Al pararnos a la entrada del desfiladero que se
adentraba en las montañas, nos sobrecogió el desaliento. Aquello parecía la
boca del Infierno. A nuestra espalda se extendía la bella campiña que
acabábamos de recorrer y que en aquel momento nos veíamos obligados a dejar
para siempre. Frente a nosotros se levantaban, ceñudas, las montañas con sus
inhóspitos precipicios y sus selvas encantadas que interrumpían la visión, y
llenas de peligros para el cuerpo y el alma. Vigorizamos nuestro ánimo con
aguardiente, y entramos en el angosto desfiladero rezando y susurrando
anatemas contra el mal, en nombre de Dios, abriéndonos camino y preparados
para enfrentar cuanto pudiese ocurrir.
Mientras recorríamos prudentemente nuestro trayecto,
árboles enormes dificultaban nuestro avance, y un denso follaje casi suprimía
la luz del día, de tan fría y profunda como era su sombra. El sonido de
nuestras pisadas y voces -cuando nos atrevíamos a hablar- se repetía en el
eco de los enormes promontorios que bordeaban el desfiladero con tanta
claridad y de forma tan reiterada -y a pesar de ello, tan diferente cada vez-
que casi podíamos asegu rar que nos
acompañara una turba de seres invisibles, dispuestos a reírse de nosotros, y a
burlarse de nuestro miedo. A nuestro paso, enormes aves de presa, a las que
nuestra aparición había llevado a abandonar sus nidos construidos en la cima
de los árboles y en las laderas de los promontorios, se balanceaban sobre
altísimos riscos y nos miraban malignamente; buitres y cuervos
graznaban sobre nuestras cabezas con tonos ásperos y estridentes que nos
helaban la sangre en las venas. Ni siquiera nuestros cánticos religiosos y
nuestras plegarias lograban traernos la paz, ya que no hacían sino atraer otras
aves y, encima, sus propios ecos multiplicaban aquel horrendo barullo que nos
acosaba. Nos sorprendió ver que algunos de aquellos inmensos árboles habían
sido arrancados de cuajo de la tierra, y que habían sido lanzados sobre las
colinas, ladera abajo. Temblábamos al pensar en lo gigantescas y terribles que
habrían de ser las manos capaces de semejante proeza. A veces pasábamos junto
al borde de escarpados precipicios y las oscuras grietas abiertas en las
profun-didades mostraban un espectáculo espeluznante. Se levantó un tormenta y
quedamos casi cegados por los fuegos del cielo, mientras nos ensordecían
truenos mil veces más salvajes de los que nunca habíamos escuchado hasta entonces.
Por fin nuestro terror llegó a un paroxismo tal que a cada minuto esperábamos
que algún diablo surgido del Infierno saltara desde detrás de una roca y nos
atacara, o que un oso terrible apareciese de en medio de la maleza para
cuestionar nuestro derecho a seguir aquel viaje. Pero el sendero se veía
atravesado únicamente por ciervos y zorros, y de alguna forma se fueron
apaciguando nuestros temores al entender que nuestro bienaventurado Santo no
era menos poderoso en las gigantescas montañas que en las llanuras.
Finalmente llegamos a orillas de una corriente cuyas
aguas, cristalinas y plateadas, mostraron ante nuestros ojos un agradable
espectáculo. En sus profundidades, flanqueadas por rocosos peñascos, pudimos
ver preciosas truchas doradas, tan grandes como las carpas que viven en el
estanque de nuestro monasterio, en Passau. Incluso
en estas comarcas salvajes, el Cielo ha otorgado generosamente los elementos
necesarios para que los fieles lleven a cabo la abstinencia.
Bajo los negros pinos, al lado de inmensos riscos
cubiertos de musgo, brotaban hermosas flores de color dorado o azul oscuro. El
hermano Egidio, que era tan erudito como piadoso, conocía aquellas plantas
gracias a su herbario y nos mostró cuáles eran sus nombres. Nos deleitamos en
la contemplación de escarabajos y mariposas brillantes que, tras la lluvia,
habían dejado sus escondrijos. Recogimos ramilletes de flores y perseguimos
hermosos insectos alados, olvidando, embriagados por la alegría, las oraciones
y las preocupaciones, los osos y los espíritus del mal.
