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viernes, 27 de diciembre de 2013

La princesa

Un coche tirado por cuatro hermosos y bien alimenta­dos caballos atravesó el gran portón, denominado «Rojo», del monasterio masculino N.; los monjes-prestes y los novicios, agolpados frente al pabellón de hospedaje, junto al ala reservada para los nobles, ya desde lejos habían reconocido -por el cochero y los caballos- en la dama que venía en el coche, a su antigua visitante la princesa Vera Gavrílovna.
Un viejo criado con librea saltó del pescante y ayudó a la princesa a bajarse del coche. Ella levantó el oscuro velo y acercóse sin prisa a dos prestes para recibir la bendición; luego saludó cariñosamente a los novicios in­clinando la cabeza y se dirigió a sus aposentos.
-¿Qué me cuentan de bueno? ¿Han extrañado a su princesa? -decía a los monjes que introducían sus ma­letas. Hace un mes entero que no vengo por aquí. Y bien, ahora he llegado, miren a su princesa. Pero, ¿dónde está el padre prior? ¡Dios mío, ardo de impa­ciencia! ¡Es un anciano maravilloso! ¡Deben ustedes enorgullecerse de tener un prior como él!
Cuando entró el archimandrita, la princesa dejó esca­par un grito de entusiasmo, cruzó las manos sobre el pecho y se acercó a él para recibir la bendición.
-¡No, no! ¡Deje que le bese la mano! -dijo, asiendo su mano y besándola tres veces con fervor. ¡Cuánto me alegro, santo padre, de volverlo a ver, por fin! Ustedes habían olvidado a su princesa, pero yo, en cada instante vivía mentalmente en su simpático monasterio. ¡Qué bien se está aquí! En esta vida, entregada a Dios, lejos de la futilidad mundana, hay un encanto especial, santo padre, que yo siento con toda mi alma, pero no puedo expresar con palabras.
A la princesa se le enrojecieron las mejillas y a sus ojos asomaron las lágrimas. Hablaba sin cesar, con calor, pero el prior, anciano de unos setenta años, serio, tímido y feo, permanecía silencioso y sólo de vez en cuando decía bruscamente, a la manera militar.
-Así es, excelencia... la escucho... comprendo...
-¿Cuánto tiempo se dignará quedarse con nosotros? -le preguntó.
-Hoy pasaré la noche aquí; mañana iré a ver a Clau­dia Nicoláievna (hace tiempo que no nos vemos) y pasado mañana volveré para pasar aquí tres o cuatro días. Quie­ro descansar espiritualmente, santo padre...
A la princesa le gustaba el monasterio N. En los últimos dos años se encariñó con el lugar y lo visitaba casi todos los meses de verano, quedándose allí dos o tres días y a veces una semana entera. Los tímidos no­vicios, el silencio, los bajos techos, el olor de los cipreses, la frugal merienda, las baratas cortinas en las ventanas, todo la conmovía, enternecía y predisponía para la con­templación y los buenos pensamientos. Le bastaba que­darse en sus habitaciones media hora para sentirse ella también, tímida y modesta y creer que también ella olía a ciprés; el pasado desaparecía a lo lejos, perdía su valor, y la princesa se ponía a pensar que, no obstante sus veintinueve años, se parecía mucho al viejo archi­mandrita y que, como él, no había nacido para la riqueza ni la grandeza terrenal, ni el amor, sino para una vida apacible, apartada del mundo, crepuscular como estas habitaciones...
Ocurre a veces que a la oscura celda del ayunador, sumergido en la oración, asomará de pronto un rayo de sol o se posará en la ventana de la celda un pajarillo y cantará su canción; el severo ayunador sonreirá sin querer y en su pecho, bajo el hondo pesar por sus pe­cados, cual un arroyo debajo de la piedra, fluirá, de repente, una apacible y pura alegría. La princesa creía traer consigo, de afuera, el mismo consuelo que traían el rayo de sol o el pajarillo. Su sonrisa, alegre y afable; su dulce mirada; su voz; sus bromas; toda ella, en fin, menuda, esbelta, con su sencillo vestido negro, debía suscitar en aquellos hombres, simples y severos, una sensación de enternecimiento y alegría. Mirándola cada uno debía pensar: «Dios nos ha enviado un ángel...» Y, sintiendo que cada uno sin querer lo pensaba, ella son­reía con más afabilidad aun y trataba de parecer un pajarillo.
