Nabó carecía en absoluto de sentido
práctico, y nunca sabía poner sus propósitos de acuerdo con su posibilidad de
cumplirlos. Aceptaba mucha más trabajo del que le era dable ejecutar, y pasaba
ratos muy malos; con frecuencia no tenía bastante dinero para pagar a sus
obreros, y muy a menudo no sólo no ganaba nada para él, sino que perdía. Se
encargaba de cuantos trabajos se le proponía: pintaba paredes, ponía cristales
en las ventanas, construía tejados. Para un encargo sin
importancia corría días
enteros a través de la ciudad, en
busca de obreros.
Era un trabajador excelente, y
ganaba, trabajando solo como
un obrero, hasta
diez rublos diarios. Pero
prefería ser contratista,
lo que halagaba su ambición, y
con ese motivo luchaba siempre con innumerables
dificultades y vivía en la miseria.
Me pagaba, como a les demás
obreros, de setenta «copecks» a un rublo por día.
Cuando el tiempo era bueno y seco,
nos dedicábamos a trabajos exteriores, principalmente en los tejados. Debido a
mi falta de costumbre, me parecía que el cinc de éstos me quemaba los pies.
Probé a trabajar con botas; pero eso no me permitía andar bien, y no tardé en
seguir trabajando descalzo. En poco tiempo me acostumbré de tal manera que no
sentía molestia alguna.
En fin, yo estaba muy contento de
mi nueva vida. Vivía entre gente que consideraba el trabajo obligatorio,
indispensable, y trabajaba como las
bestias de carga,
con frecuencia sin
darse cuenta de la significación moral que el trabajo posee, y hasta sin
llamarle trabajo.
Junto a esa gente yo mismo me iba
tornando poco a poco
en una bestia
de carga, cada
día más penetrado de
que el trabajo
es una cosa obligatoria, inevitable. Tal convicción
me hacía la vida más sencilla y fácil y me libraba, de cavilaciones.
Al principio todo era nuevo e
interesante para mí como si acabase de nacer. Podía darme el gusto de acostarme
en tierra y de andar descalzo,
cosas con que
gozaba mucho; podía
mezclarme a una
muchedumbre de gente
sencilla sin cohibirla y
sin que se
apartase ante mí; cuando veía en la calle un caballo caído,
podía acudir en ayuda del cochero, para que lo levantase, sin temor de ensuciarme
la ropa.
Pero lo que me regocijaba sobre
todo era el vivir de mi propio trabajo y no tener que vivir a expensas de otro.
La pintura de los tejados era un
negocio muy ventajoso; se ganaba
mucho con ese
trabajo desagradable y fastidioso. Mi nuevo amo, Nabó, trabajaba él
mismo con nosotros en los tejados.
Con unos pantalones muy cortos que
dejaban al aire sus pantorrillas sucias de pintura, flaco como una espátula, se
paseaba por el tejado, brocha en mano, suspirando y repitiendo:
-¡Pobres de nosotros los pecadores!
Andaba por el tejado con la misma
facilidad que por un pavimento. Cuando trabajaba en las cúpulas de las
iglesias, a una gran altura, sólo se valía de cuerdas, a las que se ataba.
Viéndole trabajar a tan desmesurada altura sin las precauciones necesarias, yo
me atemorizaba en extremo; pero él
no tenía miedo
ninguno, parecía estar completamente
a gusto y
de cuando en cuando
lanzaba, a voz
en cuello, una
de sus frases favoritas:
-¡Pobres de nosotros los pecadores!
O bien:
-¡La mentira devora el alma como el
orín devora el hierro!
Al volver a casa por la noche tras
la jornada de trabajo, y pasar por delante de las tiendas, oía con frecuencia
chirigotas en boca de tenderos y dependientes:
-¡Ahí tenéis a un caballero, a un
noble descalzo!
Al principio eso me turbaba, me
ofendía; pero poco a poco aprendí a acoger con calma tales burlas. Y cosa
extraña: quienes más encarnizadamente me hacían objeto de sus mofas eran
aquellos que en
otro tiempo se
habían visto obligados a trabajar
de un modo rudo. Muchas veces, cuando pasaba por delante del mercado me
tiraban, como sin querer, agua, y un día un tenderillo llegó a tirarme un palo
a los pies. Un pescadero anciano de luenga barba
blanca me dijo una vez, mirándome
con odio:
-¡No eres tú el digno de lástima,
canalla, sino tu pobre padre!
Los amigos de casa, cuando me
encontraban, no podían disimular su azoramiento. Unos me miraban como a un
extraño; otros me compadecían;
otros no sabían
qué actitud adoptar
ante mí.
Un día, en una callejuela que
desembocaba en la calle de la Nobleza, me topé con Ana Blagovo. Iba a mi
trabajo y llevaba un saco de pintura
y dos largas
brochas. Al reconocerme,
la amiga de mi hermana se ruborizó:
-¡Le suplico a usted que no me
salude en la calle! -me dijo con voz alterada, dura y temblorosa, sin tenderme
la mano.
En sus ojos brillaban las lágrimas.
-Si cree usted obrar bien, haga lo
que quiera; pero... se lo ruego: no vuelva a saludarme.
Naturalmente, no seguí viviendo en
casa de mi padre; vivía en el arrabal de la ciudad llamado «Makarija» en casa
de mi anciana nodriza, Karpovna, una vieja de muy buen corazón, pero de un
carácter sombrío. Siempre estaba hablando de presentimientos nefastos y de
malos sueños; hasta las abejas que entraban del jardín se le antojaban
signo de desgracias
próximas a ocurrir.
El
hecho de que
yo me convirtiese
en un simple obrero fue también
para ella un presagio siniestro.
