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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. IX

El Superior de nuestra Orden me llamó a su presencia y me amonestó. Me aseguró que había causado un no­table escándalo entre los hermanos y en el propio pue­blo, y me preguntó qué diablos me había llevado a en­trar en la iglesia acompañando a la hija del verdugo.
Pero ¿qué podía decir sino que sentía lástima por la pobre joven y que no me había sido posible actuar de otra forma?
-¿Por qué sientes lástima por ella? -me preguntó.
-Porque todos la evitan -contesté, como si fuese la mismísima encarnación del pecado mortal, y porque es absolutamente inocente. Es evidente que no se la puede marginar únicamente porque su padre sea el verdugo, puesto que ni siquiera podemos criticarle a él, ya que desgraciadamente hasta su profesión resulta ne­cesaria.
¡Ah, bienamado Francisco, cómo criticó el Superior a este humilde siervo tuyo, después de escuchar tan au­daces palabras!
-¿Te arrepientes, entonces? -me preguntó después de terminar su reprimenda. Pero, ¿cómo podría arre­pentirme de una piedad que considero inculcada, ho­nestamente, por nuestro propio y venerado Santo?
Al notar mi testarudez, el Superior mostró una gran frustración. Me soltó otra perorata idéntica a la ante­rior, y me sometió a una durísima penitencia. Acepté su castigo sumiso y en silencio. Por eso me encuentro ahora encerrado en mi celda, ayunando para poder pu­rificarme. Y me veo obligado a declarar que no acepto la menor concesión en este castigo, ya que me supone una enorme alegría sufrir por alguien tan injustamente tratado como esa desdichada doncella abandonada.
Me sitúo frente a la reja de mi celda y contemplo las altas y misteriosas montañas que se recortan, sombrías, sobre el cielo en penumbra. Como el tiempo está tem­plado, abro la ventana que hay tras los barrotes para dejar que entre algo de aire fresco: además, de esa for­ma escucho mejor la melodía del río que corre, y que entabla conmigo un diálogo basado en una elevada fra­ternidad, apacible y consoladora.
No recuerdo si he dicho que el monasterio fue eri­gido en la cúspide de un promontorio rocoso que se eleva sobre el río. Justo bajo las ventanas de nuestras celdas se ven las agudas crestas de enormes riscos que nadie puede escalar sin arriesgar la vida. ¡Imaginad mi sorpresa al descubrir una figura viviente que colgaba del espantoso abismo, sujeta únicamente por sus ma­nos, y que tras arrastrarse por el borde, se levantaba y se erguía sobre el filo! Debido a la oscuridad no logré dar­me cuenta de qué tipo de criatura era aquella: pensé que quizá se tratase de algún espíritu maligno que se preparaba a tentarme: me santigüé y elevé una plega­ria. Inmediatamente hizo un movimiento con el brazo; algo pasó fugazmente entre las rejas de mi ventana y cayó sobre el suelo de mi celda, brillando como una es­trella blanca. Me agaché y lo recogí. Era un ramillete hecho con flores que nunca había visto antes: sin hojas, blancas como la nieve y suaves como el terciopelo, aunque desprovistas de fragancia. Mientras permane­cía junto a la ventana para ver mejor aquellas espléndi­das flores, mi mirada volvió a posarse sobre la figura si­tuada en la cresta; escuché entonces una voz suave y melodiosa que decía:
-Soy Benedicta. Sólo quería darle las gracias.
¡Oh, Dios mío!, era la joven que, para manifestar­me su solida-ridad con mi aislamiento y penitencia, ha­bía escalado aquel horrible promontorio ignorando cualquier peligro. Sabía, pues, que me habían castigado; y que me habían castigado por su causa. Sabía, in­cluso, en qué celda permanecía recluido. ¡Ah, biena­mado Santo! Sin duda sólo pudo conocer aquellos detalles por tu intercesión; y yo sería peor que un infiel si tuviese la menor duda de que el sentimiento que me induce es una señal del deber que se me ha impuesto de salvarla.
Vi cómo se inclinaba sobre el terrible precipicio: Se giró un momento, agitó una mano en señal de despe­dida, y desapareció. No logré reprimir un grito ¿Se ha­bía despeñado! Agarré los barrotes de hierro de mi ven­tana y los sacudí con todas mis fuerzas, pero no se inmutaron. Desesperado, me dejé caer al suelo, lloran­do y suplicando a todos los santos que protegiesen a la amada muchacha en tan arriesgado descenso, si es que todavía vivía, o que al menos intercediesen por su alma tan poco preparada para encarar al Creador, en caso de que hubiese ocurrido lo peor. Aún estaba de rodillas cuando Benedicta me hizo una seña para darme a en tender que había llegado sana y salva abajo. Lo hizo con uno de aquellos gritos característicos de los monta­ñeses de la región, con los que expresan sus salvajes ga­nas de vivir, sólo que el de aquella joven, que brotaba a lo lejos desde las simas y se mezclaba con sus propios y extraños ecos, sonaba como un ruido que jamás antes había oído procedente de garganta humana me estremeció hasta tal punto que lloré, y mis lágrimas cayeron sobre las flores salvajes que sostenía en la mano.

1.007. Briece (Ambrose)

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