Después de tomar el té y descansar un poco, salió a dar un paseo. El sol se había puesto ya. El parterre del monasterio envolvía a la princesa con la húmeda fra­gancia del reseda, recién regado; desde la iglesia llegó el suave canto de voces masculinas que, a lo lejos, parecía muy agradable y triste. Se cantaban las vísperas. En las oscuras ventanas, donde parpadeaban quedamente las lu­cecitas de los candiles; en las sombras; en la figura del anciano monje, sentado en el atrio junto al icono con cepillo, había tanta sosegada paz que la princesa sintió ganas de llorar...
Mientras tanto, del otro lado del portón, en la alameda formada por el muro y los abedules, ya era de noche. El aire se, oscurecía rápidamente... La princesa dio algu­nos pasos por la alameda, sentóse en un banco y se quedó pensando.
Pensaba en que no estaría mal radicarse para siempre en este monasterio donde la vida es apacible e impertur­bable como una noche de verano; que no estaría mal olvidarse por completo del ingrato y corrompido prín­cipe, de sus propias enormes riquezas, de los acreedores que la molestaban todos los días, de sus penas, de su doncella Dasha, cuya cara tenía expresión insolente aque­lla mañana. Podría quedarse sentada durante toda la vida, aquí, sobre el banco, mirando, a través de los abedules, cómo los jirones de la niebla crepuscular vagan al pie de la montaña; cómo a lo lejos, por encima del bosque, los grajos vuelan hacia el lugar de descanso nocturno, formando una nube negra, semejante a un velo; cómo dos novicios -uno montando un caballo pío y otro a pie- conducen los caballos a pastar y, contentos por la libertad, hacen travesuras como dos chicos; sus voces juveniles resuenan claramente en el aire inmóvil y se puede distinguir cada palabra. Qué agradable es quedarse sentada así escuchando el silencio: ora la rana hace un leve murmullo en la hojarasca; ora el reloj del campa­nario toca un cuarto, de hora... Quedarse así inmóvil, escuchar y pensar, pensar, pensar...
Pasó una vieja con alforjas. La princesa pensó que no estaría mal detener a esa vieja y decirle algo cariñoso y cordial, ayudarla en algo... Pero la vieja no se dio vuel­ta ni una sola vez y dobló la esquina.
Poco tiempo después apareció en la alameda un hom­bre alto, de canosa barba y con un sombrero de paja. Pasando frente a la princesa, se quitó el sombrero y la saludó, y por su pronunciada calva y su afilada nariz aguileña la princesa reconoció en él al médica Mijail Ivánovich, quien cinco años antes prestó servicio en su propiedad Dubovki. Recordó que alguien le había dicho que el año pasado se le había muerto la mujer y tuvo ganas de compadecerlo y consolarlo.
-Doctor. ¿parece que no me reconoce? -le preguntó con afable sonrisa.
-Sí, princesa, la reconocí -dijo el médico, volviendo a quitarse el sombrero.
-Ah, gracias. Pensé que también usted se había ol­vidado de su princesa. La gente sólo se acuerda de sus enemigos, mientras que se divida de sus amigos... ¿Vino usted aquí para orar un poco?
-Todos los sábados paso la noche aquí, por necesidad. Vine para atender enfermos.
-Y bien ¿cómo le va? -preguntó la princesa, sus­pirando. Me dijeron que ha fallecido su esposa. ¡Qué desgracia!
-Sí, princesa, para mí es una gran desgracia.
-¡Qué se le va a hacer! Debemos soportar las desgra­cias con resignación. Sin la voluntad de la Providencia no cae un solo pelo de la cabeza del hombre.
-Sí, princesa.
A la afable y dulce sonrisa de la princesa y a sus sus­piros el médico respondía fría y secamente: «Sí, prince­sa». También la expresión de su rostro era fría y seca.
«¿Qué más podría decirle?» -pensó la princesa.
-¡Cuánto tiempo hace ya que no nos vemos! -dijo. ¡Cinco años! Durante este lapso cuántas aguas corrieron al mar, cuántos cambios se produjeron, ¡hasta da miedo pensarlo! Sabrá usted que me casé... la condesa se con­virtió en princesa. Y ya tuve tiempo para separarme de mi marido.
