Un
día, Mijaíl Averiánich llegó después de la comida, cuando Andrei Efímich estaba
tumbado en el diván. Las cosas rodaron de tal manera, que de ahí a poco se
presentó Jobótov con el bromuro potásico. Andrei Efímich se incorporó pesadamente
y se sentó, apoyando ambas manos en el diván.
-Hoy,
querido -empezó Mijaíl Averiánich, tiene usted mucho mejor aspecto que ayer.
¡Lo encuentro muy bien! ¡De veras que lo encuentro muy bien!
-Ya
es hora de echar el mal pelo, colega -dijo Jobótov. De seguro que usted mismo
está harto de tanto lío.
-¡Nos
curaremos! -exclamó jovialmente Mijaíl Averiánich. ¡Aún viviremos cien años!
¡Como se lo digo!
-No
digo cien, pero sí veinte trató Jobótov de consolarle. No es nada, no es nada,
colega, no hay motivo para abatirse... No vea las cosas tan negras.
-¡Todavía
se verá de qué somos capaces! -añadió Mijaíl Averiánich, lanzando una risotada,
y dio unas palmadas en la rodilla de su amigo. ¡Aún daremos que hablar! El
próximo verano, si Dios quiere, iremos al Cáucaso y lo recorreremos a caballo.
Y a la vuelta del Cáucaso, si nos descuidamos, celebraremos la boda -y Mijaíl
Averiánich hizo un guiño malicioso.
Lo
casaremos, querido amigo, lo casaremos...
Andrei
Efímich sintió de pronto que el sedimento le subía a la garganta. El corazón
empezó a latirle precipitadamente.
-¡Esto
es chabacano! -exclamó, levantándose rápidamente y retirándose a la ventana.
¿No comprenden que lo que dicen resulta chabacano?
Quería
seguir en tono cortés, pero, contra su voluntad, apretó los puños y los levantó
por encima de la cabeza.
-¡Déjenme!
-gritó con voz descompuesta, congestionado y temblando. ¡Fuera! ¡Fuera los dos,
los dos!
Mijaíl
Averiánich y Jobótov se pusieron en pie y se le quedaron mirando, primero
perplejos y después con miedo.
-¡Fuera
los dos! -prosiguió gritando Andrei Efímich. ¡Son unos torpes, unos estúpidos!
¡No necesito ni tu amistad ni tus medicinas, imbécil!
¡Qué
chabacano es esto! ¡Qué asco!
Jobótov
y Averiánich se miraron desconcertados, recularon hacia la puerta y salieron al
zaguán.
Andrei
Efímich agarró el frasco del bromuro y se lo tiró. El frasco se rompió con
estrépito en el umbral.
-¡Váyanse
al diablo! -gritó él con voz llorosa, saliendo al zaguán. ¡Al diablo!
Cuando
se quedó solo, Andrei Efímich, temblando como si sufriese un ataque de
calentura, se tendió en el diván y siguió repitiendo largo rato:
-¡Estúpidos!
¡Son unos estúpidos!
Cuando
se hubo calmado, lo primero que pensó fue que el pobre Mijaíl Averiánich debía
de sentir un bochorno terrible y que todo esto era espantoso.
Nunca
le había ocurrido antes nada semejante.
¿Dónde
estaban la inteligencia y el tacto? ¿Dónde estaban la comprensión de las cosas
y ecuanimidad filosófica?
El
bochorno y el enfado contra sí mismo le impidieron dormir en toda la noche. Por
la mañana, hacia las diez, se dirigió a la oficina de Correos y presentó sus
excusas a Mijaíl Averiánich.
-No
recordemos lo ocurrido -dijo éste, conmovido y lanzando un suspiro, apretándole
la mano.
Olvidémoslo.
¡Liubavkin! -gritó de pronto, de tal modo que todos los empleados y el público
se estremecieron.
Trae
una silla. ¡Y tú espera! -gritó a una mujer que a través de la ventanilla le
alargaba una carta para certificar. ¿No ves que estoy ocupado?
No
recordemos lo pasado -prosiguió en tono cariñoso, dirigiéndose a Andrei Efímich.
Siéntese, querido, se lo ruego encarecidamente.
