Comencé a frecuentar la casa de las
Volchanínov. Solía sentarme en el primer escalón inferior de la terraza; me
oprimía el descontento conmigo mismo; me daba lástima mi vida que transcurría
en forma tan rápida y tan poco interesante, y pensaba en que no estaría mal
arrancar de mi pecho este corazón que llegó a ser tan pesado. Y mientras tanto,
en la terraza se oían voces, el rumorcillo de los vestidos, alguien daba
vueltas a las páginas de un libro. Pronto me habitué a ver a Lida, durante el
día, atender a los enfermos, repartir limosnas, ausentarse a menudo a la aldea,
con una sombrilla sobre su cabeza descubierta, y por la noche explayarse en voz
alta sobre el zemstvo y las escuelas.
Cada vez que se entablaba una
conversación seria, esta delgada y bella joven, invariablemente severa, de boca
finamente delineada, me decía con sequedad:
-Esto no le interesa.
Yo no le caí simpático. No me
quería porque era paisajista, porque en mis cuadros no mostraba las necesidades
del pueblo y porque era indiferente -según le parecía- a todo aquello en lo que
ella creía tan firmemente. Recuerdo que una vez, al viajar por la costa del
lago Bailtal me encontré con un joven buriata[1]
que montaba un caballo y vestía con una camisa y un pantalón de tela azul
china; le pregunté si quería venderme su pipa, y mientras hablábamos, miraba
con desprecio mi cara europea y sin sombrero; en un instante se hartó de
charlar conmigo, azuzó el caballo y se fue galopando. De la misma manera Lida
despreciaba en mí a un extraño Exteriormente no manifestaba en absoluto su
desafecto, pero yo lo sentía y, sentado en el primer escalón de la terraza,
experimentaba cierta irritación y decía que curar a los campesinos sin ser
médico significaba engañarlos, y que no era difícil ser benefactor poseyendo
dos mil deciatinas de tierra.
Su hermana Missus no tenía
preocupación alguna y pasaba el tiempo en el mismo ocio total que yo. Al
levantarse por la mañana, en seguida tomaba un libro y se ponía a leer en la
terraza, sentada en un hondo sillón de tal modo que sus pequeños pies apenas
tocaban el suelo, o bien escondíase con el libro en una alameda, o se iba al
campo. Pasaba todo el día leyendo, los ojos clavados con avidez en el libro, y
sólo porque su mirada a veces se tornaba fatigada y anonada, y porque su rostro
palidecía mucho, se podía adivinar cómo esta lectura cansaba su cerebro. Cuando
yo llegaba a la casa, ella se ruborizaba levemente, dejaba el libro y con
animación fijando en mi cara sus grandes ojos me contaba los acontecimientos
del día en el cuarto de los criados había comenzado a arder el hollín de las
estufas, o un peón había sacado del estanque un pez grande. En los días hábiles
vestía, por lo común, una blusa de colores claros y una falda azul oscura.
Paseábamos juntos, arrancábamos guin-das para el dulce, andábamos en bote, y
cuando ella saltaba para alcanzar una guinda o manejaba los remos, sus delgados
y débiles brazos traslucían a través de las amplias mangas. O si no, yo pintaba
un boceto y ella se quedaba de pie a mi lado y me miraba trabajar con
admiración.
Un domingo, a fines de julio,
llegué a la finca de las Volchanínov por la mañana, a eso de las nueve. Di
vueltas por el parque, manteniéndome lejos de la casa, busqué hongos blancos,
muy abundantes en aquel verano, dejando marcas cerca de ellos para recogerlos
más tarde junto con Yenia. Soplaba un viento tibio. Vi pasar a Yenia y a su
madre que volvían de la iglesia. Ambas llevaban claros vestidos domingueros y
Yenia sostenía el sombrero a causa del viento. Luego las oí tomar el té en la
terraza.
1.014. Chejov (Anton)
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