Después de que Benedicta callase permanecí en silencio.
¿Qué podía decir ante una tristeza como aquella? La religión carece de
medicinas para heridas como la suya. ¡Pensar en los horribles agravios que se
le hicieron a aquella humilde y pacífica familia, hizo que naciese en mi pecho
una rebeldía feroz contra el mundo, contra la iglesia y contra Dios! ¡Eran
cruelmente injustos, espantosa y diabólicamente injustos... tanto Dios, como su
iglesia y el mundo!
Incluso el paisaje que nos rodeaba -esa comarca inhóspita,
desierta y deshabitada, repleta de peligrosos precipicios y de heladas nieves
perpetuas- parecía la materialización tangible de la lamentable existencia a
que la pobre niña había sido condenada desde su nacimiento. Y era algo más que
un paisaje, ya que la repentina ausencia de su padre -incluso en un hogar tan
sencillo como la cabaña de un verdugo, había provocado necesidades en ella
que la habían obligado a dirigirse hacia aquellas eternas soledades. Más abajo,
sin embargo, existían agradables pueblos, huertas fértiles, campos fecundos y
hogares donde la paz y la abundancia reinaban durante todo el año.
Después de una pausa, cuando Benedicta logró restablecerse
un poco, le pregunté si tenía a alguien que pudiese cuidar de ella.
-No me queda nadie -contestó. Aunque al percibir mi
expresión entristecida, añadió: Siempre he vivido en lugares abandonados y
malditos. Ya estoy acostumbrada. Ahora que mi padre ha muerto, no hay nadie
que se ocupe siquiera de dirigirme la palabra, porque tampoco hay nadie con
quien me apetezca hablar... excepto usted.
Un instante más tarde agregó:
-Bueno, lo cierto es que sí existe alguien que se
preocupa por verme, pero él...
Al llegar a este punto se interrumpió y no quise preguntar
para no colocarla en una situación violenta. Entonces dijo:
-Ayer supe que estaba usted aquí. Un joven vino a
buscar leche y mantequilla. De no ser usted un religioso, jamás habría acudido
hasta mí en busca de comida. Espero que la corrupción que contamina todo cuanto
tengo o cuanto toco no logre alcanzarlo. A pesar de ello, ¿está seguro de haber
hecho la señal de la cruz sobre todas las provisiones?
-Si hubiese sabido que eras tú quien las mandaba,
Benedicta, me habría ahorrado esta precaución -contesté.
Me miró fijamente con sus resplandecientes ojos, y
exclamó:
-¡Oh, mi querido señor y amado hermano!
Y tanto sus palabras como su mirada me produjeron
el más elevado placer..., tanto, por cierto, como el de todas las palabras y
gestos que procedían de aquella santa criatura.
Le pregunté entonces para qué había escalado hasta
la cima del promontorio, y quién era la persona a quien le había oído llamar.
-No es una persona -replicó con una sonrisa. Es mi
cabra, que se ha perdido y a la que buscaba entre las rocas.
Reclinó la cabeza como si estuviese dispuesta a despedirse,
y se giró para marcharse, pero yo la detuve y le dije que la ayudaría a buscar
a su animal.
Enseguida encontramos a la cabra en una grieta del
acantilado, y Benedicta se mostró tan feliz de encontrar a su humilde
compañera que se arrodilló junto a ella, la abrazó y la cubrió de expresiones
cariñosas. Me pareció algo realmente encantador y no pude menos que observarlas
con evidente admiración. Benedicta, al percibirlo, dijo:
-Su madre se despeñó y se rompió el pescuezo. Yo
adopté entonces a su cría y la ayudé a crecer alimentándola con leche; por eso
me quiere tanto. Las personas que viven en una soledad como la mía saben
apreciar el cariño de un animal fiel.
Cuando la joven se disponía a marcharse reuní valor
para preguntarle algo que desde hacía tiempo me rondaba por la cabeza. Le dije:
-Benedicta, ¿es cierto que la noche de la fiesta acudiste
al encuentro de los jóvenes borrachos con el único motivo de proteger a tu
padre de cualquier posible peligro?
Me miró completamente asombrada.
-¿Qué otra cosa cree que podría haberme empujado a
actuar de ese modo?
-No se me ocurría ningún otro motivo -respondí
bastante confuso.
-Ahora debo marcharme, hermano. Adiós -dijo mientras
comenzaba a alejarse.
-¡Benedicta! -exclamé. Ella se
paró y me miró.
-El próximo domingo instruiré en algunos asuntos
piadosos a las mujeres del caserío situado en el Lago
Verde. ¿Acudirás?
-¡Oh, no, querido hermano! -replicó vacilante, en un
susurro.
-¿Por qué no?
-Nada me gustaría más, pero mi presencia podría
ahuyentar a esas mujeres, y a otras personas a quienes la benevolencia
inherente en usted les empuja a escucharlo. La caridad con que me trata podría
terminar trayéndole problemas. Le pido, señor, que acepte mi agradecimiento, pero
no podré acudir.
-Entonces iré yo a verte.
-Sea prudente, señor, por favor, ¡tenga cuidado!
-Iré a verte.
1.007. Briece (Ambrose)
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