El
dos de setiembre era un día templado y apacible, pero el cielo estaba cubierto
de nubes. Por la mañana temprano, vagaba sobre el Volga una ligera niebla y
después de las nueve comenzó a lloviznar. Y no había ninguna esperanza de que
el tiempo mejorara más tarde. Durante el desayuno Riabovsky decía a Olga
Ivánovna que la pintura era la más ingrata y la más aburrida de las artes; que
él no era pintor y que solamente los tontos lo creían hombre de talento, y de
repente, sin motivo alguno, cogió el cuchillo e hizo algunos cortes en el mejor
boceto suyo. Después del desayuno sentóse junto a la ventana y se puso a mirar,
sombrío, sobre el Volga.
Éste
ya carecía de brillo y presentaba un aspecto opaco, turbio y frío. Todo hacía
recordar la proximidad del tedioso y triste otoño. Y parecía que la naturaleza
quitó al Volga las lujosas alfombras verdes de sus orillas, los reflejos de
diamante de los rayos solares, la transparente lejanía azul y toda su
vestimenta de gala, y guardó todo ello en los baúles hasta la próxima
primavera; y las cornejas volaban cerca del Volga y se burlaban de él:
«¡Desnudo! ¡Desnudo!» Riabovsky escuchaba sus graznidos y pensaba en que ya
estaba agotado y sin talento, que todo en este mundo era convencional, relativo,
estúpido y que no debería ligarse a esa mujer... En una palabra, estaba de mal
humor y se abandonaba a la melancolía.
Olga
Ivánovna, sentada en la cama, detrás del biombo, se pasaba los dedos por sus
hermosos cabellos de lino y se imaginaba ya la sala, ya el dormitorio, ya el
gabinete de su casa; su imaginación la llevaba al teatro, a la casa de la
modista y a sus célebres amigos. ¿Qué estarán haciendo ahora? ¿Se acordarán de
ella? La temporada ha comenzado ya y era hora de pensar en las veladas. ¿Y
Dímov? ¡Querido Dímov! Con su mansedumbre infantil y quejumbrosa le pide en sus
cartas que vuelva a casa lo antes posible. Cada mes le enviaba setenta y cinco
rublos y cuando ella le había escrito que debía a los pintores cien rublos, se
los mandó también. ¡Qué hombre tan bondadoso y magnánimo! El largo viaje había
fatigado a Olga Ivánovna; se aburría y tenía deseos de alejarse de los mujiks y del olor a humedad del río y de
liberarse de esa sensación de suciedad física que experimentaba continuamente,
alojándose en las izbas campesinas y
trasladándose de una aldea a otra. Si Riabovsky no hubiera dado a los pintores
su palabra de honor de que se quedaba aquí hasta el veinte de setiembre, hubieran
podido irse hoy mismo. ¡Qué magnífico hubiera sido!
-¡Dios
mío! -gimió Riabovsky. ¿Cuándo, por fin, habrá sol? Un paisaje soleado no puedo
continuarlo sin sol.
-Pero
tú tienes un boceto con cielo nublado -dijo Olga Ivánovna, saliendo de detrás
del biombo. En el plano derecho está el bosque y en el izquierdo un rebaño de
vacas y los gansos, ¿recuerdas? Ahora podrías terminarlo.
-¡Bah...!
-frunció el ceño el pintor. ¡Terminarlo! ¿Cree usted acaso que soy tan estúpido
que no sé lo que debo hacer?
-¡Cómo
has cambiado! -suspiró Olga Ivánovna.
-Y
bueno...
A
Olga Ivánovna le temblaban los labios; dio unos pasos hacia la estufa y se puso
a llorar.
-Eso
es... Sólo faltaban las lágrimas. ¡Basta ya! Yo tengo mil motivos para llorar y
sin embargo no lloro.
-¡Mil
motivos! -exclamó Olga Ivánovna. El motivo principal es que usted ya está
harto de mí. ¡Sí! -dijo ella y comenzó a sollozar. La verdad es que usted tiene
vergüenza de nuestro amor. Procura siempre que los pintores no se den cuenta,
aunque esto no se puede ocultar y ellos ya lo saben todo hace tiempo.
-Olga,
le pido una sola cosa -dijo el pintor con voz suplicante y poniéndose una mano
en el corazón, sólo una cosa: ¡No me torture! ¡Nada más necesito de usted!
-¡Pero
jure que me ama todavía!
-¡Ah,
esto es una tortura! -farfulló el pintor entre dientes y se levantó de un
salto. ¡No me dejará otra cosa que tirarme al Volga o volverme loco! ¡Déjeme en
paz!
-¡Bueno,
máteme entonces, máteme! -gritó Olga Ivánovna. ¡Máteme!
Volvió
a sollozar y se ocultó tras el biombo. El murmullo de la lluvia sobre el techo
de paja de la izba se hizo más
fuerte. Riabovsky se echó las manos a la cabeza yse puso a caminar por la
habitación; luego, con expresión decidida, como si deseara demostrar a alguien
una cosa, se puso la gorra, se colgó la escopeta al hombro y salió de la izba.
