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viernes, 27 de diciembre de 2013

La cigarra - Cap. VII

Fue un día -sumamente agitado.
Dímov tenía un fuerte dolor de cabeza; por la ma­ñana no tomó el desayuno ni fue al hospital, quedán­dose todo el tiempo acostado sobre el diván turco, en su gabinete. Después de las doce, Olga Ivánovna, como de costumbre, fue a ver a Riabovsky para mostrarle el boceto de una nature morte y a preguntarle por qué no vino a su casa el día anterior. El boceto le parecía insig­nificante; lo había hecho sólo como un pretexto más para visitar al pintor.
Entró sin tocar el timbre y cuando se estaba quitando las galochas en el vestíbulo, desde el taller llegó a sus oídos un leve rumor de rápidos pasos y él murmullo de un vestido; al asomarse de prisa al taller, no alcanzó a ver más que el vuelo fugaz de un trozo de falda marrón, que desapareció detrás de un gran cuadro, cubierto, junto con el caballete, con percalina negra que llegaba hasta el suelo. No cabía duda de que era una mujer que se escondía. ¡Cuántas veces la misma Olga Ivánovna se refugiaba tras ese cuadro! Riabovsky, evidentemente confuso, se mostró sorprendido y, tendiéndole ambas manos, le dijo con una sonrisa forzada:
-¡Ah, me alegro mucho! ¿Qué dice de bueno?
Los ojos de Olga Ivánovna se llenaron de lágrimas. Sentía vergüenza y amargura; ni por un millón estaría dispuesta a hablar en presencia de una mujer extraña, de una rival, que estaba detrás del cuadro, riéndose segu­ramente, con malicia para sus adentros.
-Le he traído un boceto... -dijo tímidamente con un hilito de voz y sus labios temblaron. Una natura­leza muerta.
-¡Ah!... ¿Un boceto?
El pintor tomó el boceto y, examinándolo, se dirigió como maquinalmente, a otro cuarto.
Olga Ivánovna lo siguió sumisa.
-Naturalmente muerta... qué suerte -barbotó Ria­bovsky buscando rimas, huerta... puerta... tuerta...
En el taller volvieron a resonar los presurosos pasos y el rumor del vestido. Eso significaba que ella se había ido. Olga Ivánovna tenía deseos de gritar, de golpear al pintor en la cabeza con algún objeto pesado e irse, pero a través de las lágrimas no veía nada, estaba aplas­tada por la vergüenza y ya no se sentía Olga Ivánovna sino un pequeño insecto.
-Estoy cansado... -dijo con voz lánguida el pin­tor, observando el boceto y sacudiendo la cabeza para vencer la modorra-. Es simpático, claro está, pero... hoy es un boceto, el año pasado un boceto y dentro de un mes habrá boceto... ¿No le cansa? Yo en su lugar dejaría la pintura y me dedicaría seriamente a la música o a otra cosa cualquiera. Al final, su vocación es la mú­sica y no la pintura. Pero qué cansado estoy, ¿sabe? Voy a decir que nos traigan té...
Riabovsky salió de la habitación y Olga Ivánovna oyó ordenar algo a su criado. Para no despedirse, no entrar en explicaciones y, principalmente, no romper a llorar, ella, antes de que volviera el pintor, corrió al vestíbulo, se calzó las galochas y salió a la calle. Allí respiró con alivio, sintiéndose liberada para siempre de Riabovsky, de la pintura y de la agobiadora vergüenzá que la abru­maba en el estudio. ¡Todo había terminado!
Fue a ver a la modista, luego a casa de un conocido que acababa de volver de un viaje, de allí a la casa de música y durante todo el tiempo pensaba en la carta, fría y seca, llena de dignidad, que escribiría a Riabovsky, y en el viaje a Crimea que ella realizaría en primavera o en verano, junto con Dímov, para liberarse allí defi­nitiva-mente del pasado y comenzar una nueva vida.
Volvió a casa tarde, de noche, y, sin cambiarse de ropa, sentóse en la sala a escribir la carta. Riabovsky le había dicho que no era pintora y ella le escribía ahora, como venganza, que él pintaba siempre lo mismo, todos los años, y que decía siempre lo mismo, todos los días; que estaba estancado y que no daría ya más resulta­do que el que ya había dado. Tenía ganas de escribirle también que en muchos aspectos su obra se debía a la influencia de ella y que si él procedía mal era porque dicha influencia se hallaba paralizada por- las ambiguas personas como aquella que se había escondido detrás del cuadro.
-¡Mamita! -llamó Dímov desde su gabinete, sin abrir la puerta. ¡Mamita!
-¿Qué quieres?
-Acércate a la puerta, peno no entres. Escucha... Hace tres días me contagié de difteria en el hospital, y ahora... no me siento bien. Manda en seguida a bus­car a Korostelev.
Olga Ivánovna siempre llamaba a su marido, igual que a todos los hombres de su amistad, no por el nom­bre sino por el apellidó; su nombre, Osip, no le gustaba, ya que le hacía recordar al criado de Jlestakov[1] y un trabalenguas ruso. Pero ahora exclamó:
-¡Osip, no puede ser!
-¡Manda buscarlo! No estoy bien... -dijo Dímov del otro lado de la puerta, y se le oyó acercarse al diván y acostarse. ¡Manda por él! -resonó sordamente su voz.
-«¿Qué será? -pensó Olga Ivánovna, atemorizada. ¡Eso debe ser peligroso!»
Sin ninguna necesidad, tomó una vela y fue al dormi­torio; allí, pensando en lo que debía de hacer, se miré, sin querer, en el espejo. Con cara pálida y asustada, la chaqueta de hombreras altas, los volantes amarillos en el pecho y la falda de rayas insólitas, se encontró horrible y repugnante. Sintió de repente una dolorosa piedad por Dímoz, por el infinito amor que le profesaba, por su joven vida y hasta por su huérfana cama en la que él hacía mucho tiempo que no dormía; recordó su acos­tumbrada sonrisa, mansa y resignada. Se puso a llorar con amargura y escribió una carta suplicante a Koroste­lev. Eran las dos de la madrugada.

1.014. Chejov (Anton)





[1] En El inspector de Gogol.

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