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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXVI

Después de que Benedicta callase permanecí en silen­cio. ¿Qué podía decir ante una tristeza como aquella? La religión carece de medicinas para heridas como la suya. ¡Pensar en los horribles agravios que se le hicieron a aquella humilde y pacífica familia, hizo que naciese en mi pecho una rebeldía feroz contra el mundo, con­tra la iglesia y contra Dios! ¡Eran cruelmente injustos, espantosa y diabólicamente injustos... tanto Dios, como su iglesia y el mundo!
Incluso el paisaje que nos rodeaba -esa comarca in­hóspita, desierta y deshabitada, repleta de peligrosos precipicios y de heladas nieves perpetuas- parecía la materialización tangible de la lamentable existencia a que la pobre niña había sido condenada desde su naci­miento. Y era algo más que un paisaje, ya que la repen­tina ausencia de su padre -incluso en un hogar tan sen­cillo como la cabaña de un verdugo, había provocado necesidades en ella que la habían obligado a dirigirse hacia aquellas eternas soledades. Más abajo, sin embar­go, existían agradables pueblos, huertas fértiles, cam­pos fecundos y hogares donde la paz y la abundancia reinaban durante todo el año.
Después de una pausa, cuando Benedicta logró res­tablecerse un poco, le pregunté si tenía a alguien que pudiese cuidar de ella.
-No me queda nadie -contestó. Aunque al percibir mi expresión entristecida, añadió: Siempre he vivido en lugares abandonados y malditos. Ya estoy acostum­brada. Ahora que mi padre ha muerto, no hay nadie que se ocupe siquiera de dirigirme la palabra, porque tampoco hay nadie con quien me apetezca hablar... ex­cepto usted.
Un instante más tarde agregó:
-Bueno, lo cierto es que sí existe alguien que se preocupa por verme, pero él...
Al llegar a este punto se interrumpió y no quise pre­guntar para no colocarla en una situación violenta. En­tonces dijo:
-Ayer supe que estaba usted aquí. Un joven vino a buscar leche y mantequilla. De no ser usted un religio­so, jamás habría acudido hasta mí en busca de comida. Espero que la corrupción que contamina todo cuanto tengo o cuanto toco no logre alcanzarlo. A pesar de ello, ¿está seguro de haber hecho la señal de la cruz so­bre todas las provisiones?
-Si hubiese sabido que eras tú quien las manda­ba, Benedicta, me habría ahorrado esta precaución -contesté.
Me miró fijamente con sus resplandecientes ojos, y exclamó:
-¡Oh, mi querido señor y amado hermano!
Y tanto sus palabras como su mirada me produje­ron el más elevado placer..., tanto, por cierto, como el de todas las palabras y gestos que procedían de aquella santa criatura.
Le pregunté entonces para qué había escalado hasta la cima del promontorio, y quién era la persona a quien le había oído llamar.
-No es una persona -replicó con una sonrisa. Es mi cabra, que se ha perdido y a la que buscaba entre las rocas.
Reclinó la cabeza como si estuviese dispuesta a des­pedirse, y se giró para marcharse, pero yo la detuve y le dije que la ayudaría a buscar a su animal.
Enseguida encontramos a la cabra en una grieta del acantilado, y Benedicta se mostró tan feliz de encon­trar a su humilde compañera que se arrodilló junto a ella, la abrazó y la cubrió de expresiones cariñosas. Me pareció algo realmente encantador y no pude menos que observarlas con evidente admiración. Benedicta, al percibirlo, dijo:
-Su madre se despeñó y se rompió el pescuezo. Yo adopté entonces a su cría y la ayudé a crecer alimentán­dola con leche; por eso me quiere tanto. Las personas que viven en una soledad como la mía saben apreciar el cariño de un animal fiel.
Cuando la joven se disponía a marcharse reuní va­lor para preguntarle algo que desde hacía tiempo me rondaba por la cabeza. Le dije:
-Benedicta, ¿es cierto que la noche de la fiesta acu­diste al encuentro de los jóvenes borrachos con el úni­co motivo de proteger a tu padre de cualquier posible peligro?
Me miró completamente asombrada.
-¿Qué otra cosa cree que podría haberme empuja­do a actuar de ese modo?
-No se me ocurría ningún otro motivo -respondí bastante confuso.
-Ahora debo marcharme, hermano. Adiós -dijo mientras comenzaba a alejarse.
-¡Benedicta! -exclamé. Ella se paró y me miró.
-El próximo domingo instruiré en algunos asuntos piadosos a las mujeres del caserío situado en el Lago
Verde. ¿Acudirás?
-¡Oh, no, querido hermano! -replicó vacilante, en un susurro.
-¿Por qué no?
-Nada me gustaría más, pero mi presencia podría ahuyentar a esas mujeres, y a otras personas a quienes la benevolencia inherente en usted les empuja a escu­charlo. La caridad con que me trata podría terminar trayéndole problemas. Le pido, señor, que acepte mi agradecimiento, pero no podré acudir.
-Entonces iré yo a verte.
-Sea prudente, señor, por favor, ¡tenga cuidado!
-Iré a verte.

1.007. Briece (Ambrose)

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