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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XX

Mi reverendo Superior, el padre Andrés, me ha llama­do de nuevo a su presencia.
-Tu recuperación ha sido milagrosa -me dijo. Me gustaría que fueses digno de tan elevada merced y que preparases tu alma para la inmensa bendición que has de recibir. He decidido, hijo mío, que te alejarás tem­poralmente de nosotros y vivirás aislado en la soledad de las montañas, con la doble finalidad de que te recu­peres físicamente, y al mismo tiempo de que adquieras una visión correcta de la realidad en tu corazón. Exa­mínate con absoluta rigidez, cuando te encuentres le­jos de cualquier distracción, y comprenderás, estoy se­guro, el tamaño de tu error. Pide que una luz divina ilumine tus pasos para que te sea concedido el avanzar en línea recta en tu servicio al Señor como apóstol y como sacerdote, ajeno a las bajas pasiones y deseos mundanos.
No tuve la osadía de replicar. Me sometí a la volun­tad de Su Ilustrísima sin una palabra en contra, ya que obedecer es también una regla de nuestra Orden. No me inspiraba el menor temor la comarca inhóspita, a pesar de que había oído decir que estaba repleta de bes­tias salvajes y espíritus perversos. Su Reverencia no se equivoca: estar un tiempo solo será para mí como un período de prueba, purificación y restablecimiento, que tanto necesito en estos momentos. Hasta ahora única­mente me he movido por los senderos del pecado, ya que en mis confesiones me reservo muchas cosas. No actué así por miedo al castigo, sino porque me es impo­sible mencionar el nombre de la joven ante otro que no sea mi venerado San Francisco, el único capaz de enten­derme. Noto que me observa con benevolencia desde el Cielo y se preocupa por mi pesadumbre. Sea cual sea la falta que quizá exista en la compasión que me inspira esta inocente y perseguida doncella, estoy convencido de que San Francisco la perdona bondadosamente por amor a nuestro bendito Salvador, que también enfrentó congojas y conspiraciones.
Una de mis obligaciones en las montañas será la de recoger algunas raíces y mandarlas al monasterio. Con esas hierbas los frailes destilan un licor que ya se ha hecho famoso en toda la región, y cuya celebridad ha llegado incluso hasta la lejana ciudad de Munich.
La bebida es tan fuerte y tan llena de especias que, al beberla, se siente tanto calor en la garganta como si se hubiese devorado una llama del infierno; a pesar de ello, es apreciada en todas partes por su valor medici­nal, ya que se utiliza como remedio de infinidad de dolencias y enfermedades; además, se afirma también que es beneficiosa para la salud del alma, aunque debo añadir que, allí donde no se puede obtener el li­cor, una vida devota puede conseguir el mismo resul­tado. En cualquier caso, la venta de este licor es la principal fuente de ingresos que tiene el monasterio.
El ingrediente principal de la bebida es la raíz de una planta alpina conocida como genciana, que crece a gran profundidad en las laderas de las montañas. Durante los meses de julio y agosto, los frailes recogen estas raíces y las secan junto al fuego en las chozas de las montañas; entonces las preparan y las mandan al monasterio. Los frailes son los únicos que tienen derecho a recoger estas raíces, y también a guardar celosamente secreto el pro­cedimiento con el que se confecciona el licor.
Ya que debo vivir durante algún tiempo en estas tie­rras elevadas, el Superior me ha dicho que de vez en cuanto, y siempre que me sienta con fuerzas para ello, recoja estas raíces. Un joven siervo del monasterio me conducirá hasta mi solitaria morada, cargará mis pro­visiones y volverá inmediatamente. Vendrá una vez por semana a reabastecerme, y de paso a llevarse las raíces que haya ido reuniendo en ese tiempo.
No han demorado mucho en mandarme al lugar donde debo cumplir mi penitencia. Esta misma noche me he despedido de mi reverendo Superior; de vuelta a mi celda empaqueté mis libros de oración, la Imagen del Cordero de Dios, y la Vida y Obra de San Francisco. Tam­poco he olvidado los utensilios para escribir, indispensa­bles para poder continuar mi diario. De este modo, y una vez acabados los preparativos necesarios, fortalecí mi alma con una oración y ya me encuentro preparado para enfrentar cualquier cosa que me depare el destino, in­cluido el encuentro con animales salvajes o demonios.
Venerable Santo, perdona la tristeza que siento al marcharme sin haber podido ver a Benedicta o sin ha­berme enterado siquiera de qué ha pasado con ella des­de aquel terrible día. Tú sabes ¡oh benévolo Santo mío!, porque lo confieso con humildad, que ansío po­der llegar al Monte de los Ahorcados, aunque sólo sea para echar un vistazo a la cabaña en la que vive la más buena y hermosa de las mujeres. ¡No seas demasiado severo al juzgar, te lo suplico, venerable Santo, la debi­lidad de mi descarriado corazón de hombre!

1.007. Briece (Ambrose)

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