Pasaron muchas horas sin que viéramos una casa o un
ser humano. Lentamente nos íbamos internando cada vez más profunda-mente en la
región montañosa; las dificultades que nos veíamos obligados a afrontar se
hacían cada vez mayores y se repetían los horrores de nuestro inhóspito
paisaje, aunque impresionando cada vez menos nuestros espíritus, ya que
comprendimos que el buen Dios nos estaba resguardando para que pudiésemos
servir durante más tiempo a Su santa voluntad. Un recodo del tranquilo arroyo
se interpuso en nuestro camino y, al acercarnos, comprobamos con júbilo que lo
atravesaba un puente rudimentario, aunque muy sólido. Cuando nos disponíamos a
cruzarlo, miré casualmente a la otra orilla y vi algo que me heló la sangre. En
la margen opuesta había una pradera cubierta de bellas flores, ¡y en el centro
se levantaba un patíbulo del que colgaba el cadáver de un hombre! Tenía el
rostro vuelto hacia nosotros y pude distinguir con absoluta claridad sus
facciones, que a pesar de hallarse ennegrecidas y distorsionadas, mostraban
claramente que la muerte le había llegado ese mismo día.
Me disponía a llamar la atención a mis compañeros
sobre aquel siniestro espectáculo, cuando ocurrió algo asombroso: en la pradera
apareció una joven de largo y dorado cabello, sobre el cual lucía una corona de
pimpollos. Vestía un traje de color rojo brillante, y me dio la impresión de
que iluminaba toda la escena como si fuese una llama viva. No había nada en su
conducta que demostrase el menor temor ante el cuerpo que colgaba en el
patíbulo; muy al contrario, se acercó hasta él con sus pies desnudos sobre la
hierba, mientras cantaba en voz alta y suave, y al tiempo que agitaba los brazos
intentando ahuyentar a las aves de presa que se apiñaban alrededor de la horca
y proferían estridentes graznidos, acompañados de violentos aleteos y rechinar
de picos. Cuando la muchacha se acercó, las aves levantaron el vuelo, a
excepción de un enorme buitre que permaneció encaramado en el patíbulo como si
quisiera desafiar o amenazar a la joven. Ella se aproximó a la repugnante
criatura saltando, bailando y gritando hasta que logró asustarla, obligándola
a desplegar sus enormes alas y a alejarse con un pesado vuelo. Entonces la
niña paró de danzar, se situó al pie del patíbulo y fijó su mirada
tranquila y reflexiva en el cuerpo del desdichado que se balanceaba en
la cuerda.
El canto de la muchacha había llamado la atención de
mis compañeros, y los tres permanecimos contemplando a la encantadora joven y
a la insólita escena que la rodeaba, demasiado aturdidos como para pronunciar
palabra.
Mientras observaba la sorprendente situación, sentí
como si un escalofrío recorriese mi cuerpo. Dicen que éste es el indicio
inequívoco de que alguien acaba de pisar el lugar que habrá de ser su tumba.
Por sorprendente que parezca, sentí el estremecimiento en el mismo momento en
que la muchacha caminaba bajo el patíbulo. Todo esto no hace sino demostrar, a
pesar de todo, hasta qué punto las legítimas creencias de los hombres se encuentran
sembradas de absurdas supersticiones, ya que, ¿cómo es posible que un devoto
fiel de San Francisco termine siendo enterrado bajo un patíbulo?
-¡Démonos prisa -insté a mis compañeros, y recemos
unas plegarias por el alma del difunto!
Enseguida llegamos al lugar indicado y, sin levantar
la mirada, rezamos con acendrado fervor, y en especial yo, ya que mi corazón rebosaba compasión por el desgraciado
pecador que pendía en lo alto. Recité las palabras de Dios, que dijo «La
venganza es mía», y recordé que el amado Salvador perdonó al ladrón que se encontraba
clavado en la cruz, junto a Él. ¿Quién podría decir que no habría también
misericordia y perdón para aquel desgraciado ajusticiado en el patíbulo?
Al acercarnos, la joven se retiró unos pocos pasos,
sin saber qué hacer respecto a nosotros y a nuestras oraciones. Inesperadamente,
sin embargo, en medio de nuestras plegarias, oí cómo exclamaba con su tono melodioso,
semejante al tañido de una campana: «¡El buitre! ¡El buitre!», con un tono
agitado, como si fuese presa de un intenso miedo. Al mirar hacia arriba, vi una
gigantesca ave gris que sobrevolaba los pinos y se lanzaba inmediatamente en
nuestra dirección. Estaba claro que al buitre no le dábamos miedo nosotros, ni
nuestro sagrado ministerio, ni nuestras piadosas oraciones. Mis hermanos, sin
embargo, se enfadaron con la interrupción provocada por las palabras de la
joven, y la reprendieron severamente, aunque yo les dije:
-Puede que la niña sea pariente del difunto. Meditad
en esto, hermanos: esa terrible bestia se dispone a desgarrar la carne del
rostro y a alimentarse con sus manos y con el resto de su cuerpo. Es muy lógico
que haya gritado espantada.
