Andrei
Efímich se trasladó a una casita de tres ventanas, propiedad de la viuda de un
menestral llamada Vielova. En ella no había más que tres habitaciones, sin
contar la cocina. Dos de ellas, con ventanas a la calle, las ocupaba el doctor;
en la tercera y en la cocina vivían Dáriushka y la dueña, con sus tres hijos. A
veces acudía a pasar la noche el amante de la dueña, un borracho alborotador
que atemorizaba a los niños y a Dáriushka. Cuando llegaba, se sentaba en la
cocina y empezaba a pedir vodka. Aquello resultaba demasiado estrecho, y el
doctor, movido por un sentimiento de compasión, se llevaba a los niños, que no
cesaban de llorar, y los acostaba en su misma habitación, en el suelo, cosa que
le producía gran satisfacción.
Seguía
levantándose a las ocho y, después de tomar el té, se sentaba a leer sus viejos
libros y revistas.
Para
comprar nuevos, ya no tenía dinero. Y fuese porque los libros eran viejos o,
acaso, porque el ambiente era distinto, la lectura ya no le atraía como antes y
le fatigaba. Al objeto de no caer en una ociosidad completa, se dedicó a
componer un catálogo completo de sus libros y a pegar las etiquetas
correspondientes en los lomos, y este trabajo, mecánico y meticuloso, le
resultó más interesante que la lectura. Con su monotonía y minuciosidad, le
distraía de un modo incomprensible.
No
pensaba en nada y el tiempo pasaba con rapidez.
Le
resultaba entretenido hasta pelar patatas con Dáriuslika en la cocina, o
limpiar el alforfón. Los sábados y domingos iba a la iglesia. De pie junto a la
pared y con los ojos cerrados, escuchaba el canto y pensaba en sus padres, en la Universidad , en las
religiones; se sentía tranquilo y triste, y luego, al salir del templo,
lamentaba que los oficios hubieran terminado tan pronto.
Estuvo
un par de veces en el hospital para visitar a Iván Dmítrich y charlar un rato
con él. Pero en ambas ocasiones Iván Dmitrich se mostró muy excitado y
colérico; le pidió que le dejase tranquilo, pues le fastidiaban las charlas
vacías, y dijo que la única recompensa que pedía a los malditos canallas, por
todos sus sufrimientos, era que lo recluyesen donde no hubiera nadie. ¿Es que
le iban a negar hasta eso? Cuando Andrei Efímich se despidió de él, las dos
veces, deseándole buenas noches, el otro le mostró los dientes y dijo:
-¡Váyase
al diablo!
Y
Andrei Efímich no sabía ahora si ir una tercera vez. Lo cierto es que sentía
deseos de hacerlo.
Antes,
terminada la comida, Andrei Efímich daba un paseo por las habitaciones y
pensaba; ahora, desde la comida al té de la tarde, permanecía tumbado en el
diván, vuelto hacia la pared, y se entregaba a unos pensamientos mezquinos que
no podía apartar de su cabeza. Le molestaba que, después de más de veinte años
de servicio, no le hubiesen concedido una pensión, ni siquiera un subsidio.
Cierto
que no había trabajado a conciencia, pero la pensión la concedían sin excepción
a todos los funcionarios, lo mismo si eran honestos que si no lo eran. Porque
la justicia moderna consistía precisamente en recompensar con honores, condecoraciones
y pensiones no las cualidades morales ni la capacidad, sino el hecho de haber
ejercido un cargo, cualquiera que fuese. ¿Por qué debía ser él una excepción?
Se
le había acabado el dinero. Le daba vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a
la dueña. Le debía ya treinta y dos rublos de cerveza. También estaba en deuda
con la Vielova.
Dáriushka vendía disimuladamente los trajes viejos y los
libros y engañaba a la dueña de la casa, diciendo que el doctor iba a recibir
pronto una importante suma.
Se
enfadaba consigo mismo por haber gastado en el viaje los mil rublos que tenía
ahorrados. ¡Qué bien le vendrían ahora! Le molestaba que no le dejasen en paz.
Jobótov se creía en la obligación de visitar de tarde en tarde a su colega
enfermo. Todo él le causaba repugnancia a Andreí Efímich: la satisfecha cara,
su tono indulgente, la palabra «colega», las botas altas; lo que más le
molestaba era que se considerase en el deber de tratar a Andrei Efímich y
pensase que, en efecto, lo estaba curando. Cada vez le traía un frasco de
bromuro potásico y píldoras de ruibarbo.
También
Mijaíl Averiánich se creía en el deber de visitar y distraer a su amigo.
Entraba siempre con una afectada desenvoltura, reía forzadamente y trataba de
hacerle creer que tenía muy buen aspecto y que las cosas, gracias a Dios, iban
mejorando, de lo que podía deducirse que consideraba desesperada la situación
de su amigo. No le había devuelto la deuda de Varsovia, se sentía violento,
abrumado por la vergüenza, y por esto trataba de reír con más fuerza y de
contar las cosas más chistosas. Sus anécdotas y cuentos parecían ahora
interminables y resultaban un tormento lo mismo para Andrei Efímich que para él
mismo.
Cuando
estaba presente, Andrei Efímich se sentaba en el diván, de cara a la pared, y
escuchaba apretando los dientes. En su alma se iban depositando capas de un
sentimiento de resquemor, y después de cada visita de su amigo sentía que el
resquemor iba subiendo, hasta llegarle a la garganta.
Para
acallar los sentimientos mezquinos, trataba de pensar que él mismo, y Jobótov,
y Mijaíl Averiánich, acabarían por morir tarde o temprano, sin dejar en la
naturaleza la menor huella de su paso. Si dentro de un millón de años pasaba
junto al globo terrestre, en el espacio, un espíritu, lo único que vería sería
tierra y rocas desnudas. Todo -la cultura y las leyes morales- habría
desaparecido; no crecerían ni siquiera cardos. ¿Qué importaban la vergüenza
ante el tendero, el minúsculo Jobótov, la pesada amistad de Mijaíl Averiánich?
Todo esto no era más que un absurdo, tonterías.
Pero
tales reflexiones no le servían ya de nada.
Apenas
empezaba a imaginarse lo que sería el globo terrestre dentro de un millón de
años, cuando de detrás de una roca desnuda aparecía Jobótov con sus botas
altas, o Mijaíl Averiánich con su forzada risa. Hasta creía oír un murmullo
avergonzado: «La deuda de Varsovia, querido, se la pagaré uno de estos días...
Sin falta.»
1.014. Chejov (Anton)
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