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viernes, 27 de diciembre de 2013

La sala numero 6 - Cap. XV

Andrei Efímich se trasladó a una casita de tres ventanas, propiedad de la viuda de un menestral llamada Vielova. En ella no había más que tres habitaciones, sin contar la cocina. Dos de ellas, con ventanas a la calle, las ocupaba el doctor; en la tercera y en la cocina vivían Dáriushka y la dueña, con sus tres hijos. A veces acudía a pasar la noche el amante de la dueña, un borracho alborotador que atemorizaba a los niños y a Dáriushka. Cuando llegaba, se sentaba en la cocina y empezaba a pedir vodka. Aquello resultaba demasiado estrecho, y el doctor, movido por un sentimiento de compasión, se llevaba a los niños, que no cesaban de llorar, y los acostaba en su misma habitación, en el suelo, cosa que le producía gran satisfacción.
Seguía levantándose a las ocho y, después de tomar el té, se sentaba a leer sus viejos libros y revistas.
Para comprar nuevos, ya no tenía dinero. Y fuese porque los libros eran viejos o, acaso, porque el ambiente era distinto, la lectura ya no le atraía como antes y le fatigaba. Al objeto de no caer en una ociosidad completa, se dedicó a componer un catálogo completo de sus libros y a pegar las etiquetas correspondientes en los lomos, y este trabajo, mecánico y meticuloso, le resultó más interesante que la lectura. Con su monotonía y minuciosidad, le distraía de un modo incomprensible.
No pensaba en nada y el tiempo pasaba con rapidez.
Le resultaba entretenido hasta pelar patatas con Dáriuslika en la cocina, o limpiar el alforfón. Los sábados y domingos iba a la iglesia. De pie junto a la pared y con los ojos cerrados, escuchaba el canto y pensaba en sus padres, en la Universidad, en las religiones; se sentía tranquilo y triste, y luego, al salir del templo, lamentaba que los oficios hubieran terminado tan pronto.
Estuvo un par de veces en el hospital para visitar a Iván Dmítrich y charlar un rato con él. Pero en ambas ocasiones Iván Dmitrich se mostró muy excitado y colérico; le pidió que le dejase tranquilo, pues le fastidiaban las charlas vacías, y dijo que la única recompensa que pedía a los malditos canallas, por todos sus sufrimientos, era que lo recluyesen donde no hubiera nadie. ¿Es que le iban a negar hasta eso? Cuando Andrei Efímich se despidió de él, las dos veces, deseándole buenas noches, el otro le mostró los dientes y dijo:
-¡Váyase al diablo!
Y Andrei Efímich no sabía ahora si ir una tercera vez. Lo cierto es que sentía deseos de hacerlo.
Antes, terminada la comida, Andrei Efímich daba un paseo por las habitaciones y pensaba; ahora, desde la comida al té de la tarde, permanecía tumbado en el diván, vuelto hacia la pared, y se entregaba a unos pensamientos mezquinos que no podía apartar de su cabeza. Le molestaba que, después de más de veinte años de servicio, no le hubiesen concedido una pensión, ni siquiera un subsidio.
Cierto que no había trabajado a conciencia, pero la pensión la concedían sin excepción a todos los funcionarios, lo mismo si eran honestos que si no lo eran. Porque la justicia moderna consistía precisamente en recompensar con honores, condecoraciones y pensiones no las cualidades morales ni la capacidad, sino el hecho de haber ejercido un cargo, cualquiera que fuese. ¿Por qué debía ser él una excepción?
Se le había acabado el dinero. Le daba vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a la dueña. Le debía ya treinta y dos rublos de cerveza. También estaba en deuda con la Vielova. Dáriushka vendía disimuladamente los trajes viejos y los libros y engañaba a la dueña de la casa, diciendo que el doctor iba a recibir pronto una importante suma.
Se enfadaba consigo mismo por haber gastado en el viaje los mil rublos que tenía ahorrados. ¡Qué bien le vendrían ahora! Le molestaba que no le dejasen en paz. Jobótov se creía en la obligación de visitar de tarde en tarde a su colega enfermo. Todo él le causaba repugnancia a Andreí Efímich: la satisfecha cara, su tono indulgente, la palabra «colega», las botas altas; lo que más le molestaba era que se considerase en el deber de tratar a Andrei Efímich y pensase que, en efecto, lo estaba curando. Cada vez le traía un frasco de bromuro potásico y píldoras de ruibarbo.
También Mijaíl Averiánich se creía en el deber de visitar y distraer a su amigo. Entraba siempre con una afectada desenvoltura, reía forzadamente y trataba de hacerle creer que tenía muy buen aspecto y que las cosas, gracias a Dios, iban mejorando, de lo que podía deducirse que consideraba desesperada la situación de su amigo. No le había devuelto la deuda de Varsovia, se sentía violento, abrumado por la vergüenza, y por esto trataba de reír con más fuerza y de contar las cosas más chistosas. Sus anécdotas y cuentos parecían ahora interminables y resultaban un tormento lo mismo para Andrei Efímich que para él mismo.
Cuando estaba presente, Andrei Efímich se sentaba en el diván, de cara a la pared, y escuchaba apretando los dientes. En su alma se iban depositando capas de un sentimiento de resquemor, y después de cada visita de su amigo sentía que el resquemor iba subiendo, hasta llegarle a la garganta.
Para acallar los sentimientos mezquinos, trataba de pensar que él mismo, y Jobótov, y Mijaíl Averiánich, acabarían por morir tarde o temprano, sin dejar en la naturaleza la menor huella de su paso. Si dentro de un millón de años pasaba junto al globo terrestre, en el espacio, un espíritu, lo único que vería sería tierra y rocas desnudas. Todo -la cultura y las leyes morales- habría desaparecido; no crecerían ni siquiera cardos. ¿Qué importaban la vergüenza ante el tendero, el minúsculo Jobótov, la pesada amistad de Mijaíl Averiánich? Todo esto no era más que un absurdo, tonterías.
Pero tales reflexiones no le servían ya de nada.
Apenas empezaba a imaginarse lo que sería el globo terrestre dentro de un millón de años, cuando de detrás de una roca desnuda aparecía Jobótov con sus botas altas, o Mijaíl Averiánich con su forzada risa. Hasta creía oír un murmullo avergonzado: «La deuda de Varsovia, querido, se la pagaré uno de estos días... Sin falta.»

1.014. Chejov (Anton)

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