Una noche volví muy tarde a mi posada, de casa de María Victorovna, con
quien había pasado la velada,
y encontré en
mi cuarto a un
joven oficial de policía, engalanado con un uniforme nuevecito, que hojeaba un
libro, sentado ante mi mesa.
-¡Por fin! -exclamó al verme
entrar.
Salió a mi encuentro,
desperezándose como tras un largo sueño.
-Es la tercera vez que vengo hoy a
buscarle a usted. He perdido todo el día. He aquí de lo que se trata: su
excelencia el señor gobernador ordena que se presente usted a él mañana, a las
nueve de la mañana. ¡Sin falta!
Me hizo firmar un compromiso de
ejecutar exactamente la orden del gobernador, y se marchó.
Aquella visita del oficial de
policía y la invitación inesperada del
gobernador me causaron muy mala impresión. Desde mi niñez les había
tenido un miedo irresistible a los gendarmes, a los policías, a los jueces, en
fin, a toda la gente para quien es un derecho, casi un deber, hacer daño a los
demás. Y entonces también experimenté una gran inquietud, como si fuera autor
de un crimen.
No pude conciliar el sueño.
Karpovna y su hijo adoptivo, el obeso
Prokofy, también estaban inquietos con la visita del oficial de policía, y no
podían pegar los ojos. Además, Karpovna tenía un horrible dolor de oído, se
quejaba, y de cuando en cuando se echaba a llorar.
Como me oyese, desde el otro lado
del tabique, dar vueltas en la cama, Prokofy entró en mi cuarto, con una luz en
la mano, y se sentó junto a mi mesa.
-Debía usted beber un poco de
«vodka» -me dijo. El «vodka» es la sola y única salud. También convendría
verter un poco de «vodka» en la oreja de mamá; pero no quiere.
A cosa de las tres se dispuso a
irse al matadero en busca de la carne para su establecimiento. Convencido de
que no podría dormir ya, y por matar el tiempo, me fui con él.
La noche era obscura. Prokofy
llevaba en la mano una linterna, con la que alumbraba el camino. Subimos a un
trineo. Un muchachuelo de trece años, llamado Nicolka, con cara de
bandido, que estaba
empleado en la carnicería de Prokofy,
nos servía de
cochero. Con una
voz ronca de persona mayor, imitando a los cocheros de verdad, arreaba a
las caballerías.
Por el camino me dijo Prokofy:
-Probablemente le sacudirán a usted el polvo en casa
del gobernador. Porque,
mire usted, hace cosas que no le
convienen. Cada hombre debe seguir el camino que está destinado a seguir según
su nacimiento. Unos nacen para ser gobernadores u oficiales, otros para ser
obispos o capellanes, otros para ser médicos o aboga-dos. Usted no ha nacido
para ser simple obrero, y naturalmente, la gente de su clase no está dispuesta
a permitir que lo sea usted...
El
matadero estaba detrás
del cementerio.
Hasta aquella
noche yo no lo había
visto de cerca. Lo formaban tres
grandes cobertizos de aspecto
sombrío, rodeados de
una tapia gris.
Cuando hacía viento, llegaba de
aquel edificio a la ciudad un olor malsano y abominable.
Entré en el patio, tropezando a
cada paso con los caballos de
los trineos cargados
de carne.
Una porción de hombres con
linternas encendidas en la mano se insultaban y se injuriaban sin cesar.
Prokofy y Nicolka hacían lo propio, como si el lugar obligase a la gente a
ponerse de vuelta y media. Se oían por todas partes gritos, juramentos,
relinchos.
Olía a cadáver y a estiércol. Los
charcos de nieve derretida mezclada con barro parecían de sangre.
Cargado el trineo de carne, nos
encaminamos al establecimiento de Prokofy.
Clareaba ya. El sol estaba a punto
de salir.
De nuevo en el interior de la
ciudad vimos numerosas mujeres -amas y cocineras- que se iban a la compra.
Una vez en la carnicería, Prokofy
se puso un delantal blanco y empezó a vender carne. Manchado de sangre, con un
hacha en la mano, discutía con las mujeres; aseguraba que la carne lo costaba
más cara que la vendía; juraba, se persignaba
y gritaba tanto
que se le
podía oír al otro lado del mercado. Engañaba en el peso
y daba piltrafas, y las mujeres, aunque lo advertían, le dejaban hacer lo que
te parecía, aturdidas por sus gritos, y sólo alguna vez que otra le dirigían
tal o cual palabra poco lisonjera.
