El
señor Bernardón se aprovechó de la ausencia de los forzados para examinar la
disposición del puerto. Es de suponer, sin embargo, que el espectáculo sólo le
interesaba medianamente, porque no tardó en maniobrar de manera para
encontrarse cerca de uno de los ayudantes, al que se dirigió sin vacilaciones:
-¿A qué
hora vuelven al puerto los prisioneros, caballero?
-A la
una -respondió el ayudante.
-¿Se
hallan todos reunidos y sometidos indistintamente a los mismos trabajos?
-No,
señor. Hay algunos empleados en industrias particulares, bajo la dirección de
contramaestres. En los talleres de cerrajería, cordelería y fundición, que
exigen conocimientos especiales, se encuentran excelentes obreros.
-¿Y se
ganan la vida?
-Indudablemente.
-¿Hasta
qué punto?
-Eso
según. Pueden sacar de cinco a veinte céntimos por hora; algunas veces pueden
llegar hasta treinta céntimos.
-¿Y
tienen derecho a emplear ese dinero para mejorar su suerte?
-Sí.
Pueden comprar tabaco, porque, a pesar de los reglamentos y disposiciones
contrarios, se tolera que fumen; pueden también, por algunos céntimos, adquirir
raciones de guisado o de legumbres.
-¿Tienen
el mismo salario los condenados a perpetuidad que los otros?
-No,
señor; estos últimos tienen un suplemento de una tercera parte, que se les
guarda hasta la extinción de su condena, y entonces se les entrega, a fin de no
estar a la indigencia más completa, al salir del presidio.
-¡Ah!
-dijo pura y simplemente el señor Bernardón, que pareció estar absorto en sus
pensamientos.
-A fe
mía, caballero -prosiguió el ayudante, no son desgraciados hasta el extremo que
muchos imaginan. Si por sus faltas o sus tentativas de evasión no aumentasen
ellos mismos la severidad del régimen, serían menos dignos de compasión que
muchos obreros de las ciudades, de las fábricas y de las minas.
-¿La
prolongación de la pena -preguntó el marsellés, cuya voz pareció un poco
alterada, no es, por tanto, el único castigo que se les inflige en caso de
tentativa de evasión?
-No; se
les aplica también una paliza y la doble cadena.
-¿Una
paliza...?
-Que
consiste en golpes sobre las espaldas, de quince a sesenta, según los casos,
aplicados con una cuerda embreada.
-¿Y es
indudable que todo intento de fuga resultará imposible para un condenado a la
doble cadena?
-Casi,
casi -respondió el ayudante; los condenados se hallan entonces sujetos al pie
de su banco, y no salen nunca. En semejantes condiciones, una evasión no es
cosa fácil.
-¿Es,
por consiguiente, durante los momentos en que se hallan entregados al trabajo
cuando se escapan con más facilidad?
-Indudablemente.
Las parejas, aunque vigiladas por un celador, disfrutan de cierta libertad,
exigida por el trabajo, y es tal la habilidad de esas gentes que, a despecho de
la más activa vigilancia, en menos de cinco minutos rompen la cadena más
fuerte. Cuando la chaveta remachada en el perno móvil está muy dura, conservan
la argolla que les rodea la pierna y rompen el primer eslabón de su cadena.
Muchos forzados de los empleados en los talleres de cerrajería encuentran en
ellos, sin gran esfuerzo, los útiles e instrumentos necesarios. Con frecuencia,
les basta la placa de hierro en la que va grabado su número respectivo. Si
consiguen procurarse un resorte de reloj, no tarda mucho en oírse el estampido
del cañón de alarma. En fin, poseen mil recursos, y un condenado ha llegado a
vender hasta veintidós de esos secretos por evitarse una paliza.
-Pero
¿dónde pueden esconder esos instruyentos?
-En
todas partes y en ninguna. Un forzado llegó a producirse heridas, y ocultaba
entre piel y carne trocitos de acero. Reciente-mente, yo confisqué a un
condenado un cesto de paja, cada una de cuyas hebras encerraba limas y sierras
imperceptibles. Nada es imposible, caballero, a hombres deseosos de reconquistar
su libertad.
En
aquel momento dio la una; el ayudante saludó al señor Bernardón y se dirigió a
su puesto para reanudar el servicio.
Los
forzados salían entonces del presidio, solos los unos, acoplados los otros dos
a dos, bajo la vigilancia de los celadores. Pronto el puerto resonó con el
ruido de las voces, el choque de los hierros y las amenazas de los capataces.
