Translate

viernes, 27 de diciembre de 2013

Historia de mi vida - Cap. V

Nabó carecía en absoluto de sentido práctico, y nunca sabía poner sus propósitos de acuerdo con su posibilidad de cumplirlos. Aceptaba mucha más trabajo del que le era dable ejecutar, y pasaba ratos muy malos; con frecuencia no tenía bastante dinero para pagar a sus obreros, y muy a menudo no sólo no ganaba nada para él, sino que perdía. Se encargaba de cuantos trabajos se le proponía: pintaba paredes, ponía cristales en las ventanas, construía tejados. Para un encargo  sin  importancia  corría  días  enteros  a través de la ciudad, en busca de obreros.
Era un trabajador excelente, y ganaba, trabajando  solo  como  un  obrero,  hasta  diez  rublos diarios.  Pero  prefería  ser  contratista,  lo  que halagaba su ambición, y con ese motivo luchaba siempre  con  innumerables  dificultades  y  vivía en la miseria.
Me pagaba, como a les demás obreros, de setenta «copecks» a un rublo por día.
Cuando el tiempo era bueno y seco, nos dedicábamos a trabajos exteriores, principalmente en los tejados. Debido a mi falta de costumbre, me parecía que el cinc de éstos me quemaba los pies. Probé a trabajar con botas; pero eso no me permitía andar bien, y no tardé en seguir trabajando descalzo. En poco tiempo me acostumbré de tal manera que no sentía molestia alguna.
En fin, yo estaba muy contento de mi nueva vida. Vivía entre gente que consideraba el trabajo obligatorio, indispensable, y trabajaba como las  bestias  de  carga,  con  frecuencia  sin  darse cuenta de la significación moral que el trabajo posee, y hasta sin llamarle trabajo.
Junto a esa gente yo mismo me iba tornando poco  a  poco  en  una  bestia  de  carga,  cada  día más  penetrado  de  que  el  trabajo  es  una  cosa obligatoria, inevitable. Tal convicción me hacía la vida más sencilla y fácil y me libraba, de cavilaciones.
Al principio todo era nuevo e interesante para mí como si acabase de nacer. Podía darme el gusto de acostarme en tierra y de andar descalzo,  cosas  con  que  gozaba  mucho;  podía  mezclarme  a  una  muchedumbre  de  gente  sencilla sin  cohibirla  y  sin  que  se  apartase  ante  mí; cuando veía en la calle un caballo caído, podía acudir en ayuda del cochero, para que lo levantase, sin temor de ensuciarme la ropa.
Pero lo que me regocijaba sobre todo era el vivir de mi propio trabajo y no tener que vivir a expensas de otro.
La pintura de los tejados era un negocio muy ventajoso;  se  ganaba  mucho  con  ese  trabajo desagradable y fastidioso. Mi nuevo amo, Nabó, trabajaba él mismo con nosotros en los tejados.
Con unos pantalones muy cortos que dejaban al aire sus pantorrillas sucias de pintura, flaco como una espátula, se paseaba por el tejado, brocha en mano, suspirando y repitiendo:
-¡Pobres de nosotros los pecadores!
Andaba por el tejado con la misma facilidad que por un pavimento. Cuando trabajaba en las cúpulas de las iglesias, a una gran altura, sólo se valía de cuerdas, a las que se ataba. Viéndole trabajar a tan desmesurada altura sin las precauciones necesarias, yo me atemorizaba en extremo;  pero  él  no  tenía  miedo  ninguno,  parecía estar  completamente  a  gusto  y  de  cuando  en cuando  lanzaba,  a  voz  en  cuello,  una  de  sus frases favoritas:
-¡Pobres de nosotros los pecadores!
O bien:
-¡La mentira devora el alma como el orín devora el hierro!
Al volver a casa por la noche tras la jornada de trabajo,  y pasar por  delante de las tiendas, oía con frecuencia chirigotas en boca de tenderos y dependientes:
