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viernes, 27 de diciembre de 2013

La cigarra - Cap. V

El dos de setiembre era un día templado y apacible, pero el cielo estaba cubierto de nubes. Por la mañana temprano, vagaba sobre el Volga una ligera niebla y después de las nueve comenzó a lloviznar. Y no había ninguna esperanza de que el tiempo mejorara más tarde. Durante el desayuno Riabovsky decía a Olga Ivánovna que la pintura era la más ingrata y la más aburrida de las artes; que él no era pintor y que solamente los tontos lo creían hombre de talento, y de repente, sin motivo alguno, cogió el cuchillo e hizo algunos cortes en el me­jor boceto suyo. Después del desayuno sentóse junto a la ventana y se puso a mirar, sombrío, sobre el Volga.
Éste ya carecía de brillo y presentaba un aspecto opaco, turbio y frío. Todo hacía recordar la proximidad del tedioso y triste otoño. Y parecía que la naturaleza quitó al Volga las lujosas alfombras verdes de sus orillas, los reflejos de diamante de los rayos solares, la transparente lejanía azul y toda su vestimenta de gala, y guardó todo ello en los baúles hasta la próxima primavera; y las cornejas volaban cerca del Volga y se burlaban de él: «¡Desnudo! ¡Desnudo!» Riabovsky escuchaba sus grazni­dos y pensaba en que ya estaba agotado y sin talento, que todo en este mundo era convencional, relativo, estú­pido y que no debería ligarse a esa mujer... En una palabra, estaba de mal humor y se abandonaba a la melancolía.
Olga Ivánovna, sentada en la cama, detrás del biombo, se pasaba los dedos por sus hermosos cabellos de lino y se imaginaba ya la sala, ya el dormitorio, ya el gabinete de su casa; su imaginación la llevaba al teatro, a la casa de la modista y a sus célebres amigos. ¿Qué estarán haciendo ahora? ¿Se acordarán de ella? La temporada ha comenzado ya y era hora de pensar en las veladas. ¿Y Dímov? ¡Querido Dímov! Con su mansedumbre infantil y quejumbrosa le pide en sus cartas que vuelva a casa lo antes posible. Cada mes le enviaba setenta y cinco rublos y cuando ella le había escrito que debía a los pintores cien rublos, se los mandó también. ¡Qué hombre tan bondadoso y magnánimo! El largo viaje había fati­gado a Olga Ivánovna; se aburría y tenía deseos de alejarse de los mujiks y del olor a humedad del río y de liberarse de esa sensación de suciedad física que ex­perimentaba continuamente, alojándose en las izbas cam­pesinas y trasladándose de una aldea a otra. Si Riabovsky no hubiera dado a los pintores su palabra de honor de que se quedaba aquí hasta el veinte de setiembre, hubie­ran podido irse hoy mismo. ¡Qué magnífico hubiera sido!
-¡Dios mío! -gimió Riabovsky. ¿Cuándo, por fin, habrá sol? Un paisaje soleado no puedo continuarlo sin sol.
-Pero tú tienes un boceto con cielo nublado -dijo Olga Ivánovna, saliendo de detrás del biombo. En el plano derecho está el bosque y en el izquierdo un rebaño de vacas y los gansos, ¿recuerdas? Ahora podrías ter­minarlo.
-¡Bah...! -frunció el ceño el pintor. ¡Terminarlo! ¿Cree usted acaso que soy tan estúpido que no sé lo que debo hacer?
-¡Cómo has cambiado! -suspiró Olga Ivánovna.
-Y bueno...
A Olga Ivánovna le temblaban los labios; dio unos pasos hacia la estufa y se puso a llorar.
-Eso es... Sólo faltaban las lágrimas. ¡Basta ya! Yo tengo mil motivos para llorar y sin embargo no lloro.
-¡Mil motivos! -exclamó Olga Ivánovna. El moti­vo principal es que usted ya está harto de mí. ¡Sí! -dijo ella y comenzó a sollozar. La verdad es que usted tiene vergüenza de nuestro amor. Procura siempre que los pintores no se den cuenta, aunque esto no se puede ocultar y ellos ya lo saben todo hace tiempo.
-Olga, le pido una sola cosa -dijo el pintor con voz suplicante y poniéndose una mano en el corazón, sólo una cosa: ¡No me torture! ¡Nada más necesito de usted!
-¡Pero jure que me ama todavía!
-¡Ah, esto es una tortura! -farfulló el pintor entre dientes y se levantó de un salto. ¡No me dejará otra cosa que tirarme al Volga o volverme loco! ¡Déjeme en paz!
-¡Bueno, máteme entonces, máteme! -gritó Olga Ivánovna. ¡Máteme!
Volvió a sollozar y se ocultó tras el biombo. El mur­mullo de la lluvia sobre el techo de paja de la izba se hizo más fuerte. Riabovsky se echó las manos a la cabeza yse puso a caminar por la habitación; luego, con expre­sión decidida, como si deseara demostrar a alguien una cosa, se puso la gorra, se colgó la escopeta al hombro y salió de la izba.