En el
Parque de Artillería, donde el azar le condujo, el señor Bernardón encontró
fijado el código penal de la chusma.
«Será
castigado con la pena de muerte todo condenado que hiera a un agente, que mate
a su camarada, que se rebele o provoque una rebelión; será condenado con tres
años a doble cadena el condenado a perpetuidad que haya intentado evadirse; a
tres años de prolongación de pena, el forzado temporal que haya cometido el
mismo crimen, y a una prolongación, que será determinada mediante un juicio,
todo forzado que robe una suma superior a cinco francos.
Será
castigado con la paliza todo condenado que haya roto sus hierros o empleado un
medio cualquiera para evadirse, que robe una suma superior a cinco francos, que
se embriague, que juegue a juegos de azar, que fume en el puerto, que venda o
estropee sus harapos, que escriba sin permiso, aquel sobre el cual se encuentre
una suma superior a diez francos, que se bata con su camarada, que se niegue a
trabajar o se muestre insubordinado.»
Después
de leerlo, el marsellés se quedó pensativo. Fue apartado de sus reflexiones por
la llegada de unos grupos de forzados. El puerto se encontraba en plena
actividad, distribuyéndose en todas partes el trabajo. Los contramaestres
hacían oír acá y allá sus voces rudas:
-¡Diez
parejas para Saint Mandrier!
-¡Quince
calcetines para la cordelería!
-¡Veinte
parejas a la arboladura!
-¡Un
refuerzo de seis rojos a la dársena!
Los
trabajadores solicitados se dirigían a los sitios designados, excitados por las
injurias de los ayudantes, y con frecuencia por sus temibles látigos. El
marsellés contemplaba con suma atención a cuantos forzados desfilaban ante él.
Unos se uncían a carretas sumamente cargadas; otros transportaban sobre sus
espaldas pesados maderos, y otros se dedicaban al remolque de los buques.
Los
forzados, sin distinción, estaban vestidos con una casaca roja, una almilla del
mismo color y un pantalón de grosera tela gris. Los condenados a perpetuidad
llevaban un gorro de lana enteramente verde; a menos de hallarse dotados de
aptitudes especiales, eran empleados en los trabajos más rudos. Los condenados
sospechosos, por razón de sus perversos instintos o por sus tentativas de
evasión, estaban tocados con un gorro verde con una ancha banda roja. Para los
condenados temporales estaba reservado el gorro uniforme-mente rojo, adornado
con una placa de hojalata que llevaba el número de matrícula de cada uno de los
forzados. Estos últimos eran los que el señor Bernardón examinaba más
atentamente.
Los
unos, encadenados de dos en dos, tenían cadenas de ocho a veintidós libras. La
cadena, partiendo del pie de uno de los condenados, subía hasta su cintura,
donde se hallaba sujeta, e iba a adherirse a la cintura y al pie del otro.
Estos desdichados se llamaban humorísticamente los Caballeros de la guirnalda.
Otros forzados llevaban sólo una cadena de nueve a diez libras, y otros un solo
anillo, denominado calcetín, que pesaba de dos a cuatro libras. Algunos
presidiarios temibles tenían el pie cogido en un martinete, herramienta en
forma de triángulo, rematada a cada uno de sus extremos alrededor de la pierna
y templada de una manera especial, que resiste a todo esfuerzo de rotura.
El
señor Bernardón, interrogando ora a los forzados, ora a los vigilantes, fue
recorriendo los diversos trabajos del puerto. Ante él se desarrollaba un cuadro
tristísimo, muy a propósito para conmover el corazón de un filántropo, y sin
embargo, a decir verdad, el señor Bernardón no parecía verlo. Sin pararse a
contemplar la escena en su conjunto, sus ojos buscaban por todas partes,
examinando a los forzados uno tras uno, como si entre aquella innumerable muche-dumbre
hubiera buscado a uno que no le esperaba. Pero la investiga-ción se prolongaba
en vano, y por instantes se veía retratarse el desaliento en el rostro del
inquieto visitante.
El azar
del paseo acabó al fin por conducirle junto a la arboladura. Súbitamente se
detuvo y sus ojos se fijaron sobre uno de los hombres que trabajaban en el
cabrestante. Desde el sitio donde se encontraba podía ver el número del
forzado, el número 2224, grabado en una placa de hojalata sujeta en el gorro
rojo de los condenados temporales.
1.016. Verne (Julio)
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