Durante
unos instantes, en silencio, se acarició las rodillas y luego dijo:
-Ni
siquiera se me había ocurrido enfadarme con usted. Una enfermedad no es nada
agradable, lo comprendo. Su explosión de ayer nos asustó al doctor y a mí, y
luego estuvimos hablando de usted largo rato. Querido mío, ¿por qué se resiste
a tomar en serio su enfermedad? ¿Es esto posible? Perdóneme mi amistosa franqueza
-balbuceó Mijaíl Averiánich. Usted vive en un ambiente que no puede ser más
desfavorable: estrechez, suciedad; no le cuidan, carece de recursos para
tratarse... Querido amigo, el doctor y yo se lo suplicamos de todo corazón;
atienda nuestro consejo: ¡intérnese en el hospital!
Allí
tendrá buena alimentación, cuidados, le pondrán en tratamiento. Evgueni
Fiódorich, aunque mauvais ton, dicho sea entre nosotros, sabe lo que se lleva
entre manos y se puede confiar en él por completo.
Me
ha dado palabra de que se ocupará de usted.
Andrei
Efímich se sintió conmovido por el sincero interés y las lágrimas que de pronto
brillaron en las mejillas del jefe de Correos.
-¡No
lo crea, mi estimado amigo! -murmuró, llevándose la mano al corazón. ¡No lo
crea! ¡Es un engaño! Mi única enfermedad es que, después de veinte años, no he
encontrado en toda la ciudad más que a un hombre inteligente, y éste está loco.
No
hay enfermedad alguna; sencillamente, he caído en un círculo vicioso del que no
hay salida. Pero todo me es lo mismo, estoy dispuesto a lo que sea.
-Ingrese
en el hospital, querido.
-Me
es lo mismo, aunque sea en la cárcel.
-Déme
su palabra de que obedecerá en todo a Evgueni Fiódorich.
-Comoquiera,
le doy mi palabra, pero le repito que he caído en un círculo vicioso. Todo,
hasta el sincero interés de mis amigos, conduce ahora a una cosa: a mi
perdición. Me pierdo y tengo el valor de reconocerlo.
-Se
repondrá, querido.
-¿Para
qué decir esto? -replicó Andrei Efímich, irritado. Muy pocas personas no
sienten al fin de su vida lo que yo siento ahora. Cuando le digan algo de los
riñones o del corazón dilatado y usted se ponga en cura, o si le dicen que está
loco o es un criminal, en una palabra, cuando la gente le preste atención, ha
de saber que ha caído en un círculo vicioso del que ya no podrá salir. Cuanto
más se esfuerce en hacerlo, más se extraviará. Es preferible que se rinda,
porque ningún esfuerzo humano podrá salvarle.
Así
es como pienso.
Entre
tanto, ante la ventanilla iba aumentando el público. Para no ser un estorbo,
Andrei Efímich se puso en pie y se despidió. Mijaíl Averiánich le hizo dar de
nuevo su palabra de honor y le acompañó hasta la puerta de la calle.
Aquella
misma tarde se presentó en su casa Jobótov, con su pelliza y sus botas altas, y
le dijo en un tono como si la víspera no hubiese ocurrido nada:
-Tengo
que consultarle un asunto, colega.
¿Quiere
venir conmigo?
Pensando
que Jobótov trataba de distraerle con un paseo, o acaso de proporcionarle la
ocasión de ganar algo, Andrei Efímich se puso el abrigo y salió con él a la
calle. Le alegraba la oportunidad de poder reparar su culpa de la víspera y en
el fondo de su alma estaba agradecido de Jobótov, quien ni siquiera había hecho
mención del incidente y, al parecer, le había perdonado. De un hombre tan
inculto era difícil esperar tanta delicadeza.
-¿Dónde
está el enfermo? -preguntó Andrei Efímich.
-En
el hospital. Hace tiempo que quería que usted lo viera... Es un caso
interesantísimo.
Entraron
en el patio del hospital y, sin acercarse al pabellón principal, se dirigieron
al de los locos. Y todo esto en silencio. Al entrar, Nikita, según su
costumbre, se puso de pie de un salto y quedó en posición de firmes.
-Se
ha producido una complicación en los pulmones -dijo a media voz Jobótov,
entrando con Andrei Efímich en la sala-. Espere aquí; ahora vuelvo, voy a
buscar el fonendoscopio.
Y
salió.
1.014. Chejov (Anton)
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