Era una hermosa tarde cuando el amo
entró en el cuartito del papel sucio y, frotándose las manos, dijo:
Bueno...
Quería añadir algo más, pero salió
sin terminar la frase. El Tío, que durante las lecciones había estudiado muy
bien su cara y la entonación de su voz, adivinó que estaba preocupado e
inquieto, y acaso enfadado. Poco después volvió y dijo:
Tío, hoy te voy a llevar con Fiódor
Timoféích. En la «pirámide egipcia» sustituirás al difundo Iván Ivánich. ¡El
diablo sabe qué saldrá de todo esto! No hay nada preparado, no lo habéis
aprendido, no hemos tenido tiempo de ensayar. ¡Fracasaremos, fracasaremos!
Volvió a salir y al cabo de un
momento regresaba enfundado en su abrigo de piel y con sombrero de copa.
Acercóse al gato, lo cogió de las patas delanteras, lo levantó y lo ocultó en
su pecho, dentro del abrigo; Fiódor Timoféich se mostró indiferente a todo
esto, sin molestarse siquiera en abrir los ojos.
Veíase que no le importaba nada;
que le era lo mismo estar acostado o ser levantado de las patas, descansar en
la colchoneta o reposar en el pecho del amo, dentro del abrigo...
-Vamos,
Tío -dijo el amo.
El Tío le siguió sin comprender
nada y meneando el rabo. Al cabo de un minuto se encontraba en un trinco, a los
pies del amo, y oía cómo éste, estremeciéndose a causa del frío y la inquietud,
gruñía: -iVamos a fracasar! iVa a ser un fracaso!
El trineo se detuvo ante un
edificio grande y de extraña forma, parecido a una sopera puesta del revés. La
larga entrada de esta casa, con tres puertas de cristales, estaba iluminada por
una docena de faroles de viva luz. Las puertas se abrían con estrépito y, cual
si fuesen fauces, se tragaban a la gente situada delante de ellas. Abundaban
las personas, a veces se acercaban caballos, pero, en cuanto a perros, no se
veía ninguno.
El amo agarró al Tío y se lo metió
en el pecho, dentro del abrigo, donde ya se encontraba Fiódor Timoféich. Allí
no había luz, faltaba aire, pero el calorcillo era muy agradable. Por un
instante brillaron dos turbias chispas verdes: era el gato, que había abierto
los ojos al sentir el contacto de las frías y duras patas del vecino. El Tío le
lamió la oreja y, deseoso de acomodarse lo mejor posible, se removió inquieto,
haciéndose sitio, recogiendo las frías patas, y, sin querer, sacó la cabeza al
exterior; pero inmediatamente la volvió a meter, con un gruñido de enfado.
Creyó verse en una habitación enorme, mal iluminada y llena de monstruos; por
detrás de vallas y rejas, que se extendían a ambos lados, asomaban unas cabezas
terribles: de caballo, con cuernos, de largas orejas; una de ellas, gorda y
grandísima, tenía cola en vez de nariz, con dos largos huesos bien roídos que
le salían de la boca.
El gato maulló con voz sorda,
molesto por las patas del Tío, mas en esto el abrigo se abrió, el dueño dijo
«iHop!» y Fiódor Timoféich y el Tío saltaron al suelo. Se encontraban ya en una
pequeña pieza con paredes grises de tabla; los únicos muebles eran una mesita
con un espejo y un taburete. Descontando esto y los trapos colgados de los
rincones, allí no había nada más; en vez de quinqué o de vela ardía una viva
lucecita en forma de abanico, pegada a cierto tubo que salía de la pared.
Fiódor Timoféich se alisó el pelo,
revuelto por el Tío, y se echó debajo del taburete. El dueño, siempre inquieto
y sin cesar de frotarse las manos, comenzó a desnudarse... Se desnudó corno de
ordinario lo hacía en casa para acostarse, es decir, se quitó todo menos la
ropa interior; luego se sentó en el taburete y, mirando al espejo, empezó a realizar
sobre su persona operaciones maravillosas. Lo primero de todo se colocó en la
cabeza una peluca con raya en medio y dos mechones parecidos a cuernos; seguidamente se emba-durnó la cara con
algo blanco y por encima de lo blanco se pintó las cejas, los bigotes y las
mejillas.