Durante
largo rato Olga Ivánovna. Permaneció tendida en la cama, llorando. Al principio
pensó que no estaría mal envenenarse, para que Riabovsky, al regresar, la
encontrase muerta, pero luego sus pensamientos volaron a su casa, al gabinete
de su marido y ella se vio sentada, inmóvil, al lado de Dímov, gozando de una
paz física y de limpieza, y por la noche, en el teatro, escuchando a Mazzini. Y
la nostalgia por la civilización, por el ruido de la ciudad y por los
personajes famosos le oprimió el corazón. Entró la campesina, dueña de la casa,
y sin prisa comenzó a encender el horno para preparar la comida. El tufo llenó
la casa y el aire se tomó azul por el humo. Vinieron los pintores con sus altas
botas sucias y sus caras mojadas por la lluvia; estuvieron examinando los
bocetos, diciendo, para consolarse, que aun con el tiempo malo el Valga posee
sus encantos. Un barato reloj de pared repetía su tic-tac-tic... las moscas,
adormecidas por el frío, se agolpaban junto a los iconos, zumbando, mientras
que bajo los bancos, en las gruesas carretas, se afanaban las cucarachas...
Riabovsky
volvió a la casa cuando el sol se ponía. Pálido, exhausto, con las botas
sucias, arrojó la gorra sobre la mesa, se dejó caer sobre el banco y cerró los
ojos.
-Estoy
cansado... -dijo y movió las cejas en un esfuerzo para levantar los párpados.
Para
demostrar que no estaba enojada con él, Olga Ivánovna se le acercó, lo besó en
silencio y pasó el peine por sus rubios cabellos. Sintió ganas de peinarlo.
-¿Qué
pasa? -preguntó él, estremeciéndose, como si lo hubieran tocado con un objeto
frío, y abrió los ojos. ¿Qué pasa? ¡Déjeme en paz, por favor!
La
apartó con las manos y retrocedió, y ella creyó ver en su rostro una expresión
de fastidio y de repugnancia. En este momento entró la campesina que sostenía
cuidadosamente con ambas manos un plato con sopa, y Olga Ivánovna la vio mojar
sus grandes dedos en el caldo. La sucia campesina, la sopa de repollo que
Riabovsky comenzó a comer con avidez, la izba
y toda aquella vida que al principio le gustaba por su sencillez y por su
pintoresco desorden, le parecie-ron ahora horribles. Ella sintióse de golpe
ofendida y dijo con frialdad:
-Tenemos
que separarnos por un tiempo, porque si no llegaremos a reñir seriamente a
causa del tedio. Esto me cansa ya. Hoy mismo me iré.
-¿De
qué modo? ¿Montando un caballito de madera?
-Hoy
es jueves, de modo que a las nueve y media llega el vapor.
-Ah,
el cierto... bueno, vete... -dijo con voz suave Riabovsky, limpiándose la boca
con la toalla a falta de servilleta. No tienes nada que hacer aquí y te aburres...
Hay que ser un gran egoísta para retenerte. En marcha, pues... Nos veremos
después del veinte.
Olga
Ivánovna hacía los baúles con alegría y hasta las mejillas se le encendieron de
satisfacción. ¿Será posible -se preguntaba- que pronto pinte en la sala, duerma
en el dormitorio y almuerce con mantel? Sintió alivio en el corazón y ya no
estaba enojada con el pintor.
-Las
pinturas y los pinceles te los dejo aquí, Riabusha -le dijo. Lo que quede me
lo traerás... Ten cuidado., no te hagas el haragán ni te pongas melancólico sin
mí. Debes trabajar. ¡Eres un muchacho bravo, Riabusha!
A
las nueve,, Riabovsky la besó, para -según ella pensó- no tener que besarla en
el barco, en presencia de los pintores, y la acompañó hasta el muelle. Poco
tiempo después llegó el vapor y ella partió en él.
Al
cabo de dos días y medio llegó a su casa... Sin quitarse el sombrero ni el
impermeable, jadeando de emoción, pasó a la sala y llegó al comedor. Dímov, sin
levita y con el chaleco desabrochado, estaba sentado a la mesa, afilando el
cuchillo contra el tenedor; delante de él, sobre el plato, yacía un faisán. Al
entrar en la casa, Olga Ivánovna estaba convencida de que era indispen-sable
ocultárselo todo al marido y que para ello no le faltaban fuerzas ni habilidad,
pero ahora, viendo la amplia, dichosa y apacible sonrisa y los ojos brillantes
y jubilosos de Dímov, sintió que mentir a este hombre resultaba algo tan
infame, asqueroso e imposible como calumniar, robar o matar; y en un instante
decidió contarle todo lo sucedido. Después de dejarse abrazar y besar, se arrodilló
delante de él y se tapó la cara.
-¿Qué?
¿Qué, mamita? -preguntó él con ternura. ¿Me extrañabas?
Ella
levantó su rostro enrojecido por la vergüenza, y lo miró con expresión culpable
y suplicante, pero el miedo y la turbación le impidieron decir la verdad.
-No
es nada... -dijo ella. No... no es nada...
-Vamos,
siéntate -animó Dímov a su mujer, levantándola y ayudándola a tomar asiento en
la mesa. Así... come este faisán. Tendrás hambre, pobrecita
Y
mientras ella aspiraba ávidamente el aire casero y comía el faisán, él la
miraba con dulzura y reía, feliz.
1.014. Chejov (Anton)
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