-Sí, he oído hablar.
-Dios me mandó muchas pruebas. Probablemente haya oído usted también que estoy casi arruinada. Por las deudas de mi desdichado marido han vendido mis propiedades de Dubovki, Kiriákovo y Sofino. Me queda­ron solamente las aldeas Baránovo y Mijáltsevo. Da miedo mirar para atrás, ¡cuántos cambios, desgracias de toda índole, cuántos errores!
-Sí, princesa, muchos errores.
La princesa sintióse algo confundida. Conocía sus errores, pero éstos eran de carácter tan íntimo que ella sola podía pensar en ellos y hablar de ellos. Sin poder contenerse, le preguntó:
-¿En cuáles errores piensa usted?
-Usted los ha mencionado, quiere decir que los co­noce... -respondió el doctor con una sonrisa. ¿Para qué vamos a hablar de ellos?
-No, no, dígame, doctor. ¡Le estaré muy agradecida! Y, por favor, no haga ceremonias conmigo. Me gusta escuchar la verdad.
-¿Quién soy yo para juzgarla, princesa?
-¿Juzgar? El tono con quejo dice significa que sabe algo. ¡Digámelo!
-Lo haré si lo desea. Pero, lamentablemente, no sé hablar bien y no siempre se me puede entender.
El doctor pensó durante un rato y comenzó diciendo:
-Son muchos los errores, pero, propiamente dicho, el principal de ellos es, a mi juicio, la atmósfera general que... que reinaba en todas sus propiedades. Ya ve usted que no sé expresarme. Quiero decir que lo principal era el desamor, el asco hacia la genté que se sentía literal­mente en todas las cosas. Sobre este asco estaba edificado todo su sistema de vida. El asco hacia la voz humana, las caras, las nucas, los pasos... en una palabra, hacia todo lo que compone al hombre. En todas las puertas y en las escaleras están apostados los lacayos, satisfechos, groseros y perezosos, que no dejan entrar a las personas mal vestidás; en el vestíbulo sé hallan alineadas las sillas de altos respaldos para que los criados -durante los bailes y las recepciones- no manchen con sus nucas el empapelado de las paredes; en todas las habitaciones hay gruesas alfombras para anular el ruido de los pasos humanos; a cada uno que entra se le advierte sin falta que debe hablar en voz baja y lo menos posible y que no debe decir nada que pueda hacer mal a la imaginación y los nervios. Y en su despacho no suelen dar la mano al visi­tante ni lo invitan a sentarse, de la misma manera como ahora no me tendió usted la mano ni me invitó a tomar asiento...
-¡Sírvase, si desea! -dijo la princesa, tendiendo la mano y sonriendo. En verdad, enojarse por semejante bagatela...
-¿Acaso estoy enojado? -rió el doctor, pero acto seguido se quitó el sombrero y, agitándolo, prosiguió, con las mejillas encendidas: Hablando con franqueza, hace ya tiempo que esperaba una oportunidad para de­cirle todo... Quiero decir que usted mira a la gente de modo napoleónico, como si fuera carne de cañón. Pero Napoleón, por lo menos, tenía una idea, cualquiera que fuese, mientras que usted, aparte del asco, ¡no tiene nada:
-¿Yo tengo asco por la gente? -sonrió la princesa, encogiéndose de hombros, sorprendida. ¿Yo?
