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viernes, 27 de diciembre de 2013

La casa de sotabanco - Cap. II

Comencé a frecuentar la casa de las Volchanínov. Solía sentarme en el primer escalón inferior de la terraza; me oprimía el descontento conmigo mismo; me daba lástima mi vida que transcurría en forma tan rápida y tan poco interesante, y pensaba en que no estaría mal arrancar de mi pecho este corazón que llegó a ser tan pesado. Y mientras tanto, en la terraza se oían voces, el rumorcillo de los vestidos, alguien daba vueltas a las páginas de un libro. Pronto me habitué a ver a Lida, durante el día, atender a los enfermos, repartir limosnas, ausentarse a menudo a la aldea, con una sombrilla sobre su cabeza descubierta, y por la noche explayarse en voz alta sobre el zemstvo y las escuelas.
Cada vez que se entablaba una conversación seria, esta delgada y bella joven, invariablemente severa, de boca finamente delineada, me decía con sequedad:
-Esto no le interesa.
Yo no le caí simpático. No me quería porque era paisajista, porque en mis cuadros no mostraba las necesidades del pueblo y porque era indiferente -según le parecía- a todo aquello en lo que ella creía tan firmemente. Recuerdo que una vez, al viajar por la costa del lago Bailtal me encontré con un joven buriata[1] que montaba un caballo y vestía con una camisa y un pantalón de tela azul china; le pregunté si quería venderme su pipa, y mientras hablábamos, miraba con desprecio mi cara europea y sin sombrero; en un instante se hartó de charlar conmigo, azuzó el caballo y se fue galopando. De la misma manera Lida despreciaba en mí a un extraño Exteriormente no manifestaba en absoluto su desafecto, pero yo lo sentía y, sentado en el primer escalón de la terraza, experimentaba cierta irritación y decía que curar a los campesinos sin ser médico significaba engañarlos, y que no era difícil ser benefactor poseyendo dos mil deciatinas de tierra.
Su hermana Missus no tenía preocupación alguna y pasaba el tiempo en el mismo ocio total que yo. Al levantarse por la mañana, en seguida tomaba un libro y se ponía a leer en la terraza, sentada en un hondo sillón de tal modo que sus pequeños pies apenas tocaban el suelo, o bien escondíase con el libro en una alameda, o se iba al campo. Pasaba todo el día leyendo, los ojos clavados con avidez en el libro, y sólo porque su mirada a veces se tornaba fatigada y anonada, y porque su rostro palidecía mucho, se podía adivinar cómo esta lectura cansaba su cerebro. Cuando yo llegaba a la casa, ella se ruborizaba levemente, dejaba el libro y con animación fijando en mi cara sus grandes ojos me contaba los acontecimientos del día en el cuarto de los criados había comenzado a arder el hollín de las estufas, o un peón había sacado del estanque un pez grande. En los días hábiles vestía, por lo común, una blusa de colores claros y una falda azul oscura. Paseábamos juntos, arrancábamos guin-das para el dulce, andábamos en bote, y cuando ella saltaba para alcanzar una guinda o manejaba los remos, sus delgados y débiles brazos traslucían a través de las amplias mangas. O si no, yo pintaba un boceto y ella se quedaba de pie a mi lado y me miraba trabajar con admiración.
Un domingo, a fines de julio, llegué a la finca de las Volchanínov por la mañana, a eso de las nueve. Di vueltas por el parque, manteniéndome lejos de la casa, busqué hongos blancos, muy abundantes en aquel verano, dejando marcas cerca de ellos para recogerlos más tarde junto con Yenia. Soplaba un viento tibio. Vi pasar a Yenia y a su madre que volvían de la iglesia. Ambas llevaban claros vestidos domingueros y Yenia sostenía el sombrero a causa del viento. Luego las oí tomar el té en la terraza.

1.014. Chejov (Anton)




[1] Buriatos: uno de los pueblos mongolicos de Siberia.

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