Pero no terminó ahí la cosa, sino
que después de embadurnarse la cara y el cuello se vistió con un traje como el
Tío no había visto nunca ni en las casas ni en la calle. Imaginaos unos
pantalones anchísimos de satén floreado, por el estilo del que se emplea en las
casas de la clase media para cortinas y fundas de muebles, unos pantalones que
le llegaban hasta las mismas axilas, una pernera era de color castaño y la otra
amarillo claro. Una vez sumergido en estos pantalones, el amo se puso cierta
chaquetilla de cuello grande y con picos y una estrella de oro en la espalda,
medias de distintos colores y zapatos verdes...
Al Tío se le iban y venían los ojos
con tal variedad de colores. Aquella figura pesadota olía a amo, su voz era
también la de él, pero había momentos en que el Tío se sentía atormentado por
la duda, dispuesto a huir de aquel pintarrajeado hombre y a ladrar. El nuevo
sitio, la luz en forma de abanico, los olores, la metamorfosis expe-rimentada
por el amo: todo ello le sumía en un estado de miedo indefinido. Tenía el
presentimiento de que iba a tropezarse con algo horroroso, al estilo de la
enorme cabeza con cola en lugar de nariz. Y para colmo de males, fuera tocaba
la odiosa música y en ocasiones se oía un rugido incomprensible. Lo único que
le tranquilizaba era la serenidad imperturbable de Fíódor Timoféich. Este
dormía como si tal cosa debajo del taburete y ni siquiera llegaba a abrir los
ojos cuando el taburete se movía.
Un hombre de frac y chaleco blanco
asomó la cabeza por la puerta del cuartito y dijo:
-Ahora empieza miss Arabela. Luego
le tocará a usted.
El amo no respondió nada. Sacó de
debajo de la mesa una maleta de reducidas proporciones y se sentó a esperar.
Los labios y las manos delataban su inquietud; el Tío oía cómo temblaba su
respiración.
-Monsieur George, a escena -gritó
alguien al otro lado de la puerta.
El amo se levantó, se persignó tres
veces, sacó al gato de debajo del taburete y lo metió en la maleta.
-Ven aquí,
Tío -dijo en voz baja.
El Tío, sin comprender nada, se
acercó a sus manos; él le dio un beso en la cabeza y lo colocó junto a Fiódor
Timoféich. Luego todo se hizo oscuro...
El Tío pisaba al gato, arañaba las
paredes de la maleta y, presa de terror, era incapaz de emitir el menor sonido;
temblaba mientras la maleta oscilaba como arrastrada por las olas...
-iAquí estoy yo! -gritó con voz
sonora el amo. ¡Aquí estoy yo!
El Tío sintió que después de este
grito la maleta chocaba con algo duro y dejaba de balancearse. Se oyó un rugido
fuerte y largo: golpeaban a alguien, y ese alguien, probablemente la cabeza de
la cola en vez de nariz, rugía y reía tan estrepitosamente, que vibraban los
cierres de la maleta. En respuesta al rugido se oyó la risa del amo, una risa
estridente y chillona como jamás la había escuchado en casa. -iHola! -gritó,
tratando de hacerse oír por encima del rugido. Respetable público, acabo de
llegar de la estación. Se ha muerto mi abuela y me ha dejado heredero. En la
maleta hay algo muy pesado; debe de ser oro... iA-ah! iPuede que haya un
millón!
Voy a abrirla y veremos...
Sonó el cierre de la maleta. Una
luz cegadora le hizo cerrar los ojos al Tío. Saltó fuera y, ensordecido por el
rugido, corrió cuanto pudo alrededor de su amo, ladrando alegremente.
-iHola! -gritó el amo. iMi Tío
Fiódor Timoféich! iMi otro Tío! iQue el diablo os lleve, queridos parientes!
Cayó con el vientre sobre la arena,
agarró al gato y al Tío y los abrazó una vez y otra. El Tío, mientras él le
apretaba entre sus brazos, pudo lanzar una ojeada al mundo a que le había
llevado el destino y, asombrado de verse en un lugar tan grandioso, quedó por
un momento inmóvil, dominado por el asombro y el entusiasmo. Luego se evadió de
los abrazos del amo y, aturdido por tanta emoción, comenzó a dar vueltas como
un lobezno. Ese mundo nuevo era grande y resplandeciente; a donde quiera que
mirase, desde el suelo al techo, todo eran caras, caras y caras, y nada más.
