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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. VIII

He vuelto a ver a la hermosa hija del verdugo. Cuando los repiques de las campanas convocaban a misa, la en­contré frente a la iglesia del monasterio. Yo había perma­necido junto a la cama de un enfermo, y acababa de vol­ver; y ya que mis pensamientos me estaban produciendo un estado de ánimo melancólico, la visión de la joven me resultó agradable. Me hubiese gustado saludarla, pero tenía su mirada fija en el suelo y no advirtió mi pre­sencia. La plaza frente a la Iglesia estaba repleta de gente; hombres y muchachos se encontraban a un lado, mien­tras que las mujeres y muchachas mostraban sus altos sombreros y sus collares de oro. Estaban muy apretados pero, cuando la pobre joven se acercó, se apartaron hacia un lado, murmurando y mirándola de lado como si fue­se una leprosa maldita y temiesen contaminarse.
Mi pecho se llenó de compasión y me invitó a se­guirla; cuando finalmente la alcancé, le dije en voz alta:
-Que Dios te bendiga, Benedicta.
Se sobresaltó como si se hubiese asustado; después levantó la mirada y me reconoció; pareció asombrarse, su rostro se enrojeció una y otra vez, y finalmente incli­nó la cabeza en silencio.
-Tienes miedo de hablarme? -le pregunté.
No me contestó. Le hablé de nuevo:
-Obra correctamente, obedece al Señor y no tengas miedo de nadie; así lograrás la salvación.
Por toda respuesta exhaló un profundo suspiro y re­plicó con voz apenas audible:
-Se lo agradezco, su señoría.
-No soy ninguna señoría, Benedicta; soy única­mente el humilde servidor de ese Dios bueno y bonda­doso, y Padre de todos Sus hijos, por insignificante que sea su condición. Pídele a Él cuando tu corazón se en­cuentre angustiado, y Él estará a tu lado.
Mientras le decía estas palabras, levantó su cabeza y me observó como un niño triste a quien consolara su madre. Mientras le hablaba, y movido por la gran compasión que albergaba mi pecho, la acompañé en presencia de todo el pueblo hasta que entramos juntos en la iglesia.
¡Pero te pido, amado Francisco, que perdones el pe­cado que cometí después durante el santo sacramento! Mientras el sacerdote Andrés recitaba las solemnes fór­mulas de la misa, mis ojos se desviaban constantemen­te hacia el rincón donde la pobre joven, sola y abando­nada, permanecía arrodillada; en el lugar destinado exclusivamente- para ella y para su padre. Me dio la im­presión de que rezaba con auténtico fervor, sin duda porque tú la iluminaste con la aureola de tu bondad, ya que gracias a tu amor a los hombres te convertiste en un santo varón, y llevaste ante el Trono de la Gracia a tu enorme corazón, sangrante por todos los pecados de la humanidad Por eso, ¿acaso no puedo yo, el más in­significante de tus servidores, compartir de alguna for­ma ese espíritu, apiadándome de esta pobre desdicha­da, que sufre por pecados que no son suyos? Es más, ella me inspira una inusitada ternura y me resulta im­posible no reconocer en este afecto, un signo del Cielo. Un signo que anuncia que me ha sido especialmente encomendada su custodia y su protección, pero sobre todo la salvación de su alma.

1.007. Briece (Ambrose)

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