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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXIII

Al despertar, el sol ya se encontraba detrás de las mon­tañas, cuyos picos mostraban ribetes de fuego. Me pa­reció como si estuviera viviendo un sueño, aunque pronto volví a la realidad. Los gritos del muchacho que retumbaron en la distancia me hicieron comprender inmediatamente que estaba solo en aquella región abandonada. Evidentemente le dio pena mi estado, porque en vez de perturbar mi sueño, se marchó sin despedirse. Tenía que darse prisa si quería llegar a la va­quería del Lago Verde antes de que anocheciera. Al en­trar en la choza vi que el fuego ardía con energía, y que habían apilado un buen montón de leña a su lado. El previsor muchacho tampoco se había olvidado de de­jarme la cena, que consistía en algo más de pan y de le­che. También había sacudido la hierba de mi duro le­cho, cubriéndolo con una manta de lana, servicios que le agradecí desde lo más profundo de mi corazón.
Gracias a mi largo sueño me encontraba nueva­mente con fuerzas, y permanecí fuera de la cabaña has­ta bien entrada la noche. Hice mis oraciones mirando los promontorios rocosos que se levantaban bajo aquel oscuro horizonte en el que las estrellas parpadeaban alegremente. Se diría que allí, a aquella altura, las estre­llas brillaban más intensamente que en el valle, y era fá­cil suponer que si uno escalaba hasta un punto más ele­vado todavía, podría llegar a tocarlas con la mano.
Permanecí muchas horas de aquella noche bajo las estrellas y el firmamento, examinando mi conciencia y preguntándole a mi corazón. Tenía la impresión de en­contrarme en la iglesia, de rodillas frente al altar, no­tando la imponente presencia de Dios. Finalmente mi alma se henchió de paz divina, y del mismo modo que un niño se aprieta contra el pecho de su madre, recliné yo mi cabeza en la sabia Naturaleza, ¡oh, madre de to­dos nosotros!

1.007. Briece (Ambrose)

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