-¡Sí, usted! ¿Necesita hechos? ¡Ahí los tiene! En su aldea Mijáltsevo viven de limosna tres antiguos coci­neros suyos que en sus cocinas perdieron la vista a causa del intenso calor de los hornos. Cuanto había de sano, fuerte y atractivo en la extensión de las decenas de miles de deciatinas[1] fue transformado por usted y por sus go­rrones en criados, lacayos, cocheros. Todas esas bípedas bestias se educaron en el servilismo, hartaron sus,ápeti­tas, endurecieron, perdieron, en una palabra, la imagen y semejanza humanas... A jóvenes médicos, agrónomos, maestros e intelectuales en general se les aparta, Dios mío, de sus tareas, del trabajo honesto, y los obligan, por un pedazo de pan, a participar en toda clase de comedias de marionetas que hacen avergonzar a cual­quier persona decente. Algunos jóvenes no alcanzan a permanecer tres años en el servicio cuando ya son hipó­critas, adulones y alcahuetes... ¿Acaso está bien eso? Sus administradores polacos, esos espías infames, los Casimiros y Caetanos, merodean de la mañana a la noche por las decenas de miles de deciatinas y, para compla­cerla, tratan de sacarle tres cueros a un buey. Perdone, me expreso en forma desordenada, pero no importa. En sus dominios, las gentes sencillas no se consideran como personas. Y aun los príncipes, los condes y los obispos que la visitaban sólo fueron reconocidos por usted en su aspecto decorativo y no como hombres. Pero lo princi­pal... lo que más me indigna es que, poseyendo una fortuna millonaria, no haya hecho nada por la gente, ¡nada!
La princesa estaba sorprendida, asustada, ofendida, y no sabía qué decir ni cómo portarse. Nunca nadie habló con ella en tono semejante. La desagradable y enojada voz del médico y su torpe y entrecortado discurso pro­vocaban en sus oídos y en su cabeza un ruido agudo y martilleante; luego le pareció que el doctor, gasticulando, le pegaba en la cabeza con su sombrero.
-¡No es verdad! -observó en voz baja y suplican­te. Hice mucho bien a la gente, ¡usted mismo lo sabe!
-¡Vamos! -gritó el doctor-. ¿Aún prosigue con­siderando usted su actividad benéfica como una cosa seria y útil y no como una comedia de títeres? Fue una co­media desde el principio hasta el fin, un jugar al amor del prójimo, un juego tan visible que lo entendían hasta los niños y las campesinas estúpidas. Tenemos como ejemplo (¿cómo se llamaba?) su extraña casa-hogar para ancianas solas, donde se me obligó a ser algo así como el médico jefe y donde usted misma fue la tutora de ho­nor. ¡Dios mío, qué bonita institución! Construyeron una casa con pisos de parquet y con la veleta en el tejado; juntaron en la aldea una docena de viejas y las obligaron a dormir bajo las frazadas de muletón y sobre las sába­nas de lienzo holandés y a comer caramelos.
El doctor rió con malicia, cubriéndose la cara con el sombrero, y prosiguió de prisa y tartamudeando:
-¡Era un juego! El personal subalterno del asilo es­condía las mantas y las sábanas, guardándolas bajo canda­do, para que las viejas no las ensuciaran -¡que duerman en el suelo estas brujas!. Las viejas no se atrevían a sentarse en la cama, ni a ponerse la blusa, ni a dar un paso por el encerado parquet. Todo se reservaba para la parada y se escondía de las viejas como si éstas fueran ladrones; las ancianas se alimentaban y vestían clandesti­namente, pidiendo limosna, y rogaban día y noche a Dios para que las liberara de la reclusión y de los benéficos sermones de los bien alimentados bribones a quienes us­ted había encargado el cuidado de las viejas. ¿Y qué hacía el personal superior? ¡Es algo delicioso! Unas dos veces por semana, al anochecer, llegan al galope treinta y cinco mil emisarios y anuncian que la princesa, a sea usted, hará mañana una visita al asilo. Esto significa que mañana yo debo dejar a los enfermos, vestirme y acudir a la parada. Bien, acudo. Las viejas, con ropas nuevas y limpias, están alineadas en fila y esperan. Cerca de ellas anda una rata de guarnición en retiro, el encargado, con su melosa sonrisa de alcahuete. Las viejas bostezan y cambian miradas, sin atreverse a protestar. Esperamos. Viene al galope el segundo administrador. Media hora después, el primer administrador; luego el jefe de la oficina y más tarde alguien más y más... ¡sin fin! To­dos tienen rostros solemnes y misteriosos. Esperamos y esperamos, apoyándonos ya sobre un pie, ya sobre el otro y mirando furtivamente el reloj, todo ello en una silencio sepulcral, ya que todos estamos peleados y nos odiamos. Pasa una hora, otra y por fin, a lo lejos aparece un coche y... y...
