Al despertar, el sol ya se encontraba detrás de las
montañas, cuyos picos mostraban ribetes de fuego. Me pareció como si
estuviera viviendo un sueño, aunque pronto volví a la realidad. Los gritos del
muchacho que retumbaron en la distancia me hicieron comprender inmediatamente
que estaba solo en aquella región abandonada. Evidentemente le dio pena mi
estado, porque en vez de perturbar mi sueño, se marchó sin despedirse. Tenía
que darse prisa si quería llegar a la vaquería del Lago Verde antes de que
anocheciera. Al entrar en la choza vi que el fuego ardía con energía, y que
habían apilado un buen montón de leña a su lado. El previsor muchacho tampoco
se había olvidado de dejarme la cena, que consistía en algo más de pan y de leche.
También había sacudido la hierba de mi duro lecho, cubriéndolo con una manta
de lana, servicios que le agradecí desde lo más profundo de mi corazón.
Gracias a mi largo sueño me encontraba nuevamente
con fuerzas, y permanecí fuera de la cabaña hasta bien entrada la noche. Hice
mis oraciones mirando los promontorios rocosos que se levantaban bajo aquel
oscuro horizonte en el que las estrellas parpadeaban alegremente. Se diría que
allí, a aquella altura, las estrellas brillaban más intensamente que en el
valle, y era fácil suponer que si uno escalaba hasta un punto más elevado
todavía, podría llegar a tocarlas con la mano.
Permanecí muchas horas de aquella noche bajo las
estrellas y el firmamento, examinando mi conciencia y preguntándole
a mi corazón. Tenía la impresión de encontrarme en la iglesia, de rodillas
frente al altar, notando la imponente presencia de Dios. Finalmente mi alma se
henchió de paz divina, y del mismo modo que un niño se aprieta contra el pecho
de su madre, recliné yo mi cabeza en la sabia Naturaleza, ¡oh, madre de todos
nosotros!
1.007. Briece (Ambrose)
No hay comentarios:
Publicar un comentario