos calurosamente recibidos. Nos daban comida y bebida en abundancia, y al sentarnos a la mesa, los monjes acostumbraban a reunirse alrededor de nosotros pidiéndonos noticias de ese inmenso mundo que teníamos el privilegio de haber visto y conocido tanto. Cuando conocían cuál era nuestro destino, normalmente nos compadecían, por haber sido condenados a vivir en aquella inhóspita región montañosa. Nos hablaban de glaciares, monta­ñas coronadas de nieve y gigantescos promontorios, torrentes impetuosos, cuevas y tenebrosas selvas; asi­mismo, solían hacer referencia a un lago tan terrible y misterioso que no tenía igual en el mundo. ¡Que Dios se apiade de nosotros!
Al quinto día de nuestro viaje, cuando nos encon­trábamos un poco más allá de Salzburgo, pudimos contemplar un extraño y ominoso espectáculo. Sobre el horizonte, justamente frente a nosotros, se levantaba un enorme banco de nubes, con infinidad de puntos grises y manchas aún más oscuras, y arriba, en medio de esas nubes y del cielo azul, aparecía como un segun­do firmamento de blancura inmaculada. Aquel paisaje nos intrigó y alarmó considerable-mente. Las nubes permanecían estáticas; las miramos durante horas y no logramos advertir el menor cambio. Después, aquella misma tarde, cuando el sol desaparecía en poniente, las nubes comenzaron a brillar de forma resplan-deciente. ¡Brillaban y refulgían de forma asombrosa, dando en ocasiones la impresión de haberse incendiado!
Nadie puede imaginar nuestro desconcierto al ver que lo que habíamos tomado por nubes eran única­mente tierra y rocas. Es más, estábamos en presencia de las montañas de que tanto nos habían hablado, y aquel extraño firmamento blanco era en realidad las nevadas cumbres de la cordillera, que, tal y como afirman los luteranos, les es posible mover con su fe. Aunque yo lo dudo mucho.

1.007. Briece (Ambrose)

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