El doctor lanzó una carcajada chillona y dijo con vo­cecita aguda:
-Usted baja del coche y las viejas brujas, obedecien­do la orden de la rata de guarnición, se ponen a cantar: «Cuán glorioso es nuestro Señor...» ¡No está mal!
El doctor se echó a reír con voz de bajo y agitó la mano como deseando mostrar que a causa de la risa no podía pronunciar una sola palabra. Reía pesada y áspe­ramente, con los dientes apretados, como ríen las perso­nas malignas, y por su voz, su cara y sus ojos, brillantes y algo insolentes, uno podía percatarse de que despre­ciaba profunda-mente a la princesa, al asilo y a las viejas. No había nada de risible ni alegre en lo que él había contado tan torpemente, y sin embargo, rió con placer y hasta con alegría.
-¿Y lá escuela? -prosiguió, jadeando de tanto reír. ¿Recuerda cómo quiso usted en persona enseñar a los hijos de los mujiks? Seguramente enseñó muy bien, porque al poco tiempo todos los chicos huyeron, de modo que hubo necesidad de azotarlos y aun pegarles para que asistieran a sus clases. ¿Y recuerda cuando usted quiso alimentar con el biberón a los niños de pecho, cuyas madres trabajaban en el campo? Usted andaba por la aldea y lloraba porque no había niños a su disposición: las madres se los llevaban consigo al campo. Luego el alcalde del pueblo ordenó a las madres dejar a sus chicos por turno, para que usted se divirtiera con ellos. ¡Qué cosa tan rara! Todos huían de sus favores como los rato­nes huyen del gato. ¿Y por qué? Muy sencillo. No por­que nuestro pueblo fuese ignorante e ingrato, como usted trató de explicarlo siempre, sino porque en sus acciones, perdóneme la expresión, no hubo un ápice de amor ni de piedad. Sólo hubo deseo de divertirse con muñecos vivos y nada más... El que no sabe distinguir entre un hombre y un perro de lanas, no debe ocuparse de bene­ficencia. ¡Le aseguro que entre la gente y los perros de lanas hay una gran diferencia!
A la princesa le latía terriblemente el corazón, sentía ruido en los oídos y le parecía siempre que el doctor le golpeaba la cabeza con su sombrero. El doctor hablaba rápidamente en forma vehe-mente y torpe, tartamudeando y con excesiva gesticulación; ella sabía solamente que estaba escuchando a un hombre grosero, mal educado, ingrato y malo, pero no entendía qué quería de ella y de qué hablaba.
-¡Váyase! -dijo con voz llorosa, levantando los bra­zos para proteger su cabeza del sombrero del médico. ¡Váyase!
-¡Y cómo trata usted a sus empleados! -siguió in­dignándose el doctor. No los considera personas hu­manas y las trata como a pillos de la peor calaña. Por ejemplo, permítame preguntarle, ¿por qué me ha despe­dido? Trabajé diez años para su padre; luego para usted, sin conocer feriados ni licencias; merecí el respeto de todo el mundo en cien verstas a la redonda, y, de pronto, un buen día, me anuncian que no estoy más a su servi­cio. ¿Por qué? Todavía no lo entiendo. Soy doctor en medicina, pertenezco a la nobleza, fui estudiante de la Universidad de Moscú, soy padre de familia y sin embargo ¡soy un bicho tan insignificante y pequeño que se, me puede echar a patadas sin darme ninguna explicación! ¿Para qué tantas ceremonias? Más tarde me enteré de que mi mujer, sin que yo lo supiera, había ido tres veces a verla, pero usted no la quiso recibir. Dicen que lloró en el vestíbulo. Y esto no se lo voy a perdonar nunca a la difunta. ¡Nunca!
El doctor se calló y apretó los dientes tratando inten­samente de encontrar alguna cosa muy desagradabile y vengativa para decir. Al recordar algo, su ceñudo y frío rostro se iluminó de repente.