Durante largo rato Olga Ivánovna. Permaneció tendida en la cama, llorando. Al principio pensó que no estaría mal envenenarse, para que Riabovsky, al regresar, la encontrase muerta, pero luego sus pensamientos volaron a su casa, al gabinete de su marido y ella se vio sentada, inmóvil, al lado de Dímov, gozando de una paz física y de limpieza, y por la noche, en el teatro, escuchando a Mazzini. Y la nostalgia por la civilización, por el ruido de la ciudad y por los personajes famosos le oprimió el corazón. Entró la campesina, dueña de la casa, y sin prisa comenzó a encender el horno para preparar la co­mida. El tufo llenó la casa y el aire se tomó azul por el humo. Vinieron los pintores con sus altas botas sucias y sus caras mojadas por la lluvia; estuvieron examinando los bocetos, diciendo, para consolarse, que aun con el tiempo malo el Valga posee sus encantos. Un barato reloj de pared repetía su tic-tac-tic... las moscas, ador­mecidas por el frío, se agolpaban junto a los iconos, zumbando, mientras que bajo los bancos, en las gruesas carretas, se afanaban las cucarachas...
Riabovsky volvió a la casa cuando el sol se ponía. Pálido, exhausto, con las botas sucias, arrojó la gorra sobre la mesa, se dejó caer sobre el banco y cerró los ojos.
-Estoy cansado... -dijo y movió las cejas en un esfuerzo para levantar los párpados.
Para demostrar que no estaba enojada con él, Olga Ivánovna se le acercó, lo besó en silencio y pasó el peine por sus rubios cabellos. Sintió ganas de peinarlo.
-¿Qué pasa? -preguntó él, estremeciéndose, como si lo hubieran tocado con un objeto frío, y abrió los ojos. ¿Qué pasa? ¡Déjeme en paz, por favor!
La apartó con las manos y retrocedió, y ella creyó ver en su rostro una expresión de fastidio y de repugnancia. En este momento entró la campesina que sostenía cui­dadosamente con ambas manos un plato con sopa, y Olga Ivánovna la vio mojar sus grandes dedos en el caldo. La sucia campesina, la sopa de repollo que Riabovsky comenzó a comer con avidez, la izba y toda aquella vida que al principio le gustaba por su sencillez y por su pintoresco desorden, le parecie-ron ahora horribles. Ella sintióse de golpe ofendida y dijo con frialdad:
-Tenemos que separarnos por un tiempo, porque si no llegaremos a reñir seriamente a causa del tedio. Esto me cansa ya. Hoy mismo me iré.
-¿De qué modo? ¿Montando un caballito de madera?
-Hoy es jueves, de modo que a las nueve y media llega el vapor.
-Ah, el cierto... bueno, vete... -dijo con voz suave Riabovsky, limpiándose la boca con la toalla a falta de servilleta. No tienes nada que hacer aquí y te abu­rres... Hay que ser un gran egoísta para retenerte. En marcha, pues... Nos veremos después del veinte.
Olga Ivánovna hacía los baúles con alegría y hasta las mejillas se le encendieron de satisfacción. ¿Será posible -se preguntaba- que pronto pinte en la sala, duerma en el dormitorio y almuerce con mantel? Sintió alivio en el corazón y ya no estaba enojada con el pintor.
-Las pinturas y los pinceles te los dejo aquí, Riabusha -le dijo. Lo que quede me lo traerás... Ten cuidado., no te hagas el haragán ni te pongas melancólico sin mí. Debes trabajar. ¡Eres un muchacho bravo, Riabusha!
A las nueve,, Riabovsky la besó, para -según ella pensó- no tener que besarla en el barco, en presencia de los pintores, y la acompañó hasta el muelle. Poco tiempo después llegó el vapor y ella partió en él.
Al cabo de dos días y medio llegó a su casa... Sin quitar­se el sombrero ni el impermeable, jadeando de emoción, pasó a la sala y llegó al comedor. Dímov, sin levita y con el chaleco desabrochado, estaba sentado a la mesa, afilando el cuchillo contra el tenedor; delante de él, sobre el plato, yacía un faisán. Al entrar en la casa, Olga Ivánovna estaba convencida de que era indispen-sable ocultárselo todo al marido y que para ello no le faltaban fuerzas ni habilidad, pero ahora, viendo la amplia, di­chosa y apacible sonrisa y los ojos brillantes y jubilosos de Dímov, sintió que mentir a este hombre resultaba algo tan infame, asqueroso e imposible como calumniar, robar o matar; y en un instante decidió contarle todo lo sucedido. Después de dejarse abrazar y besar, se arro­dilló delante de él y se tapó la cara.
-¿Qué? ¿Qué, mamita? -preguntó él con ternura. ¿Me extrañabas?
Ella levantó su rostro enrojecido por la vergüenza, y lo miró con expresión culpable y suplicante, pero el mie­do y la turbación le impidieron decir la verdad.
-No es nada... -dijo ella. No... no es nada...
-Vamos, siéntate -animó Dímov a su mujer, levan­tándola y ayudándola a tomar asiento en la mesa. Así... come este faisán. Tendrás hambre, pobrecita
Y mientras ella aspiraba ávidamente el aire casero y comía el faisán, él la miraba con dulzura y reía, feliz.

1.014. Chejov (Anton)

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