Mi reverendo Superior, el padre Andrés, me ha llamado
de nuevo a su presencia.
-Tu recuperación ha sido milagrosa -me dijo. Me
gustaría que fueses digno de tan elevada merced y que preparases tu alma para
la inmensa bendición que has de recibir. He decidido, hijo mío, que te alejarás
temporalmente de nosotros y vivirás aislado en la soledad de las montañas, con
la doble finalidad de que te recuperes físicamente, y al mismo tiempo de que
adquieras una visión correcta de la realidad en tu corazón. Examínate con
absoluta rigidez, cuando te encuentres lejos de cualquier distracción, y
comprenderás, estoy seguro, el tamaño de tu error. Pide que una luz divina
ilumine tus pasos para que te sea concedido el avanzar en línea recta en tu
servicio al Señor como apóstol y como sacerdote, ajeno a las bajas pasiones y
deseos mundanos.
No tuve la osadía de replicar. Me sometí a la voluntad
de Su Ilustrísima sin una palabra en contra, ya que obedecer es también una
regla de nuestra Orden. No me inspiraba el menor temor la comarca inhóspita, a
pesar de que había oído decir que estaba repleta de bestias salvajes y
espíritus perversos. Su Reverencia no se equivoca: estar un tiempo solo será
para mí como un período de prueba, purificación y restablecimiento, que tanto
necesito en estos momentos. Hasta ahora únicamente me he movido por los
senderos del pecado, ya que en mis confesiones me reservo muchas cosas. No
actué así por miedo al castigo, sino porque me es imposible mencionar el
nombre de la joven ante otro que no sea mi venerado San Francisco, el único
capaz de entenderme. Noto que me observa con benevolencia desde el Cielo y se
preocupa por mi pesadumbre. Sea cual sea la falta que quizá exista en la
compasión que me inspira esta inocente y perseguida doncella, estoy convencido
de que San Francisco la perdona bondadosamente por amor a nuestro bendito
Salvador, que también enfrentó congojas y conspiraciones.
Una de mis obligaciones en las montañas será la de
recoger algunas raíces y mandarlas al monasterio. Con esas hierbas los frailes
destilan un licor que ya se ha hecho famoso en toda la región, y cuya celebridad
ha llegado incluso hasta la lejana ciudad de Munich.
La bebida es tan fuerte y tan llena de especias que,
al beberla, se siente tanto calor en la garganta como si se hubiese devorado
una llama del infierno; a pesar de ello, es apreciada en todas partes por su
valor medicinal, ya que se utiliza como remedio de infinidad de dolencias y
enfermedades; además, se afirma también que es beneficiosa para la salud del
alma, aunque debo añadir que, allí donde no se puede obtener el licor, una
vida devota puede conseguir el mismo resultado. En cualquier caso, la venta de
este licor es la principal fuente de ingresos que tiene el monasterio.
El ingrediente principal de la bebida es la raíz de
una planta alpina conocida como genciana, que crece a gran profundidad
en las laderas de las montañas. Durante los meses de julio
y agosto, los frailes recogen estas raíces y las secan junto al
fuego en las chozas de las montañas; entonces las preparan y las mandan al
monasterio. Los frailes son los únicos que tienen derecho a recoger estas
raíces, y también a guardar celosamente secreto el procedimiento con el que se
confecciona el licor.
Ya que debo vivir durante algún tiempo en estas tierras
elevadas, el Superior me ha dicho que de vez en cuanto, y siempre que me sienta
con fuerzas para ello, recoja estas raíces. Un joven siervo del monasterio me
conducirá hasta mi solitaria morada, cargará mis provisiones y volverá inmediatamente.
Vendrá una vez por semana a reabastecerme, y de paso a llevarse las raíces que
haya ido reuniendo en ese tiempo.
No han demorado mucho en mandarme al lugar donde
debo cumplir mi penitencia. Esta misma noche me he despedido de mi reverendo Superior;
de vuelta a mi celda empaqueté mis libros de oración, la Imag en
del Cordero de Dios, y la Vida y Obra de San Francisco. Tampoco
he olvidado los utensilios para escribir, indispensables para poder continuar
mi diario. De este modo, y una vez acabados los preparativos necesarios,
fortalecí mi alma con una oración y ya me encuentro preparado para enfrentar
cualquier cosa que me depare el destino, incluido el encuentro con animales
salvajes o demonios.
Venerable Santo, perdona la tristeza que siento al
marcharme sin haber podido ver a Benedicta o sin haberme enterado siquiera de
qué ha pasado con ella desde aquel terrible día. Tú sabes ¡oh benévolo Santo
mío!, porque lo confieso con humildad, que ansío poder llegar al Monte de los
Ahorcados, aunque sólo sea para echar un vistazo a la cabaña en la que vive la
más buena y hermosa de las mujeres. ¡No seas demasiado severo al juzgar, te lo
suplico, venerable Santo, la debilidad de mi descarriado corazón de hombre!
1.007. Briece (Ambrose)
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