-Hablemos aunque sea de sus relaciones con este monasterio -dijo con vehemencia. Jamás tuvo usted piedad de nadie y cuanto más sagrado es el lugar, más probabilidad existe de que no se salve de su misericordia y de su dulzura angelical. ¿Por qué viene usted aquí? ¿Qué busca entre los monjes?, permítame que le pre­gunte. ¿Qué le importa Hécuba a usted y qué le importa usted a Hécuba?[2] De nuevo una diversión, un juego, un sacrilegio con respecto a la persona humana. Usted no cree en el Dios de los monjes; en su corazón tiene usted a su propio dios, hasta el cual ha llegado con su propia inteligencia durante las sesiones de espiritismo; mira con condescendencia los ritos de la iglesia, no va a misa ni a las vísperas, duerme hasta el mediodía... ¿Para qué, entonces, viene usted aquí? Va a un monasterio extraño con su propio dios y se imagina que el monaste­rio lo considera como un gran honor para sí. ¡Qué va! A propósito, ¿por qué no pregunta a cuánto les salen a los monjes sus visitas? Usted efectuó su llegada hoy al anochecer, pero anteayer ya había llegado un jinete en­viado por la administración suya para hacer el preanun­cio de su viaje. Durante todo el día de ayer le estuvieron preparando los aposentos y la esperaron. Hoy llegó la vanguardia: una camarera insolente, que a cada rato cru­za corriendo el patio, hace ruido, fastidia con sus pre­guntas, da órdenes... ¡no lo puedo ver! Los monjes esta­ban alerta todo el día porque, pobres de ellos si no la reciben con una ceremonia, ¡se quejará usted al obispo! «No me quieren los monjes, eminencia. No sé lo que pue­do haberles hecho. Es verdad, soy una gran pecadora, ¡pero soy tan des-dichada!» Ya un monasterio tuvo una reprimenda por usted. El prior es un hombre sabio, ocu­pado; no tiene un minuto libre y usted lo llama a sus habitaciones a cada rato, sin respetar ni su vejez ni su jerarquía. Si por lo menos hiciera muchas donaciones, no sería tan enojoso, ¡pero en todo ese tiempo los mon­jes no han recibido de usted ni cien rublos!
Cuando a la princesa la molestaban, no la entendían, la ofendían y cuando ella no sabía qué decir y qué ha­cer, comúnmente se ponía a llorar. También ahora se cubrió, por fin, la cara y rompió a llorar con fina voce­cita infantil. El doctor se calló de golpe y la miró. Su cara se volvió sombría y severa.
-Perdóneme, princesa -dijo con voz sorda. Me dejé llevar por un mal sentimiento. Eso no está bien.
Tosiendo con aprensión y olvidando ponerse el som­brero, el médico alejóse rápidamente de la princesa.
En el cielo ya parpadeaban las estrellas. Del otro lado del monasterio seguramente salía la luna, ya que el cielo aparecía claro, transparente, suave. A lo largo del blan­co muro del monasterio volaban sigilosamente los mur­ciélagos.
El reloj dio lentamente los tres cuartos de alguna hora. Eran quizá las nueve menos cuarto. La princesa se levantó y se dirigió despacio hacia el portón. Se sen­tía ofendida y lloraba, le parecía que los árboles, las estrellas y los murciélagos le tenían lástima; y que el reloj había tocado en esta forma melódica para compa­decerla. Llorando, pensaba en lo grato que sería recluirse en un monasterio para toda la vida: en los apacibles cre­púsculos de verano pasearía por las alamedas, solitaria, ofendida, no comprendida por los hombres y sólo Dios y el cielo estrellado verían las lágrimas de la mártir. En la iglesia aún proseguía el oficio de las vísperas. La prin­cesa se detuvo y escuchó el canto; ¡qué bien resonaba en el oscuro e inmóvil aire! ¡Qué agradable era sufrir y llorar al son de este canto!
De regresó en sus habitaciones, observó su cara llo­rosa en el espejo y se empolvó; luego se sentó a comer. Los monjes sabían que le gustaba el esturión en esca­beche, los pequeños hongos, el málaga y los pastelillos de miel que dejan en la boca un olor a ciprés, y en cada visita suya le servían todo eso. Comiendo los hon­gas y bebiendo el málaga, la princesa se imaginaba ta­talmente arruinada y abandonada, y ya veía cómo todos sus administradores, mayor-domos, oficinistas y camare­ras, a los cuales ella había hecho tantos favores, la trai­cionarían, diciéndole groserías, y cómo todos los hombres que habitan sus tierras, la atacarían, haciéndola objeto de calumnias y burlas; ella renunciará a su título de princesa, al lujo, a la sociedad; se recluirá en un monas­terio sin decir a nadie una sola palabra de reproche; rezará por sus enemigos y entonces todo el mundo la comprenderá y vendrá a pedirle perdón, pero ya va a ser demasiado tarde...