Uno de los hermanos dijo:
-Acércate a ella, Ambrosio, y dile que se calle para
que podamos rezar en paz por el espíritu de este pecador.
Me abrí camino entre las olorosas flores hasta el lugar
en que se encontraba la muchacha, con sus ojos todavía fijos en el buitre que
volaba en círculos cada vez menores sobre el patíbulo. La exquisita figura de
la chica se destacaba espléndidamente junto al macizo de flores plateadas que
crecían en el arbusto a cuyo lado se había parado; y sucumbí a la tentación de
observarla un instante. Erguida y esbelta, me contempló mientras me acercaba, a
pesar de que me pareció ver un destello de miedo en sus enormes ojos oscuros,
como si temiese que pudiese hacerle algún daño. Ni siquiera al llegar más cerca
realizó el gesto de adelantarse -como suelen hacer mujeres y niños- para besar
mis manos.
-¿Quién eres? -le pregunté. ¿Y qué haces en este
horrible lugar, totalmente sola?
No me contestó, ni hizo tampoco el menor gesto, por
lo que me vi forzado a repetir mi pregunta:
-Dime, pequeña, ¿qué es lo que estás haciendo aquí?
-Espantando a los buitres -me contestó con una voz
suave y melodiosa, realmente agradable.
-¿Eres pariente del muerto? -le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
-¿Le conocías, entonces -continué, o es que te estás
apiadando de las circunstancias tan poco cristianas de su muerte?
Pero la joven permaneció callada, y tuve que reanudar
mi interrogatorio.
-¿Cómo se llamaba, y por qué le ajusticiaron? ¿Cuál
fue su delito?
-Su nombre era Nathaniel Afinger,
y mató a un hombre a causa de una mujer -respondió ella con voz clara, y en un
tono de la mayor indiferencia imag inable,
como si el crimen o el ajusticiamiento fuesen acontecimientos sin el menor
interés. Me quedé estupefacto y la miré severamente, pero su aspecto era tranquilo,
sin que se advirtiese en él nada de asombroso. -¿Conociste al reo?
-No.
-¿Y a pesar de ello vienes hasta aquí para proteger
su cuerpo de las aves carroñeras?
-Sí.
-¿Por qué haces algo así por una persona a la que ni
siquiera conoces?
-Siempre lo hago.
-¿Cómo?
-Siempre que alguien es colgado en este patíbulo, me
acerco hasta aquí y ahuyento a los buitres y cuervos,
obligándolos a buscarse comida en otro lado. ¡Mire..., ahí se acerca otro
buitre!
Profirió un grito salvaje, gesticuló con los brazos
encima de la cabeza y se lanzó a la carrera a través del prado de una forma que
me llevó a creer que estaba loca. La enorme ave se alejó volando, y la joven
retornó tranquilamente a mi lado; apretó sobre el corazón sus manos morenas y
exhaló un profundo suspiro, como si estuviese agotada. Le pregunté con la mayor
amabilidad que fui capaz de darle a mis palabras:
-¿Cuál es tu nombre?
-Benedicta.
-¿Quiénes son tus padres?
-Mi madre murió.
-Bueno, pero ¿quién es tu padre?
Se quedó callada. Entonces la exhorté para que me
dijese dónde vivía. Mi intención era llevarla hasta su casa y apremiar a su
padre para que cuidase mejor de la joven, y no la dejase vagabundear nuevamente
por un sitio tan horrible.
-¿Dónde vives, Benedicta? Dímelo, por favor.
-Aquí.
-¿Cómo que aquí? Pero, hija mía, aquí sólo hay un
patíbulo.
Ella señaló hacia los árboles. Siguiendo la
dirección de su dedo vi entre los pinos una cabaña destartalada que parecía más
un establo que una vivienda. Entonces entendí inmediatamente, mejor que si me
lo hubiese dicho ella misma, quién era su padre.
Al volver al lado de mis compañeros, éstos me preguntaron
quién era aquella joven, y yo les contesté:
-Se llama Benedicta, y es la hija del verdugo.
1.007. Briece (Ambrose)
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