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domingo, 19 de enero de 2014

El monje y la hija del verdugo - Cap. XXIX

Todas las mañanas las doncellas de los caseríos próxi­mos se acercan a mi cabaña. Sus joviales gritos resue­nan en el aire mientras el eco retumba en las montañas. Me traen leche fresca, queso y mantequilla; charlan unos minutos y después se marchan. Cada día me cuentan alguna novedad ocurrida en las montañas, o alguna noticia que ha llegado a las aldeas procedente de los pueblos de la llanura. Son felices y alegres y espe­ran con placer la llegada del domingo, día en que ten­drá lugar nuestra matinal celebración religiosa, y en cuya tarde suelen asistir al baile.
Por desgracia, estas dichosas personas no son inmu­nes al pecado de levantar falso testimonio contra sus semejantes. Me han hablado de Benedicta, asegurando que es una doncella inmoral, digna hija de un verdugo y (mi corazón se niega al mero hecho de escribirlo), ¡la amante de Roque! La picota, afirman, ha sido creada justamente para mujeres como ella.
Al escuchar a estas jóvenes expresarse con tanta acritud y falsedad sobre alguien a quien casi no cono­cen, me resultó difícil contener mi ira. Al final me apiadé de su ignorancia y las reprendí con paciente tranquilidad. Era un error, les expliqué, condenar a al­guien sin darle la oportunidad de defenderse. Hablar mal de alguien no es actitud propia de un cristiano.
No entendieron. Las sorprendió que pudiese de­fender a alguien como Benedicta... una doncella que, tal y como aseguraban y sin duda era verdad, había sido infamada en público, y carecía de amigos en el mundo.

1.007. Briece (Ambrose)

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