-¡Ahí tenéis a un caballero, a un noble descalzo!
Al principio eso me turbaba, me ofendía; pero poco a poco aprendí a acoger con calma tales burlas. Y cosa extraña: quienes más encarnizadamente me hacían objeto de sus mofas eran aquellos  que  en  otro  tiempo  se  habían  visto obligados a trabajar de un modo rudo. Muchas veces, cuando pasaba por delante del mercado me tiraban, como sin querer, agua, y un día un tenderillo llegó a tirarme un palo a los pies. Un pescadero  anciano  de  luenga  barba  blanca  me dijo una vez, mirándome con odio:
-¡No eres tú el digno de lástima, canalla, sino tu pobre padre!
Los amigos de casa, cuando me encontraban, no podían disimular su azoramiento. Unos me miraban como a un extraño; otros me compadecían;  otros  no  sabían  qué  actitud  adoptar  ante mí.
Un día, en una callejuela que desembocaba en la calle de la Nobleza, me topé con Ana Blagovo. Iba a mi trabajo y llevaba un saco de pintura  y  dos  largas  brochas.  Al  reconocerme,  la amiga de mi hermana se ruborizó:
-¡Le suplico a usted que no me salude en la calle! -me dijo con voz alterada, dura y temblorosa, sin tenderme la mano.
En sus ojos brillaban las lágrimas.
-Si cree usted obrar bien, haga lo que quiera; pero... se lo ruego: no vuelva a saludarme.
Naturalmente, no seguí viviendo en casa de mi padre; vivía en el arrabal de la ciudad llamado «Makarija» en casa de mi anciana nodriza, Karpovna, una vieja de muy buen corazón, pero de un carácter sombrío. Siempre estaba hablando de presentimientos nefastos y de malos sueños; hasta las abejas que entraban del jardín se le  antojaban  signo  de  desgracias  próximas  a ocurrir.
El  hecho  de  que  yo  me  convirtiese  en  un simple obrero fue también para ella un presagio siniestro.
-¡Eres un desgraciado! ¡Esto acabará mal! -repetía, balanceando tristemente la cana cabeza. Me da el corazón...
En su reducida casuca vivía también su hijo adoptivo, Prokofy, un carnicero. Era un hombre casi  gigantesco,  de  unos  treinta  años,  desgalichado, rojo, con unos bigotes que parecían de alambre. Cuando me encontraba en el vestíbulo, se apartaba respetuosamente para dejarme paso, y si estaba borracho me hacía un saludo militar llevándose la mano a la gorra. Por las noches, cuando estaba cenando, yo le oía, al través del tabique  que  separaba  mi  camaranchón  de  su cuarto, masticar y lanzar ruidosos suspiros cada vez que bebía «vodka» como si bebiese veneno.
-¡Mamá! -le gritaba a la vieja Karpovna.
-¿Qué, hijo mío? -le preguntaba ella al carnicero, a quien quería con locura.
-Oiga usted una cosa, mamá: como es usted tan buena conmigo, la mantendré a usted mientras viva, y cuando se muera la haré enterrar a mis expensas. ¡Palabra de honor!
Me levantaba todos los días antes de salir el sol y me  acostaba  temprano. Las pintores de brocha gorda comemos mucho y dormimos profundamente;  pero,  no  sé  por  qué,  padecemos, sobre  todo  de  noche,  fuertes  palpitaciones  de corazón.
Con mis compañeros me hallaba en buenas relaciones. Se pasaban la vida cambiando maldiciones terribles, como, por ejemplo: «¡Que se te salten los ojos!» «¡Que te dé el cólera!»; pero, a  la  postre,  se  vivía  en  perfecta  camaradería.
Los obreros me consideraban una especie de sectario religioso; de otro modo, no se explicaban que un caballero, hijo de un arquitecto, se hubiera convertido, por su propia voluntad, en un  simple  trabajador.  Me gastaban frecuentes bromas; pero yo no me ofendía. Casi todos carecían de sentimientos religiosos, y confesaban que no iban o que iban muy poco a la iglesia.
