Mi hermana vivía su vida y me la ocultaba cuidadosamente. Solía hablar
con Macha en voz baja para que no la oyese yo. Cuando me acercaba a ella
experimentaba una visible turbación y se diría que se esforzaba en cerrar su
corazón ante mí. Me
miraba con ojos
suplicantes y al mismo tiempo culpables. No me cabía duda
de que pasaba por una grave crisis y le daba el decírmelo vergüenza
o miedo. Evitaba
quedarse sola conmigo, y siempre estaba al lado de Macha, de modo que yo
no tenía casi nunca ocasión de hablarle.
Una noche, al
volver de Kurilovka,
donde había pasado la tarde vigilando la edificación de la escuela, pasé
por el jardín. Aunque lo envolvían ya las tinieblas, vi a mi hermana no lejos
de un viejo manzano, paseándose sin ruido como un espectro; vestía de negro,
andaba y desandaba nerviosamente un corto trecho, con los ojos bajos, y parecía
sumida en una honda preocupación. Como cayese una manzana del árbol cercano, se
estremeció al oír el ruido, se detuvo y se oprimió con ambas manos la cabeza,
con un ademán doloroso.
Me acerqué a ella.
Una gran ternura había invadido de
repente mi corazón. No sé por qué me acordé en aquel momento de
nuestra pobre madre,
de nuestra niñez, y se me
arrasaron los ojos en lágrimas.
Abracé a mi hermana, la besé y la
estreché contra mi pecho.
-¿Qué te pasa? -le pregunté. Veo
que sufres. Hace mucho tiempo que lo veo. Dime lo que te pasa.
-¡Tengo miedo! -contestó, temblando
de pies a cabeza.
-¿Pero de qué? ¿Qué ocurre? ¡Te
ruego que no me ocultes nada!
-Bueno, te lo diré todo, toda la
verdad. Hace mucho tiempo que
deseaba hablarte. ¡Sufría tanto callando!...
Enmudeció un instante, como para
hacer un acopio de fuerzas, y continuó, en voz queda:
-Misail... Yo amo... Sí, amo; pero
¿por qué el terror invade mi alma?
En
aquel momento se
oyó ruido de
pasos.
Entre los
árboles apareció el
doctor Blagovo.
Llevaba una
blusa de seda
y botas altas.
Sin duda, allí, junto al manzano, se habían dado una cita.
Al ver al doctor, mi hermana se
abalanzó a él, como un
niño perdido que
encuentra a su madre por fin y teme que vuelva a
desaparecer.
-¡Vladimiro, Vladimiro!
Se abrazó a él y le miró a los ojos
ávidamente. Observé que la pobre había enflaquecido y se había puesto más
pálida en aquellos últimos días. El cuello
de encaje que
llevaba siempre parecía demasiado
grande para ella.
El
doctor estaba un
poco turbado, pero
no tardó en recobrar su tranquilidad.
-¡Vamos, querida, cálmate! -le dijo
a Cleopatra, acariciándole los cabellos. ¿Por qué estás tan nerviosa? ¡Ya me
tienes aquí!
Hubo un silencio. Yo evitaba mirar
a Blagovo.
Momentos después nos encaminamos a
casa.
El doctor empezó a teorizar.
-La vida civilizada no ha empezado
aún entre nosotros -decía, dirigiéndose a mí-. Los viejos aseguran que, en otro
tiempo, hace cuarenta o cincuenta años, la vida era mucho más interesante,
mucho más espiritual. Quizá sea verdad; pero a nosotros los jóvenes ni siquiera
nos cabe el consuelo de recordar el pasado. No podemos hacernos ilusiones.
Rusia, según nos aseguran
los libros de historia, comenzó a existir en 862; mas la Rusia civilizada, en
mi sentir, todavía no existe.
Yo casi no prestaba atención a lo
que decía.
Sólo pensaba en el secreto que
acababa de descubrir. ¡Me parecía tan extraño que mi hermana Cleopatra
estuviera enamorada, que abrazase a aquel
hombre que algún
tiempo antes le era
indiferente, y le mirase a los ojos llena de ternura!... ¡Mi hermana, un ser tímido,
indolente, sin voluntad y sin valor, amaba a un hombre casado y con hijos!
Mi corazón se llenó de tristeza.
Presentía que aquel amor no haría feliz a mi hermana.
1.014. Chejov (Anton)
No hay comentarios:
Publicar un comentario