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viernes, 27 de diciembre de 2013

Kashtanka - Cap VI. Una noche intranquila

El Tío soñó que le perseguía un portero con su escoba y se despertó sobresaltado.
La habitación estaba silenciosa y oscura, el calor era sofocante. Las pulgas le picaban. El Tío no había sentido nunca miedo a la oscuridad, pero ahora le invadía el terror y le entraron ganas de ladrar. En la pieza vecina el amo suspiro profundamente; luego, al cabo de un rato, el cerdo gruñó en su cobertizo, y todo quedó de nuevo en silencio. Cuando uno piensa en la comida el alma parece aliviada, y el Tío empezó a pensar que aquel día había robado a Fiódor Timoféich una pata de pollo, que dejó escondida en la sala, entre el armario y la pared, en un lugar donde abundaban las telarañas y el polvo. Le habría agradado acercarse ahora y mirar si la pata seguía en su sitio. Era muy posible que el amo la hubiese encontrado y se la hubiera comido. Pero hasta la mañana no se podía salir de la habitación: tal era la norma establecida. El Tío cerró los ojos para dormirse pronto, pues por experiencia sabía que cuanto antes se duerme uno más de prisa viene la mañana. Pero en esto, no lejos de él resonó un grito terrible, que le hizo estremecerse y ponerse de pie. Era Iván Ivánich, y su grito no era el de un charlatán que quiere convencer, como hacía a diario, sino algo salvaje y estridente, antinatural, parecido al chirrido de una puerta al abrirse. Sin ver nada en las tinieblas que le rodeaban, sin comprender lo que ocurría, el Tío sintió más miedo aún y gruñó: Rrrr..
Transcurrió algún tiempo, el que se necesitaría para roer un buen hueso; el grito no se repitió. El Tío se fue tranquilizando y se durmió de nuevo. Soñó con dos grandes perros negros; de los flancos y de las patas traseras les colgaban sucios mechones de pelo; comían ávidamente desperdicios en un barreño, del que se desprendía un vapor blanco y un olor muy apetitoso. En ocasiones miraban al Tío, enseñaban los colmillos y gruñían: «A ti no te daremos nada.» Pero de la casa salió un hombre vestido con un largo capotón y los echó con un látigo. Entonces, el Tío se acercó al barreño y se puso a comer, pero en cuanto el hombre se hubo retirado, los perros negros de antes se arrojaron sobre él, y en este momento resonó otro penetrante grito.        
-iCua! iCua-cua-cua! -gritaba Iván Ivánich.
El Tío se despertó, se puso en pie de un salto y, sin salir de la colchoneta, emitió un largo aullido.
Imaginábase que el autor del grito no era Iván Ivánich, sino un desconocido. En el cobertizo volvió a gruñir el cerdo.
Se oyó el arrastrar de unas zapatillas y en el cuartito entró el amo envuelto en su batín y con una vela en la mano. Los destellos de la luz saltaron por el sucio papel de las paredes y por el techo, expulsando la oscuridad. El Tío vio que en la habitación no había nadie extraño.
Iván Ivánich no dormía. Estaba tendido en el suelo, con las alas caídas y el pico entreabierto, como si se sintiese muy fatigado y quisiera beber. Tampoco dormía el viejo Fiódor Timoféich, despertado, sin duda, por el grito.
-¿Qué te ocurre, Iván Ivánich? -preguntó el amo al ganso. ¿Por qué gritas? ¿Estás enfermo?
El ganso guardó silencio. El amo le pasó la mano por el cuello y el espinazo y dijo:
-Eres un impertinente: ni duermes ni dejas dormir.
El amo salió, llevándose la luz, y de nuevo quedó todo sumido en las tinieblas. El Tío sintió miedo.
El ganso no gritaba, pero de nuevo creyó que en la oscuridad había alguien extraño. Y lo peor de todo era que a ese alguien no se le podía morder, porque era invisible y carecía de forma. Pensó que esta noche había de ocurrir forzosamente algo muy malo .
Fiódor Timoféích se mostraba también inquieto. El Tío oía cómo se removía en su colchoneta, bostezaba y sacudía la cabeza.