-Nuestro traje -decían para justificarse- asustaría a los fieles...
La mayoría de ellos me tenían cierto respeto.
Me  estimaban  porque  no  bebía  «vodka»,  no fumaba  y  llevaba  una  vida  sobria  y  tranquila.
Sólo les enojaba el que no robase pintura, como se acostumbra entre los del oficio, y el que me negase a pedirles propinas a los parroquianos.
Todos ellos robaban pintura: era una tradición consagrada por la práctica. Hasta el propio Nabó,  aquel  hombre,  escrupulosamente  honrado, se creía en el deber de respetar dicha tradición, y todos los días, cuando terminaba el trabajo, se llevaba un poco de pintura perteneciente al parroquiano. En cuanto a las propinas, incluso los obreros  viejos  y  respetables  que  tenían  casa propia en el arrabal Marakija no se avergonzaban de pedirlas. Era triste ver a todo un grupo de trabajadores descubrirse ante un parroquiano, pedirle con tono humilde una propina y expresarle su gratitud, al recibirla, con tono no más digno.
En  fin:  se  conducían  con  los  parroquianos como  verdaderos  jesuitas,  y  yo  me  acordaba, mirándolos, de Polonio, el personaje de Shakespeare.
-Creo que va a llover -decía el parroquiano, mirando al cielo.
-¡De seguro! -confirmaban los obreros. ¡Va a llover a mares!
-Sin embargo, se va poniendo raso. Me parece que no lloverá.
-Sí, tiene razón su excelencia. No lloverá, no.
Despreciaban  de  todo  corazón  a  los  parroquianos, y, en su ausencia, se burlaban de ellos sin piedad. Si veían, por ejemplo, a uno leyendo un periódico en la terraza, hacían en voz baja observaciones como ésta:
-Está  leyendo  el  periódico;  pero  quizá  no tenga qué llevarse a la boca…
Yo no iba nunca a casa de mi padre. Muchas tardes, cuando volvía, después del trabajo, a mi posada, encontraba cartitas de mi hermana, concisas,  escritas  con  una  visible  turbación.  Casi siempre me hablaba en ellas de mi padre, que ora estaba triste y silencioso durante la comida, ora de un humor endiablado, ora tan taciturno y poco sociable que no salía de su cuarto.
Aquellas cartas turbaban mi alma y me quitaban  el  sueño.  Algunas  noches  vagaba  horas enteras por la calle de la Nobleza, por delante de nuestra casa, dirigiendo miradas escrutadoras a las ventanas obscuras y esforzándome en adivinar lo que ocurría tras ellas. Se me antojaba siempre que había ocurrido alguna desgracia.
Los  domingos  mi  hermana  venía  a  verme, siempre en secreto, sin que mi padre se enterase. Aparentaba venir no a verme a mí, sino a nuestra  nodriza.  Estaba  pálida  y  con  los  ojos hinchados  de  llorar.  En  cuanto  llegaba  daba rienda suelta a las lágrimas.
-¡Papá no soportará esto! -me decía en tono quejumbroso. Si le sucede una desgracia -no lo quiera Dios, tendrás toda tu vida remordimientos  de  conciencia...  ¡Es  horrible,  Misail!  ¡En nombre de nuestra pobre madre te suplico que cambies de conducta!
-No comprendo, querida -le respondía, cómo  te  empeñas  en  que  cambie  de  conducta cuando  estoy  seguro  de  que  obro  según  me manda mi conciencia.
-Ya  sé  que  llevas  una  vida  honesta...  Está muy  bien;  pero,  ¿no  podrías  comportarte  lo mismo... de otra manera, para no hacer sufrir a los demás?
La vieja Karpovna escuchaba desde su cuarto  nuestra  conversación,  suspiraba  dolorosamente y decía de cuando en cuando:
¡Dios mío, es un desgraciado! Acabará mal, muy mal...

1.014. Chejov (Anton)

No hay comentarios:

Publicar un comentario