Sigo junto a la ventana de mi celda. El sol
desaparece por poniente y las sombras van invadiendo las: laderas montañosas
que rodean el abismo; inundado de una neblina cuya turbulenta superficie
recuerda a la de un inmenso lago. Pienso con frecuencia en cómo, Benedicta
atravesó aquellas terribles profundidades para traerme las flores y escucho
ansiosamente, intentando oír el ruido de las piedras que al ser movidas por sus
audaces piececillos ruedan hacia el precipicio. Pero ya han
transcurrido varias noches. El viento silba entre los pinos y puedo oír el agua
que ruge en las profundidades; mientras escucho el distante canto del
ruiseñor... aunque no la voz de Benedicta.
Noche tras noche veo la niebla elevarse de las profundidades
del abismo. Forma olas, y después anillos y crestas que se elevan, crecen y
oscurecen hasta formar gigantescas nubes. Cubren el valle y las montañas, los
altos pinos y las cimas
coronadas de nieve. Los últimos restos de luz se extinguen en las copas de los
pinos más altos,
y cae la noche. ¡Por: desgracia la noche reina también en mi alma una
noche oscura, sin estrellas y sin la esperanza de nuevos amaneceres!
Hoy, domingo,
noche visto a Benedicta en la iglesia. El «rincón sombrío» ha permanecido
vacío. No logré concentrarme en la ceremonia religiosa, en una falta por la que
me impondré
voluntaria-mente una penitencia.
En cuanto terminaron las ceremonias religiosas, los
sacerdotes y hermanos se marcharon lentamente de la iglesia y atravesaron en
procesión la sacristía, mientras los fieles utilizaban
la entrada principal para salir. Desde la larga galería cubierta que
nace en la sacristía se obtiene una vista completa de la plaza, del pueblo.
Mientras los hermanos que seguíamos a los sacerdotes nos encontrábamos todavía
en esa galería, ocurrió algo que recordaré hasta el día de mi muerte como un
hecho injusto que el Cielo toleró, sin que hasta hoy sepa decir por qué. Según
parece, los sacerdotes debían de estar informados acerca de lo que ocurría, ya
que se pararon en la galería, brindándonos de esa forma a todos la posibilidad
de contemplar la plaza.
Escuché una confusa algarabía de voces cada vez más
cercanas, que causaban la impresión de que se nos acercaban todos los demonios del Infierno.
Como me encontraba en el-punto más lejano de la galería, no llegaba a ver la
plaza, de forma que le pregunté a un hermano que estaba asomado en una ventana
vecina.
Están llevando a una mujer a la picota me contestó.
-¿Quién es?
-Una joven.
-¿Cuál es su delito?
-¡Qué pregunta absurda! ¿Es que no sabes que las
picotas y los postes de flagelación sólo son para las pecadoras?
El griterío fue adentrándose en la plaza y logré
verlo todo con mayor claridad. Al frente aparecían unos jóvenes bailando,
saltando y cantando unas músicas obscenas. Parecían haber enloquecido por la
alegría, y daba la impresión de que el dolor y la vergüenza de su congénere
sólo aumentaba su salvajismo. Las doncellas, pese a todo, se comportaban con
menos entusiasmo.
-¡Maldita sea la descastada! ¡Ved cómo acaba una
pecadora! -gritaban. ¡Gracias a Dios, nosotras somos virtuosas!
Detrás de los jóvenes bulliciosos, rodeada por aquella
muchedumbre de mujeres y doncellas que gritaban, iba... ¡Oh, Dios Santo!,
¿cómo conseguir reflejarlo por escrito? ¿Cómo describir el horror que aquella
escena me produjo? En medio de aquella turba... ¡estaba mi dulce, encantadora e
inmaculada Benedicta!
¡Oh, Salvador del Hombre!, ¿cómo conseguí ver un
espectáculo como aquél, y sobreviví para relatarlo? Sin duda estuve a punto de
morir con aquella desgracia. Me dio la impresión de que la galería, la plaza y
la muchedumbre giraban sin parar; la tierra desapareció bajo mis pies y, a
pesar de que obligué a mis ojos a permanecer abiertos, no lograba ver nada.
Pero aquella oscuridad me duró poco y logré recobrarme para mirar hacia la
plaza.
La habían vestido con un largo saya l grisáceo, sujeto a la cintura por una cuerda.
Llevaba en la cabeza una corona de paja y, sobre el pecho, sujeta por una
cuerda que le pendía del cuello, llevaba una tablilla negra en la que había
sido escrito con tiza la palabra Buhle, «ramera».
La guiaba un hombre que sujetaba con firmeza la
cuerda anudada a la cintura de la joven. Le observé con mayor detenimiento y,
¡oh, venerable Hijo de Dios, a qué bestias y monstruos vinistes Tú a salvar!...
¡Era el padre de Benedicta! Habían forzado al desdichado anciano a cumplir con
los deberes de su oficio, arrastrando a la picota a... ¡su propia hija! Después
pude averiguar que el verdugo había pedido de rodillas al Superior que le
librase de tan horrible trabajo, aunque sin éxito.
Nunca podré borrar de mi memoria el recuerdo de
aquella escena. El verdugo no le quitaba los ojos de encima a su hija; y ella,
por su lado, le miraba también a veces, inclinando la cabeza y dedicándole una
sonrisa. ¡Dios Bendito, la joven sonreía!
La plebe la insultaba, dedicando a la doncella expresiones
groseras y escupiendo el suelo a su paso. Y eso no era todo. Al ver que no le
importaba, comenzaron a lanzarle barro y estiércol. Aquello fue más de lo que
su padre logró soportar y, profiriendo un débil gemido, cayó al suelo
desvanecido.
¡Ah, los crueles miserables! Intentaron ponerle en
pie de nuevo pare terminase su trabajo, pero Benedicta levantó sus brazos en
señal de súplica, y en su bello rostro apareció una expresión de tan elevado
afecto que incluso la enloquecida turba se sometió al poder de aquella dulzura
y se apartó, dejando al verdugo caído en el suelo. Benedicta se arrodilló para
colocar la cabeza de su padre en el regazo. Le susurró al oído palabras
cariñosas y de consuelo. Le acarició su cabellera gris y besó sus pálidos
labios hasta lograr que recuperase el conocimiento y abriese los ojos:
¡Benedicta; tres veces bendita, sin duda has nacido para: ser santificada por
tu divina paciencia, idéntica ala: que Nuestro Salvador mostró en la cruz, para
redimir los pecados del mundo!
Benedicto ayudó al anciano a levantarse y le iluminó
con su sonrisa cuando logró incorporarse. Sacudió el polvo de su ropa y
después, sonriendo y susurrando todavía frases de consuelo; le tendió la cuerda
de su cintura. Los muchachos gritaron y cantaron, las mujeres lanzaron
alaridos y el desgraciado verdugo llevó a su inocente hija hasta el infame
patíbulo.
1.007. Briece (Ambrose)
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