Tío, tenga la bondad de sentarse -dijo
el amo.
Recordando lo que esto significaba,
el Tío saltó a una silla y se sentó. Miró al amo. Los ojos de éste, como
siempre, eran serios y cariñosos, pero la cara, en particular la boca y los
dientes, se hallaban desfigurados por una sonrisa ancha y petrificada. El reía
a carcajadas, saltaba, movía los hombros y en presencia de aquellos miles de
persona hacía ver como si se sintiera muy alegre. El Tío creyó en esa alegría y
de pronto sintió con todo su ser que aquellos miles de hombres y mujeres tenían
los ojos puestos en él; levantó su hocico de raposa y aulló alegremente.
-Usted,
Tío, quédese ahí -le dijo el amo,
mientras Fiódor Timoféich y yo bailamos la kamarinka.
Fiódor Timoféich, en espera de que
le obligasen a hacer estupideces, permanecía indiferente, mirando a los lados.
Bailó con desgana, de mal humor, y por sus movimientos, por su cola y sus
bigotes percibíase el profundo desprecio que le inspiraban la gente, la viva
luz, el amo, él mismo... Bailó cuanto le correspondía, bostezó y se sentó.
-Venga,
Tío -dijo el amo. Primero
cantaremos y luego bailaremos. ¿Qué le parece?
Sacó del bolsillo una flauta y
empezó a tocar. El Tío, que no podía soportar la música, se removió inquieto en
la silla y aulló una vez y otra. Esto produjo una tempestad de gritos y
aplausos. El amo saludó y cuando todo se hubo acallado volvió a tocar... Estaba
ejecutando una nota muy alta cuando alguien que se encontraba en las últimas
filas del público lanzó una sonora exclamación de asombro.
-iPadre! -gritó una voz infantil.
iPero si es Kashtanka!
-iSí que es Kashtanka! -confirmó
otra voz, ésta de borracho- iKashtanka! Fiédiushka, que Dios me castigue si no
es Kashtanka.
Alguien silbó en las alturas y dos
voces, una de niño y otra de adulto, llamaron a pleno pulmón:
-iKashtanka! iKashtanka!
El Tío se estremeció y miró al
lugar de donde procedían los gritos. Dos caras, una peluda, alcohólica y
sonriente, la otra redonda de rojas mejillas y asustada, se le metieron por los
ojoso antes se le había metido la viva luz... Recordó, cayó de la silla y
empezó a aullar en la arena. Luego pegó un brinco y con alegres chillidos
corrió hacia aquellas caras. Estalló un ensordecedor rugido, del que
sobresalían los silbidos y un estridente grito infantil: -i Kashtanka! i
Kashtanka!
El Tío saltó la barrera. Luego, por
encima de los hombros de alguien, fue a parar a un palco. Para subir al piso
siguiente era necesario saltar una alta pared. El Tío trató de hacerlo, pero no
pudo y cayó abajo. Luego fue pasando de unos a otros, lamiendo manos y caras,
cada vez más arriba, hasta que, por fin, se vio en el gallinero...
Media hora más tarde Kashtanka iba
ya por la calle detrás de personas que olían a cola y barniz.
Luká Alexándrich se tambaleaba e instintivamente, aleccionado por la experiencia,
procuraba mantenerse lejos de las zanjas.
-En el abismo de mis entrañas anida
el pecado... -balbuceaba. Y a ti, Kashtanka, no hay quien te entienda.
Comparado con el hombre, eres como un mal carpintero frente a un buen ebanista.
A su lado caminaba Fiédiushka,
tocado con la gorra del padre.
Kashtanka miraba las espaldas de
ambos, le parecía que hacía ya mucho que iba detrás de ellos y se alegraba de
que su vida no se hubiese interrumpido
ni por un instante. Recordaba el cuartito del empapelado sucio, el ganso y Fiódor Tímoféich, las sabrosas comidas, las
lecciones, el circo... pero todo eso no era ahora para él sino una pesadilla
larga y confusa.
1.014. Chejov (Anton)
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