-¡Qué bandido! ¡Vaya un granuja!
Al alzar y dejar caer el hacha
sobre la carne, tomaba actitudes coquetas y agitaba con tal violencia la
herramienta que yo temía que le abriese a alguien la cabeza o le cortara un
brazo.
Después de estar un rato en la
carnicería, me dirigí a casa del gobernador.
Mi gabán olía a carne y a sangre.
De un humor de todos los diablos, yo caminaba como un condenado.
Subí una gran escalera cubierta con
una alfombra a rayas. Un señor de frac
-probablemente el secretario del gobernador- me indicó la puerta por donde
debía entrar, y corrió a anunciar mi llegada.
Entré en un salón amueblado
lujosamente pero sin gusto alguno. Entre las ventanas había altos y estrechos
espejos. Pretendiendo adornarlas, herían desagradablemente la vista unas
cortinas amarillas. Se advertía que los gobernadores que habitaban aquella casa
se sucedían unos a otros sin que el mobiliario cambiase nunca. El paso de
aquellos funcionarios por allí era tan rápido, que a todos les tenía sin cuidado
cómo estaba puesta la casa.
No tardó en reaparecer el señor del
frac, que me indicó otra puerta. La abrí y me dirigí a una gran mesa verde,
tras la cual me esperaba, en pie, vestido de uniforme y con una
condecoración en el
pecho, el gobernador.
Tenía en la mano una carta.
-¡Señor Poloznev!
-me dijo, abriendo,
en forma de «O», una boca de a palmo. Le he llamado a usted para hacerle
saber lo siguiente: su honorable padre se ha dirigido, por escrito y de
palabra, al presidente de la nobleza de la región suplicándole que
le haga comprender
a usted que su conducta no es
admisible en la clase noble a que
tiene el honor
de pertenecer por su
nacimiento. El señor presidente de la nobleza, su excelencia
Alejandro Pavlovich, creyendo, con razón, que su conducta de usted
es condenabilísima, pero que su llamada al orden sería del todo ineficaz, se ha
dirigido a mí, a su vez, para que yo
ejerza mi poder
administrativo.
Aquí está su carta. Me suplica en
ella que tome las medidas que juzgue necesarias al objeto de poner fin a este
escándalo intolerable...
Hablaba en voz queda y con acento
respetuoso, y continuaba en pie como si yo fuera su jefe, y no había en su
mirada ni asomos de severidad.
En su rostro rugoso se pintaba una
falta total de energía. Sus mejillas colgaban como bolsas de cuero. Llevaba
teñido el cabello, y su edad no era
fácil de determinar:
lo mismo pedía
tener cuarenta que sesenta años.
-Yo espero -prosiguió- que usted
sabrá apreciar la bondad de Alejandro Pavlovich al dirigirse a mí no por la vía
oficial, sino por medio de una carta privada. Yo también le he llamado a usted
no como un personaje oficial, sino como un particular, y le estoy hablando no
como gobernador, sino como un admirador sincero de su padre. Así, pues, señor,
le suplico que, o cambie de conducta y vuelva a comenzar la vida que le cuadra
a un noble, o se vaya a cualquier otra
ciudad donde no le conozcan y pueda hacer lo que le plazca. Si se niega usted a
acceder a mi ruego, me veré precisado a tomar medidas extremas respecto de
usted.
Durante unos momentos me miró
fijamente, en silencio y con la boca abierta.
-¿Es usted vegetariano? -me
preguntó de pronto.
-No, excelencia; como carne.
Se sentó y cogió de la mesa un
papel.
Comprendí que la entrevista había
terminado, saludé y salí.
Había perdido la mañana, y no valía
la pena ir a trabajar antes de comer. Me volví a casa, con ánimo de dormir un
rato; pero estaba tan nervioso, a causa de la excursión al matadero y de mi
visita al gobernador, que no pude pegar los ojos.
Por la noche, muy excitado y de un
humor negro, fui a casa de María Victorovna. Le conté mi entrevista
con el gobernador.
Me miraba asombrada, como si no
diera crédito a mi relato, y de pronto se echó a reír como una loca, con una
risa alegre, provocativa, de que sólo es capaz la gente muy sana de cuerpo y de
espíritu.
-¡Si se cuenta eso en Petersburgo!
¡Dios mío, si se cuenta eso en Petersburgo! -exclamó, casi cayéndose de la
silla: de tal modo la risa la sacudía.
1.014. Chejov (Anton)
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