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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XVII

Sigo junto a la ventana de mi celda. El sol desaparece por poniente y las sombras van invadiendo las: laderas montañosas que rodean el abismo; inundado de una neblina cuya turbulenta superficie recuerda a la de un inmenso lago. Pienso con frecuencia en cómo, Bene­dicta atravesó aquellas terribles profundidades para traerme las flores y escucho ansiosamente, intentando oír el ruido de las piedras que al ser movidas por sus au­daces piececillos ruedan hacia el precipicio. Pero ya han transcurrido varias noches. El viento silba entre los pinos y puedo oír el agua que ruge en las profundidades; mientras escucho el distante canto del ruiseñor... aunque no la voz de Benedicta.
Noche tras noche veo la niebla elevarse de las pro­fundidades del abismo. Forma olas, y después anillos y crestas que se elevan, crecen y oscurecen hasta formar gigantescas nubes. Cubren el valle y las montañas, los altos pinos y las cimas coronadas de nieve. Los últimos restos de luz se extinguen en las copas de los pinos más altos, y cae la noche. ¡Por: desgracia la noche reina tam­bién en mi alma una noche oscura, sin estrellas y sin la esperanza de nuevos amaneceres!
Hoy, domingo, noche visto a Benedicta en la igle­sia. El «rincón sombrío» ha permanecido vacío. No logré concentrarme en la ceremonia religiosa, en una falta por la que me impondré voluntaria-mente una penitencia.
Amelia estaba junto a las otras jóvenes, pero no vi a Roque. Me dio la impresión de que los siniestros y aler­tas ojos de Amelia eran una muralla eficaz contra cual­quier rival, y que eran precisamente aquellos celos los que podrían proteger a Benedicta. Dios es capaz de lo­grar que hasta las más bajas pasiones sirvan a los fines más nobles: Aquella meditación me alegró, aunque fue un placer muy breve,
En cuanto terminaron las ceremonias religiosas, los sacerdotes y hermanos se marcharon lentamente de la iglesia y atravesaron en procesión la sacristía, mientras los fieles utilizaban la entrada principal para salir. Des­de la larga galería cubierta que nace en la sacristía se obtiene una vista completa de la plaza, del pueblo. Mientras los hermanos que seguíamos a los sacerdotes nos encontrábamos todavía en esa galería, ocurrió algo que recordaré hasta el día de mi muerte como un hecho injusto que el Cielo toleró, sin que hasta hoy sepa decir por qué. Según parece, los sacerdotes debían de estar informados acerca de lo que ocurría, ya que se pa­raron en la galería, brindándonos de esa forma a todos la posibilidad de contemplar la plaza.
Escuché una confusa algarabía de voces cada vez más cercanas, que causaban la impresión de que se nos acercaban todos los demonios del Infierno. Como me encontraba en el-punto más lejano de la galería, no lle­gaba a ver la plaza, de forma que le pregunté a un her­mano que estaba asomado en una ventana vecina.
Están llevando a una mujer a la picota me con­testó.
-¿Quién es?
-Una joven.
-¿Cuál es su delito?
-¡Qué pregunta absurda! ¿Es que no sabes que las picotas y los postes de flagelación sólo son para las pe­cadoras?
El griterío fue adentrándose en la plaza y logré verlo todo con mayor claridad. Al frente aparecían unos jóve­nes bailando, saltando y cantando unas músicas obsce­nas. Parecían haber enloquecido por la alegría, y daba la impresión de que el dolor y la vergüenza de su congéne­re sólo aumentaba su salvajismo. Las doncellas, pese a todo, se comportaban con menos entusiasmo.
-¡Maldita sea la descastada! ¡Ved cómo acaba una pecadora! -gritaban. ¡Gracias a Dios, nosotras somos virtuosas!
Detrás de los jóvenes bulliciosos, rodeada por aque­lla muchedumbre de mujeres y doncellas que gritaban, iba... ¡Oh, Dios Santo!, ¿cómo conseguir reflejarlo por escrito? ¿Cómo describir el horror que aquella escena me produjo? En medio de aquella turba... ¡estaba mi dulce, encantadora e inmaculada Benedicta!
¡Oh, Salvador del Hombre!, ¿cómo conseguí ver un espectáculo como aquél, y sobreviví para relatarlo? Sin duda estuve a punto de morir con aquella desgracia. Me dio la impresión de que la galería, la plaza y la muche­dumbre giraban sin parar; la tierra desapareció bajo mis pies y, a pesar de que obligué a mis ojos a permanecer abiertos, no lograba ver nada. Pero aquella oscuridad me duró poco y logré recobrarme para mirar hacia la plaza.
La habían vestido con un largo sayal grisáceo, sujeto a la cintura por una cuerda. Llevaba en la cabeza una co­rona de paja y, sobre el pecho, sujeta por una cuerda que le pendía del cuello, llevaba una tablilla negra en la que había sido escrito con tiza la palabra Buhle, «ramera».
La guiaba un hombre que sujetaba con firmeza la cuerda anudada a la cintura de la joven. Le observé con mayor detenimiento y, ¡oh, venerable Hijo de Dios, a qué bestias y monstruos vinistes Tú a salvar!... ¡Era el padre de Benedicta! Habían forzado al desdichado an­ciano a cumplir con los deberes de su oficio, arrastrando a la picota a... ¡su propia hija! Después pude averiguar que el verdugo había pedido de rodillas al Superior que le librase de tan horrible trabajo, aunque sin éxito.
Nunca podré borrar de mi memoria el recuerdo de aquella escena. El verdugo no le quitaba los ojos de en­cima a su hija; y ella, por su lado, le miraba también a veces, inclinando la cabeza y dedicándole una sonrisa. ¡Dios Bendito, la joven sonreía!
La plebe la insultaba, dedicando a la doncella ex­presiones groseras y escupiendo el suelo a su paso. Y eso no era todo. Al ver que no le importaba, comenza­ron a lanzarle barro y estiércol. Aquello fue más de lo que su padre logró soportar y, profiriendo un débil ge­mido, cayó al suelo desvanecido.
¡Ah, los crueles miserables! Intentaron ponerle en pie de nuevo pare terminase su trabajo, pero Bene­dicta levantó sus brazos en señal de súplica, y en su be­llo rostro apareció una expresión de tan elevado afecto que incluso la enloquecida turba se sometió al poder de aquella dulzura y se apartó, dejando al verdugo caído en el suelo. Benedicta se arrodilló para colocar la cabe­za de su padre en el regazo. Le susurró al oído palabras cariñosas y de consuelo. Le acarició su cabellera gris y besó sus pálidos labios hasta lograr que recuperase el conocimiento y abriese los ojos: ¡Benedicta; tres veces bendita, sin duda has nacido para: ser santificada por tu divina paciencia, idéntica ala: que Nuestro Salvador mostró en la cruz, para redimir los pecados del mundo!
Benedicto ayudó al anciano a levantarse y le iluminó con su sonrisa cuando logró incorporarse. Sacudió el polvo de su ropa y después, sonriendo y susurrando todavía frases de consuelo; le tendió la cuerda de su cintura. Los muchachos gritaron y cantaron, las muje­res lanzaron alaridos y el desgraciado verdugo llevó a su inocente hija hasta el infame patíbulo.

1.007. Briece (Ambrose)

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