Fue
un día -sumamente agitado.
Dímov
tenía un fuerte dolor de cabeza; por la mañana no tomó el desayuno ni fue al
hospital, quedándose todo el tiempo acostado sobre el diván turco, en su
gabinete. Después de las doce, Olga Ivánovna, como de costumbre, fue a ver a
Riabovsky para mostrarle el boceto de una nature
morte y a preguntarle por qué no vino a su casa el día anterior. El boceto
le parecía insignificante; lo había hecho sólo como un pretexto más para
visitar al pintor.
Entró
sin tocar el timbre y cuando se estaba quitando las galochas en el vestíbulo,
desde el taller llegó a sus oídos un leve rumor de rápidos pasos y él murmullo
de un vestido; al asomarse de prisa al taller, no alcanzó a ver más que el
vuelo fugaz de un trozo de falda marrón, que desapareció detrás de un gran
cuadro, cubierto, junto con el caballete, con percalina negra que llegaba hasta
el suelo. No cabía duda de que era una mujer que se escondía. ¡Cuántas veces la
misma Olga Ivánovna se refugiaba tras ese cuadro! Riabovsky, evidentemente
confuso, se mostró sorprendido y, tendiéndole ambas manos, le dijo con una
sonrisa forzada:
-¡Ah,
me alegro mucho! ¿Qué dice de bueno?
Los
ojos de Olga Ivánovna se llenaron de lágrimas. Sentía vergüenza y amargura; ni
por un millón estaría dispuesta a hablar en presencia de una mujer extraña, de
una rival, que estaba detrás del cuadro, riéndose seguramente, con malicia
para sus adentros.
-Le
he traído un boceto... -dijo tímidamente con un hilito de voz y sus labios
temblaron. Una naturaleza muerta.
-¡Ah!...
¿Un boceto?
El
pintor tomó el boceto y, examinándolo, se dirigió como maquinalmente, a otro
cuarto.
Olga
Ivánovna lo siguió sumisa.
-Naturalmente
muerta... qué suerte -barbotó Riabovsky buscando rimas, huerta... puerta...
tuerta...
En
el taller volvieron a resonar los presurosos pasos y el rumor del vestido. Eso
significaba que ella se había ido.
Olga Ivánovna tenía deseos de gritar, de golpear al pintor en la cabeza con
algún objeto pesado e irse, pero a través de las lágrimas no veía nada, estaba
aplastada por la vergüenza y ya no se sentía Olga Ivánovna sino un pequeño
insecto.
-Estoy
cansado... -dijo con voz lánguida el pintor, observando el boceto y sacudiendo
la cabeza para vencer la modorra-. Es simpático, claro está, pero... hoy es un
boceto, el año pasado un boceto y dentro de un mes habrá boceto... ¿No le
cansa? Yo en su lugar dejaría la pintura y me dedicaría seriamente a la música
o a otra cosa cualquiera. Al final, su vocación es la música y no la pintura.
Pero qué cansado estoy, ¿sabe? Voy a decir que nos traigan té...
Riabovsky
salió de la habitación y Olga Ivánovna oyó ordenar algo a su criado. Para no
despedirse, no entrar en explicaciones y, principalmente, no romper a llorar,
ella, antes de que volviera el pintor, corrió al vestíbulo, se calzó las
galochas y salió a la calle. Allí respiró con alivio, sintiéndose liberada para
siempre de Riabovsky, de la pintura y de la agobiadora vergüenzá que la abrumaba
en el estudio. ¡Todo había terminado!
Fue
a ver a la modista, luego a casa de un conocido que acababa de volver de un
viaje, de allí a la casa de música y durante todo el tiempo pensaba en la
carta, fría y seca, llena de dignidad, que escribiría a Riabovsky, y en el
viaje a Crimea que ella realizaría en primavera o en verano, junto con Dímov,
para liberarse allí definitiva-mente del pasado y comenzar una nueva vida.
Volvió
a casa tarde, de noche, y, sin cambiarse de ropa, sentóse en la sala a escribir
la carta. Riabovsky le había dicho que no era pintora y ella le escribía ahora,
como venganza, que él pintaba siempre lo mismo, todos los años, y que decía
siempre lo mismo, todos los días; que estaba estancado y que no daría ya más
resultado que el que ya había dado. Tenía ganas de escribirle también que en
muchos aspectos su obra se debía a la influencia de ella y que si él procedía
mal era porque dicha influencia se hallaba paralizada por- las ambiguas
personas como aquella que se había escondido detrás del cuadro.
-¡Mamita!
-llamó Dímov desde su gabinete, sin abrir la puerta. ¡Mamita!
-¿Qué
quieres?
-Acércate
a la puerta, peno no entres. Escucha... Hace tres días me contagié de difteria
en el hospital, y ahora... no me siento bien. Manda en seguida a buscar a
Korostelev.
Olga
Ivánovna siempre llamaba a su marido, igual que a todos los hombres de su
amistad, no por el nombre sino por el apellidó; su nombre, Osip, no le
gustaba, ya que le hacía recordar al criado de Jlestakov[1]
y un trabalenguas ruso. Pero ahora exclamó:
-¡Osip,
no puede ser!
-¡Manda
buscarlo! No estoy bien... -dijo Dímov del otro lado de la puerta, y se le oyó
acercarse al diván y acostarse. ¡Manda por él! -resonó sordamente su voz.
-«¿Qué
será? -pensó Olga Ivánovna, atemorizada. ¡Eso debe ser peligroso!»
Sin
ninguna necesidad, tomó una vela y fue al dormitorio; allí, pensando en lo que
debía de hacer, se miré, sin querer, en el espejo. Con cara pálida y asustada,
la chaqueta de hombreras altas, los volantes amarillos en el pecho y la falda
de rayas insólitas, se encontró horrible y repugnante. Sintió de repente una
dolorosa piedad por Dímoz, por el infinito amor que le profesaba, por su joven
vida y hasta por su huérfana cama en la que él hacía mucho tiempo que no
dormía; recordó su acostumbrada sonrisa, mansa y resignada. Se puso a llorar
con amargura y escribió una carta suplicante a Korostelev. Eran las dos de la
madrugada.
1.014. Chejov (Anton)
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