En la calle llamaron a una puerta y en el cobertizo gruñó el cerdo. El Tío aulló, extendió las patas delanteras y colocó la cabeza entre ellas. En los golpes dados a la puerta, en el gruñido del cerdo -desvelado también, en la oscuridad y en el silencio, advertía algo que le producía angustia y miedo, lo mismo que el grito de Iván Ivánich. Todo le causaba alarma e inquietud, pero ¿por qué? ¿Quién era ese ser extraño que no se dejaba ver? junto al Tío, por un instante, brillaron dos turbias lucecitas verdes.
Por primera vez desde que se conocían Fiódor Timoféich se acercaba a él. ¿Qué querría? El Tío le lamió una pata y, sin preguntare la causa de su venida, aulló suavemente y en distintos tonos.
-¡Cua! -gritó Iván Ivánich. ¡Cua-a-a!
La puerta se abrió de nuevo y entró el amo con la vela. El ganso seguía lo mismo que antes, con el pico abierto y las alas caídas. Sus ojos estaban cerrados.
Iván Ivánich -le llamó el amo.
El ganso no se movió. El amo se sentó ante él en el suelo, lo miró un rato en silencio y dijo:
-¿Qué es eso, Iván Ivánich? ¿Te vas a morir? ¡Ah, ahora lo recuerdo! -exclamó, llevándose las manos a la cabeza Ya sé lo que te ocurre! ¡Es el pisotón que hoy te dio el caballo! ¡Dios mío, Dios mío!
El Tío no alcanzaba a comprender lo que decía el dueño, pero por su cara vio que éste esperaba algo terrible. Alargó el morro hacia la oscura ventana por la que, creyó él, miraba un desconocido y aulló.
-iSe muere, Tío! -dijo el amo, y juntó ambas manos. Sí, sí, se muere. La muerte ha venido a visitarnos. ¿ Qué podríamos hacer?
Pálido e inquieto, suspirando y meneando la cabeza, el amo volvió a su dormitorio. El Tío sintió miedo de quedarse en la oscuridad y lo siguió. El se sentó en la cama y repitió varias veces:
-Dios mío, ¿qué se podría hacer?
El Tío iba y venía junto a sus pies, sin comprender las razones de su angustia e inquietud; en sus deseos de alcanzar la causa de todo esto, no se perdía ni uno solo de sus movimientos.
Fíódor Timoféich, que raras veces abandonaba su colchoneta, salió también al dormitorio del amo y comenzó a frotarse en las piernas de éste. Sacudió la cabeza, como si quisiera desprenderse de graves pensamientos, y miró sospechosamente debajo de la cama.
El amo tomó un platillo, lo llenó de agua en el grifo y volvió al cuarto del ganso.
-Bebe,
Iván Ivánich -dijo cariñosamente, poniendo ante él el platillo. Bebe, querido.
Pero Iván Ivánich no se movió ni abrió los ojos.
El dueño le acercó la cabeza al platillo y le metió el pico en el agua, pero el ganso no quiso beber, dejó caer aún más las alas y su cabeza quedó inmóvil en el platillo.
-iNo, ya es imposible hacer nada! -suspiró el amo. Se acabó todo. ¡Adiós, Iván Ivánich!
Y por sus mejillas se deslizaron unas gotitas brillantes, parecidas a las que bajan por las ventanas cuando llueve. Sin comprender nada de esto, el Tío y Fiódor Timoféich se apretaron contra él y miraron horrorizados al ganso.
-iPobre Iván Ivánich! -decía el amo, suspirando tristemente. Y yo que pensaba llevarte esta primavera al campo, a que corrieses por la hierba verde... iTe has muerto, mi bueno y querido compañero de fatigas! ¿Cómo me las voy a arreglar sin ti?
Al Tío le pareció que también a él le iba a suceder algo parecido, es decir, que, sin saber por qué, iba a cerrar los ojos, a estirar las patas y a abrir la boca, y que todos le mirarían horrorizados. Esas mismas ideas debían de rondar por la cabeza de Fiódor Timoféich. jamás se había mostrado el viejo gato tan triste y taciturno como ahora.
Comenzaba a amanecer y en la habitación no se encontraba ya aquel ser extraño e invisible que había asustado al Tío. Cuando se hizo de día, vino el portero, agarró al ganso por las patas y se lo llevó quién sabe a dónde. Poco después se presentaba la vieja y retiraba el comedero.
El Tío se acercó a la sala y miró detrás del armario: el amo no se había comido la pata de pollo, que seguía en el mismo sitio, entre el polvo y las telarañas. Pero se sentía dominado por el tedio y la tristeza; quería llorar. Ni siquiera olió la pata. Se sentó al pie del diván y empezó a aullar con una delgada vocecita.
-Au -au -au...

1.014. Chejov (Anton)

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