-¡Eres un desgraciado! ¡Esto
acabará mal! -repetía, balanceando tristemente la cana cabeza. Me da el
corazón...
En su reducida casuca vivía también
su hijo adoptivo, Prokofy, un carnicero. Era un hombre casi gigantesco,
de unos treinta
años, desgalichado, rojo, con
unos bigotes que parecían de alambre. Cuando me encontraba en el vestíbulo, se
apartaba respetuosamente para dejarme paso, y si estaba borracho me hacía un
saludo militar llevándose la mano a la gorra. Por las noches, cuando estaba
cenando, yo le oía, al través del tabique
que separaba mi
camaranchón de su cuarto, masticar y lanzar ruidosos
suspiros cada vez que bebía «vodka» como si bebiese veneno.
-¡Mamá! -le gritaba a la vieja
Karpovna.
-¿Qué, hijo mío? -le preguntaba
ella al carnicero, a quien quería con locura.
-Oiga usted una cosa, mamá: como es
usted tan buena conmigo, la mantendré a usted mientras viva, y cuando se muera
la haré enterrar a mis expensas. ¡Palabra de honor!
Me levantaba todos los días antes
de salir el sol y me acostaba temprano. Las pintores de brocha gorda
comemos mucho y dormimos profundamente;
pero, no sé
por qué, padecemos, sobre todo
de noche, fuertes
palpitaciones de corazón.
Con mis compañeros me hallaba en
buenas relaciones. Se pasaban la vida cambiando maldiciones terribles, como,
por ejemplo: «¡Que se te salten los ojos!» «¡Que te dé el cólera!»; pero,
a la
postre, se vivía
en perfecta camaradería.
Los obreros me consideraban una
especie de sectario religioso; de otro modo, no se explicaban que un caballero,
hijo de un arquitecto, se hubiera convertido, por su propia voluntad, en
un simple trabajador.
Me gastaban frecuentes bromas; pero yo no me ofendía. Casi todos
carecían de sentimientos religiosos, y confesaban que no iban o que iban muy
poco a la iglesia.
-Nuestro traje -decían para
justificarse- asustaría a los fieles...
La mayoría de ellos me tenían
cierto respeto.
Me
estimaban porque no
bebía «vodka», no fumaba
y llevaba una
vida sobria y
tranquila.
Sólo les enojaba el que no robase
pintura, como se acostumbra entre los del oficio, y el que me negase a pedirles
propinas a los parroquianos.
Todos ellos robaban pintura: era
una tradición consagrada por la práctica. Hasta el propio Nabó, aquel
hombre, escrupulosamente honrado, se creía en el deber de respetar
dicha tradición, y todos los días, cuando terminaba el trabajo, se llevaba un
poco de pintura perteneciente al parroquiano. En cuanto a las propinas, incluso
los obreros viejos y
respetables que tenían
casa propia en el arrabal Marakija no se avergonzaban de pedirlas. Era
triste ver a todo un grupo de trabajadores descubrirse ante un parroquiano,
pedirle con tono humilde una propina y expresarle su gratitud, al recibirla,
con tono no más digno.
En
fin: se conducían
con los parroquianos como verdaderos
jesuitas, y yo
me acordaba, mirándolos, de
Polonio, el personaje de Shakespeare.
-Creo que va a llover -decía el
parroquiano, mirando al cielo.
-¡De seguro! -confirmaban los
obreros. ¡Va a llover a mares!
-Sin embargo, se va poniendo raso.
Me parece que no lloverá.
-Sí, tiene razón su excelencia. No
lloverá, no.
Despreciaban de
todo corazón a los parroquianos, y, en su ausencia, se burlaban
de ellos sin piedad. Si veían, por ejemplo, a uno leyendo un periódico en la
terraza, hacían en voz baja observaciones como ésta:
-Está leyendo
el periódico; pero
quizá no tenga qué llevarse a la
boca…
Yo no iba nunca a casa de mi padre.
Muchas tardes, cuando volvía, después del trabajo, a mi posada, encontraba
cartitas de mi hermana, concisas,
escritas con una
visible turbación. Casi siempre me hablaba en ellas de mi padre,
que ora estaba triste y silencioso durante la comida, ora de un humor
endiablado, ora tan taciturno y poco sociable que no salía de su cuarto.
Aquellas cartas turbaban mi alma y
me quitaban el sueño.
Algunas noches vagaba horas enteras por la calle de la Nobleza, por
delante de nuestra casa, dirigiendo miradas escrutadoras a las ventanas
obscuras y esforzándome en adivinar lo que ocurría tras ellas. Se me antojaba
siempre que había ocurrido alguna desgracia.
Los
domingos mi hermana
venía a verme, siempre en secreto, sin que mi padre
se enterase. Aparentaba venir no a verme a mí, sino a nuestra nodriza.
Estaba pálida y
con los ojos hinchados de
llorar. En cuanto
llegaba daba rienda suelta a las
lágrimas.
-¡Papá no soportará esto! -me decía
en tono quejumbroso. Si le sucede una desgracia -no lo quiera Dios, tendrás
toda tu vida remordimientos de conciencia...
¡Es horrible, Misail!
¡En nombre de nuestra pobre madre te suplico que cambies de conducta!
-No comprendo, querida -le
respondía, cómo te empeñas
en que cambie
de conducta cuando estoy
seguro de que
obro según me manda mi conciencia.
-Ya
sé que llevas
una vida honesta...
Está muy bien; pero,
¿no podrías comportarte
lo mismo... de otra manera, para no hacer sufrir a los demás?
La vieja Karpovna escuchaba desde
su cuarto nuestra conversación,
suspiraba dolorosamente y decía de
cuando en cuando:
¡Dios mío, es un desgraciado!
Acabará mal, muy mal...
1.014. Chejov (Anton)
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