Después de la cena se arrodilló en el rincón ante la imagen y leyó dos capítulos del Evangelio. Luego la don­cella le tendió la cama y ella se acostó. Desperezándose bajo la blanca colcha, suspiró dulce y hondamente, como se suspira después de llorar, cerró los ojos y empezó a dormirse...
Por la mañana se despertó y miró su relojito; eran las nueve y media. Sobre la alfombra, junto a la cama, extendíase una estrecha franja de intensa luz proveniente del rayo que trataba de penetrar por la ventana y apenas iluminaba la habitación. Detrás de la negra cortina, en la ventana, zumbaban las moscas.
«¡Temprano!» -pensó la princesa y cerró los ojos.
Desperezándose con deleite en la cama, recordó el encuentro de la víspera con el doctor, y todas las ideas con las cuales se había dormido; recordó que era des­dichada. Luego acudieron a su mente su marido, resi­dente en Petersburgo, los administradores, los médicos, los vecinos, los funcionarios conocidos... Una larga fila de conocidas caras masculinas pasó velozmente por su imaginación. Pensó, sonriendo, que si estos hombres su­pieran penetrar en su alma y comprenderla, todos esta­rían a sus pies...
A las once y cuarto llamó a la doncella.
-Ayúdeme a vestirme,. Dasha -le dijo con langui­dez. Aunque primero vaya a decir que preparen los caballos. Tengo que ir a casa de Claudia Nikoláievna.
Al salir de las habitaciones para, subir al carruaje, cerró los ojos a causa de la intensa luz solar y rió, con­tenta, ¡el día era magnífico! Observando con los ojos entrecerrados a los monjes que se habían reunido junto al atrio para despedirla, los saludó afablemente con repe­tidas inclinaciones de cabeza y dijo:
-¡Adiós, amigos míos! ¡Hasta pasado mañana!
Se sintió agradablemente sorprendida al notar que junto a los monjes se encontraba también el médico. Su cara estaba pálida y severa.
-Princesa -dijo, quitándose el sombrero y sonrien­do con aire culpable, hace rato que la estoy esperando aquí. Perdóneme, por amor de Dios... Me arrastró anoche un sentimiento malo, vengativo, y le dije un montón de estupideces. En una palabra, le pido perdón.
La princesa sonrió afectuosamente y tendió la mano hacia los labios del doctor. Éste la besó, ruborizándose.
Tratando de parecer un pajarillo, la princesa subió al coche con un movimiento ligero y saludó reiteradamente con la cabeza a todo el mundo. En su alma todo era alegría, luz y calor y ella misma sentía que su sonrisa era en extremo dulce y cariñosa. Al ponerse en marcha el carruaje hacia el portón, y luego por el polvoriento camino a lo largo de las izbas y los jardines, pasando a las caravanas de los chumakos[3] y las extendidas filas de los peregrinos que se dirigían al monasterio, ella son­reía aún dulcemente, entornando los ojos. Pensaba en que no había gozo superior al de llevar consigo el calor, la luz y la alegría, el de perdonar las ofensas y sonreír afablemente a los enemigos. Los mujiks que se encon­traban por el camino la saludaban, el coche producía un suave murmullo, de las ruedas elevábanse nubes de polvo llevadas por el viento hacia el centeno dorado, y a la princesa le parecía que su cuerpo se balanceaba no sobre los cojines del carruaje, sino sobre las nubes y que ella misma semejaba una leve, transparente nu­becilla...
-¡Soy feliz! -murmuraba, cerrando los ojos. ¡Soy feliz!

 1.014. Chejov (Anton)





[1] Una deciatina: 1.092 hectáreas.
[2] En el acto II de «Hamlet», tragedia de Shakespeare, el príncipe, asom­brado por las lágrimas del comediante exclama: «¿Y qué es Hécuba para él, o él para Hécuba que así tenga que llorar sus infortunios?»
[3] Chumakos: campesino que transportaban sal y pescado desde las re­giones del Don y de Crimea.

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